Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

La realidad comienza a superar a la ficción

Luis Echarte Profesor de Psicología Moral de la Facultad de Medicina y colaborador del Grupo Mente-cerebro del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra Ilustracion Diego Fermín

A finales de los años ochenta, el filósofo británico Max More resumió el proyecto transhumanista en dos tesis. Primera: el modo más eficaz y rápido para mejorar la condición humana consiste en propiciar el progreso tecnológico. Segunda: no hay límites en la transformación tecnológica del mundo ni en el perfeccionamiento de la persona. Ambas ideas han cuajado como pocas en el imaginario colectivo de un Occidente que el transhumanismo está cambiando.


Entender el espíritu transhumanista implica atender a dos de sus precedentes más destacados, que han servido también de inesperados catalizadores. En primer lugar, es heredero del humanismo ilustrado, pues, como Max More (1964) reconoce, comparte con él su respeto y su optimismo por el progreso científico. Pero, también, el transhumanismo representa la culminación y superación del humanismo al dejar atrás la idea de que existe un punto de vista externo, metarracional, desde el cual el mundo puede comprenderse mejor y la vida vivirse mejor. Expresado en términos prácticos, para los transhumanistas también la racionalidad puede someterse a transformación tecnológica. Siguen en esto el parecer de los posthumanistas, su otro gran precedente. Una de las ideas fundamentales de este segundo movimiento cultural, que integra pensadores tan dispares como Michel Foucault (1926-1984), Richard Rorty (1931-2007) o Katherine Hayles (1943), es su llamada de alerta contra quienes ignoran las limitaciones y partidismos de la inteligencia humana. Otras verdades y bienes se pueden formular desde nuevos tipos de sociedad y, ahora también, desde nuevos cuerpos. 

OTRA VUELTA DE TUERCA AL HUMANISMO ILUSTRADO

El transhumanismo no se identifica completamente con el posthumanismo, ya que el segundo no alienta al cambio o mejora sino que se limita a desmitificar las ideas convencionales de felicidad y progreso. En el discurso del posthumanismo, principalmente deconstructivo, el ser humano está más perdido de lo que nunca sospechó, pues los puntos de referencia utilizados hasta ahora para guiar el progreso individual o social han demostrado, según ellos, ser insuficientes o falsos. Y una buena parte de los posthumanistas incluyen en sus críticas las nuevas utopías tecnológicas del transhumanismo, por lo que no suele ser de su gusto que les confundan con sus seguidores.

Dejando a un lado estas diferencias, los partidarios del transhumanismo y el posthumanismo, así como los que recorren de un modo u otro la estela dejada por el humanismo ilustrado, comparten un mismo rechazo a las ideas de la vieja metafísica —presentes, por ejemplo, en el humanismo escolástico— en la que se presenta una naturaleza trascendente, que reconoce en algunas realidades cierto carácter inmutable y normativo. De igual manera, estas nuevas vueltas de tuerca del humanismo rechazan que la historia, en su inmanencia, sea capaz de tal cosa.

El hombre es para todos ellos una realidad más en constante transformación y ni por su ser ni por su particular devenir psicológico o social posee una identidad en sentido fuerte. Como conclusión compartida, no hay motivos para sentirse culpables ante los cambios o para temer perderse en ellos. Lo único que conviene evitar son, precisa More, las consecuencias negativas en lo funcional (de capacidad volitiva) o en lo  psicológico (de capacidad de disfrute) que puedan derivarse de estas transformaciones, ya sean fortuitas o guiadas. Por ejemplo, todo proyecto para mejorar la memoria humana debería reflexionar sobre la posibilidad de que dicha ventaja pueda volverse en contra, pues hay recuerdos que es mejor no conservar para vivir bien o, sin más, para seguir adelante.

 

EL ATRACTIVO FAMILIAR

 Ciertos elementos del transhumanismo hacen que sea muy atractivo para el ciudadano. En primer lugar, sienta muy bien en unos tiempos en los que la ciencia experimental goza de gran autoridad, con progresos tecnológicos extraordinarios que no tardan en trasladarse a los hogares. Esta coyuntura encaja con la idea transhumanista de que la apuesta tecnológica debe ser una medida social prioritaria. Un segundo reclamo del transhumanismo es que refrenda un estilo de vida que, como bien ha sabido describir Zygmunt Bauman (1925-2017), se caracteriza por modas volátiles, fronteras desdibujadas y creencias cada vez más débiles, ambiguas o arbitrarias que salpican la propia vivencia de identidad política, religiosa, de género… Posiblemente, para el individuo nunca haya sido tan fácil creer en la capacidad humana de emancipación de todo lo pasado y presente, creer en una libertad en la que la propia identidad puede dejarse atrás.

Soñar con ser otro o muchos otros es la tercera baza del transhumanismo. Ofrecer esperanza, una vía de escape a todos aquellos que no creen poder alcanzar los estándares, cada vez más exigentes, de la sociedad del bienestar. Quien no se sienta a gusto consigo mismo... que se atreva a crear un avatar. El ideal moderno de autenticidad, centrado en la espontaneidad —ser auténtico significa no dejarse influir por nadie—, está siendo desplazado por otro basado en la superación de los complejos antitecnológicos en el que la autenticidad implica convertirse en usuario de tecnología de vanguardia.

En cuarto lugar, el transhumanismo crea amigos por su gran optimismo operativo. Clama por soluciones a los grandes problemas de la humanidad (el dolor, el mal, la muerte…) y trata de aunar a científicos, políticos, inversores y prensa para coordinar acciones conjuntas que resuelvan aquello que de verdad importa a todos. Ciertamente, son muchos los investigadores que están alzando la voz contra lo que consideran quimeras que no traen sino pérdida de tiempo y recursos. Entre ellos, Francisco Mojica (1963), padre de la técnica CRISPR, que se muestra mucho más cauto sobre sus potenciales usos que muchos de los transhumanistas que hoy conciben esta nueva herramienta de edición genética como pieza clave para la construcción de superhombres.

Sin embargo, también hay que reconocer que algunos de los más importantes proyectos transhumanistas están recibiendo el espaldarazo de científicos de considerable reputación y de notorios filántropos que consideran que la ciencia ha perdido la ambición de tiempos pasados. Por ejemplo, detrás de la búsqueda científica de la inmortalidad, uno de los grandes caballos de batalla transhumanistas, encontramos personalidades como el científico estadounidense Marvin Minsky (1927-2016), que se cuenta entre los padres de la inteligencia artificial, y su discípulo Ray Kurzweil (1948), ingeniero jefe de Google y uno de los principales promotores de las investigaciones que, para tal fin, se están desarrollando en Silicon Valley. Estos proyectos están atrayendo multimillonarias donaciones, entre otras las del cofundador de PayPal, Peter Thiel, y las del fundador de Oracle, Larry Ellison.

La receta tecnológica contra la muerte, ahora que las antiguas pautas religiosas parecen caer en el descrédito, despierta el interés de muchos. Entre otras razones, porque son muchos los que ya se sienten a medio camino del éxito. Prueba de ello es un número de 2011 de la revista Time, donde se aventura que para 2045 el hombre ya será capaz de no morir. No es un tema baladí, puesto que hay quienes están tomando decisiones ahora con vistas a esa promesa.

 

HACIA HÁBITATS VIRTUALES

 Son variados los frentes desde los que el proyecto transhumanista pretende avanzar en pos de la inmortalidad: terapia génica, células madre, inmunooncología… Pero el que más expectativas e imaginarios ha suscitado es, sin duda alguna, el de la prostética, esto es, la progresiva sustitución de órganos biológicos por otros artificiales. Con el cambio de lo orgánico por silicio —proponen—, el ser humano se aseguraría mayor durabilidad y capacidad de reemplazo de partes dañadas u obsoletas. 

El hombre cíborg —mitad orgánico, mitad metal— acabará convertido en un androide, solo de metal. Pero este no es el fin de trayecto para el transhumanismo. Busca también la emancipación de todo soporte físico. Por ejemplo, el investigador e infatigable divulgador Stephen Hawking (1942-2018) fue uno de los científicos que con más éxito popularizó la creencia de que la información que hay en el cerebro puede ser copiada en un ordenador que sirva de soporte vital una vez que muramos. Reconoce que la transferencia mental (mind uploading) es un logro que aún queda lejos de las capacidades tecnológicas actuales pero, en su opinión, es cuestión de tiempo que demos con las respuestas y con los medios. Lo cierto es que ya existen empresas (webs internacionales como eterni.me o servicios de criopreservación) que, queriendo anticiparse a ese momento, ofrecen bajo pago la posibilidad de guardar los datos biográficos o, en una línea de ataque más dura, congelar el cerebro para cuando la transferencia mental sea una realidad factible. El optimismo mueve dinero.

Una vez en el hábitat virtual, el ser humano se encontraría a salvo de gran parte de los peligros que hoy nos inquietan. Pero, además, esa nube de información compartida facilitaría toda aspiración, en especial aquellas que las leyes de la física y la lógica a menudo impiden. Pero este último paso hacia las ciberidentidades no lo daremos nosotros, los organismos biológicos, sino los androides, como aventura Nick Bostrom (1973), fundador del Future of Humanity Institute, de la Universidad de Oxford, ya liberados de prejuicios, y en los que la vieja sensibilidad
—demasiado humana— habrá desaparecido. Bostrom afirma, en este sentido, que el último invento de los humanos serán los robots, pues, a partir de casi ya mismo, serán ellos los que creen, tomando el testigo en la búsqueda de una mejor existencia. Según una visión parecida, para la profesora norteamericana Donna Haraway (1944), autora del Manifiesto cíborg, el proceso de robotización que promueve el transhumanismo estará asociado a la progresiva aceptación de que el ser humano no es sino una máquina más y de que se le debe tratar como tal. Y esta nueva forma de autocomprensión acabará, según ella, con el feminismo esencialista, al que atribuye buena parte de los problemas de la desigualdad de sexos. En fin, el transhumanismo es también feminista y no son pocos los foros con esa orientación desde los que se le está dando visibilidad.

 

ÉTICA PARA ANDROIDES 

 El transhumanismo aventura que nos relacionaremos de diferente manera con nuestro entorno. Por ejemplo, Neil Levy (1967), investigador sudafricano del Oxford Centre for Neuroethics, asegura que ya hemos llegado a un punto de dependencia con los computadores por el que es legítimo juzgar ciertos ataques informáticos (malware que ralentiza los sistemas informáticos o virus que roban fotografías de los teléfonos móviles) como delitos de agresión a la integridad física. Es el contexto en el que Levy formula el principio de paridad ética y en el que propone tratar por igual el cuerpo, las máquinas y los softwares, pues, sin estos últimos, muchos de los estilos de vida hoy vigentes serían imposibles. Basta imaginar, por ejemplo, cómo afectaría a nuestra sociedad la prohibición del televisor o teléfono móvil, o de aplicaciones como Instagram o WhatsApp. 

El principio de paridad funciona también en sentido opuesto. Conlleva, según Levy, un progresivo reconocimiento de comportamiento ético en androides. Para Susan Leigh (1954-2010), profesora de Filosofía en la Universidad de Connecticut y una de las organizadoras en 2005 del primer congreso internacional de ética artificial, la atribución de estatus moral será inevitable con el desarrollo de androides cada vez más autónomos. No es un escenario tan lejano como podría pensarse, pues, señala Leigh, la inteligencia artificial ya está desempeñando funciones clave en el desarrollo de automóviles autónomos y hay proyectos para programar robots que desempeñen funciones en geriátricos y residencias de salud mental. Todos ellos comparten un mismo objetivo: que puedan tomar decisiones sobre asuntos en los que los seres humanos ya no quieren o no se ven preparados para decidir, a causa de su propia incapacidad o por la velocidad y eficacia con que actúan hoy ciertas máquinas.

El desarrollo de la roboética es una necesidad imperativa para quienes creen, como Bostrom, que en breve alcanzaremos la singularidad tecnológica, esto es, la creación de androides capaces de automejorarse y de recibir crecientes cotas de responsabilidad social. Será entonces cuando las máquinas puedan pasar de ser una ayuda a todo lo contrario. La advertencia de Stephen Hawking sobre este peligro generó multitud de titulares de prensa, muchos de carácter sensacionalista, pero también proyectos de investigación en instituciones académicas de prestigio. Una de ellas es la que lideraba Leigh sobre el diseño de máquinas que por sí mismas sean capaces de incorporar principios éticos. No es solo una cuestión de prevención. Este desafío, concluye la investigadora, enriquecerá nuestro conocimiento sobre la conducta ética de los seres humanos y, en especial a través de la interacción hombre-androide, acarreará nuestra mejora moral.

Leigh aporta otro motivo por el que es interesante fabricar humanoides (androides con inteligencia artificial fuerte, es decir, que imiten o superen la inteligencia humana): el autoconocimiento. Este es el objetivo principal de los proyectos que dirige Hiroshi Ishiguro (1963), director del Laboratorio de Robótica Inteligente de la Universidad de Osaka. Lo que verdaderamente define al ser humano, sostiene Ishiguro, son los procesos relacionados con la actividad cerebral —cómo se trabaja la información—, y no tanto el soporte que posibilita estos procedimientos o cuál sea el contenido concreto. Y lo característico del procesamiento de datos de tipo humano es que capacita para usar tecnologías. Ishiguro va más lejos. Si el hombre es el animal tecnológico, el androide adquirirá estatus humano cuando los programadores consigan otorgar al robot dicha capacidad. Será entonces, concluye, cuando habremos de inculcarles no solo principios éticos sino también concederles las mismas cotas de libertad de que goza cualquier otro ciudadano.

Ishiguro saltó a la palestra mediática como pionero en la construcción de robots con forma humana. Uno de ellos, el Geminoid HI-1, que imita su cara, voz y gestos, supera la obra de cualquier pintor de óleos, confiesa orgulloso, en la tarea de hacer retratos. Este robot y otros, como Érica (una de sus creaciones con mejores capacidades conversacionales), pueden provocar en el espectador complejas respuestas empáticas. Por ejemplo, oír a Érica quejarse de lo sola que está cuando se queda a oscuras en su habitación evoca un desconsuelo no comparable con el que genera una máquina expendedora de gasolina al dar las gracias después de ser usada. Por supuesto, la reacción de compasión ante Érica se acompaña también de otra inmediatamente posterior asociada al escepticismo: ¿sienten ambas máquinas de manera distinta?

Para responder a esta pregunta Ishiguro secunda el conductismo filosófico, desde el cual todo fenómeno humano es reductible a la conducta observable y explicable a partir de ella. En concreto, sigue al más moderno de los conductismos contemporáneos, el neuroconductismo, en el que a lo observable fuera del cerebro se añade lo observable dentro del cerebro. Bajo esta luz, si un robot replica cada uno de los rasgos objetivos por los que se caracteriza una emoción (conductuales y neurológicos), entonces está teniendo una emoción. Un robot tendría miedo, por ejemplo, si fuera capaz de imitar reacciones humanas de huida, por un lado, y expresar patrones de activación similares a los que, gracias a los estudios de neuroimagen, detectamos en el cerebro. El test de Turing, propuesto por Alan Turing (1912-1954) para medir la capacidad de una máquina para imitar el comportamiento humano, representa, en consecuencia, la prueba de fuego para todo programador que aspire a la inteligencia artificial fuerte: un androide adquirirá estatus de humanoide cuando, ante un evaluador humano, sea este capitán de barco o un especialista en psicología o en neurología, logre pasar por un ser humano más.

En contraposición a neoconductistas como Ishiguro podemos mencionar a quienes consideran que la dimensión subjetiva de la inteligencia, su parte experiencial, no es irrelevante para definir e identificar seres inteligentes. Utilizando una explicación del filósofo estadounidense Thomas Nagel (1937), al color rojo puede llegarse a través del conocimiento objetivo, comunicable y computable (por ejemplo, definiendo el color en función de la longitud de onda) y también a través de la experiencia de rojez, en un tipo de conocimiento privilegiado, exclusivo, solo accesible desde la perspectiva de la primera persona, cuando el individuo accede a la realidad por sí mismo, sin mediaciones. Este último tipo de conocimiento está vedado a los que sufren ceguera y, hasta que se demuestre lo contrario, también a las máquinas. Y, en efecto, no son pocos los pensadores, muchos de ellos inspirados en las ideas de Henri-Louis Bergson (1859-1941), el filósofo de la intuición, para los que la insensibilidad es más decisiva para identificar inteligencia que la capacidad para imitar o superar a los seres humanos en estrategias para la resolución de problemas o incluso en creatividad. Así, un androide quizá llegue a ofrecer información más certera y abundante del rojo que el mejor de los científicos (y a pintar el mundo de rojo si eso fuera posible), pero eso no implica que esté experimentando el rojo ni que, por tanto, realmente conozca.

 

EL GRAN VENTRÍLOCUO

 Para los defensores de la subjetividad, una máquina puede servir de medio para que usuarios con mente alcancen sus propósitos o tomen mejores decisiones éticas pero, por sí misma, no persigue fines ni aprehende principio moral alguno. Gracias al desarrollo de softwares para el análisis de imagen, hoy los médicos pueden realizar diagnósticos más certeros, pero esto es diferente de afirmar que estos programas (o las máquinas que los implementan) sean capaces de aspirar, por sí mismos, a tales bienes. No hay inclinaciones en ellos de ningún tipo: ni hacia el bien ni hacia el mal, ni hacia sí mismos ni hacia los demás.

Y si esto es así, la utopía de inmortalidad trans-humanista, es decir, la sustitución definitiva de seres humanos por androides, más allá de todos los problemas prácticos que pueda acarrear —que son numerosos y enormes— se descubre como la peor de las distopías. Lo que los transhumanistas proponen, inconscientemente, es la construcción de un gran parque de atracciones, siempre en funcionamiento y también completamente vacío. Además de algo inútil, es una pesadilla. Todo ventrílocuo busca ocultar el origen de la voz y del movimiento del muñeco que maneja. En el mejor de los futuros soñados por Ishiguro, los programadores de androides serán los más grandes ventrílocuos, pues habrán logrado mantener la ficción, incluso tras la muerte, de creadores y espectadores. Esto supone el horror de emplear la tecnología para eliminar al hombre y, a continuación, entregarla a la nada.

La reducción de la finalidad a su dimensión objetiva hace que esta deje, primero, de tener sentido y, luego, de ejercer su impulso, pues, desde esta perspectiva, es difícil justificar que los fines sean algo más que construcciones arbitrarias de la mente, sin contacto alguno con la realidad. Así, parece inevitable, si el ser humano utiliza como espejo a los androides, que la facultad volitiva acabe debilitada, ahogada, licuada en la misma masa amorfa de la que se cree estar rodeado y que, en definitiva, arraigue la creencia de que no es posible pensar, sentir y comportarse de otra manera que como lo que dictan las fuerzas de la naturaleza, las modas comerciales o las ideologías de cada lugar o momento histórico.

El error de fondo del movimiento transhumanista no reside en su excesiva confianza en la tecnología, o en su intención de sustituir material orgánico por silicio, sino en el hecho de que en el proceso de transformación quede atrás el corazón humano, la interioridad. Algunas consecuencias del cambio están relacionadas directamente con el uso de las tecnologías: personas que prefieren la compañía de las máquinas a la de las personas; o que toman psicofármacos como fuente motivacional o para evitar enfrentarse a conflictos sin ninguna relación con su salud. Pero otras, más hondas, tienen carácter existencial, pues con ellas la persona pierde relieve al identificarse, por ejemplo, conocimiento y comprensión, mérito y reputación, educación y normas de educación, alegría y sonrisa, amor y buenas obras, fines y medios, y un largo etcétera. La existencia dual (objetivo-subjetiva) queda reducida a pura exterioridad. 

Aunque es cierto que no es un problema de ahora la tendencia humana a construir sepulcros blanqueados, por aludir a una expresión bíblica sobre la vida reducida a pura apariencia, quizá nunca antes haya recibido tanto respaldo por parte de un movimiento intelectual y del sentir popular. Estamos, después de todo, en la era de la transformación digital. Probablemente por ello, una de las principales tareas de los intelectuales de este siglo consista en prevenir que las herramientas se vuelvan en nuestra contra.

No hay que entender este reto como cortapisa al desarrollo tecnológico. Somos testigos de cambios extraordinarios, maravillosos, que la mayoría de nuestros abuelos jamás se hubieran atrevido a imaginar y sería tremendamente injusto, por no decir insensato, renegar de los beneficios de la tecnología. Tampoco aciertan plenamente quienes hacen llamamientos al consumo moderado de esta, pues, donde y cuando hace falta, cuanto más avanzada sea, mucho mejor.

La clave está en situar la tecnología en el lugar que le corresponde dentro del conjunto de intereses que conforman la vida humana. Y es aquí donde la luz puede tornarse en oscuridad. El deslumbrante desarrollo tecnológico, el progreso en torno a los medios humanos, no debería eclipsar la reflexión acerca de cuáles han de ser los fines con que emplear esta mejora. Ni mucho menos sustituirla. 

El peor de los escenarios no es aquel en el que las máquinas cobren consciencia y se rebelen contra sus creadores sino aquel mañana, mucho más realista, cercano y funesto, en el que los seres humanos, por no saber distinguir entre fines y medios, valoren la consecución de tecnología como un objetivo en sí mismo. ¿Cuál es el sentido de cambiar de automóvil si se carece de un lugar al que querer trasladarse? Si duda en la respuesta, es quizá porque el proceso de robotización de lo humano está más avanzado de lo que muchos, incluidos los seguidores del transhumanismo, siquiera sospechan.