Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

También sueñan en Tijuana

Texto y fotografía: Álvaro Hernández Blanco [Com 12]

Como un tumor urbanístico, Tijuana crece hacia la valla que separa México de Estados Unidos. Allí viven todos los que intentan cruzar a la tierra de las oportunidades, empujados por la pobreza, la violencia o los desastres naturales. Algunos no aguantan la espera y tratan de pasar como ilegales. Otros, de tanto esperar, acaban echando raíces en una ciudad tejida con todas las fibras de América. Los huesos de los que tuvieron menos suerte, en cambio, yacen insepultos en algún lugar del desierto de Sonora.


«Las fronteras de Europa están trazadas con sangre». Cuando mi profesor de Geografía de bachillerato pronunció aquella frase lapidaria empecé a comprender de verdad el significado de frontera. Esas graves palabras bastaron para despertarnos de nuestro letargo conceptual. Sí, conocíamos la definición; algo así como «donde acaba un país y empieza otro», habríamos dicho. Pero las fronteras no se comprenden del todo hasta que no se sienten. Y en la zona Schengen no se sienten las fronteras, por mucho que siglos atrás se delimitaran a base de mandobles y hemorragias, como nos recordaba con vehemencia don Juanjo Sarmiento en el aula. Ni ríos, ni cordilleras, ni nada. Sangre. Porque las fronteras, empecé a entender, no son accidentes geográficos, sino cicatrices de conflictos humanos

Aquel atisbo quizá fuera la chispa de lo que llegaría a convertirse en una fascinación. Durante los años siguientes me interesé por cómo los Estados habían alcanzado su configuración actual; cómo el mismo territorio podía cambiar de bandera por una guerra, un tratado o un casamiento real; o cómo una frontera podía fluctuar alrededor de una etnia o nación —para incluirla, excluirla o partirla— según el caprichoso flujo de la historia. Entonces buscaba más una cultura general, pero puede que alimentara una suerte de destino, ya que años más tarde la vida me llevó a una de las fronteras más notorias y calientes del mundo: la que separa México de Estados Unidos. 

 

—Primer destino. Llegar a la valla, a kilómetros de su hogar, ilumina el rostro de los valientes.

Lo primero que descubrí al llegar a la ciudad fronteriza de Tijuana (México) es que estaba yendo en dirección contraria. Algo así me decían los mexicanos que me vieron traer las maletas desde Los Ángeles, California. «Aquí la gente quiere del sur al norte; y tú hiciste al revés», se chanceaban. Sí había quienes iban de norte a sur, aunque solían ser deportados. No era mi caso. Yo llegué a Tijuana voluntariamente y con cierta estrategia; mi permiso de trabajo en Estados Unidos había caducado, por lo que resolví mudarme a la otra California, la mexicana, que se conoce como «La Baja», a secas, para desde ahí seguir trabajando para el boyante mercado estadounidense. Se torció el sueño americano, y levantó la mano el sueño tijuanense con una propuesta jugosa: ganar en dólares y vivir en pesos. En la era de internet, el alambre de espino se antoja romo, casi irrelevante, para quien solo requiere de un portátil con conexión para facturar. 

 

UNA CIUDAD CON FILTRO SEPIA

La oferta era atractiva, aunque venía con los asteriscos propios de una de las ciudades con peor reputación del mundo. Tijuana cargaba con la connotación de ser un enclave lastrado por la narcoviolencia. También se la considera desde siempre el proveedor de vicio de la puritana sociedad gringa. De hecho, vivió su eclosión durante la Ley Seca (1920-1933). Entonces pasó de ser el polvoriento Rancho de la Tía Juana a una caótica urbe, exuberante y colorida, que abastecía de pecado a los vecinos del norte. 

Y de aquellos polvos, estos lodos. A día de hoy, la percepción pública de esta ciudad aún mezcla embeleso, sospecha y miedo. No hace falta más que ver cómo se representa la frontera mexicana en las producciones de Hollywood, con ese perenne filtro sepia que tan pronto evoca el matiz de un tequila añejo como el color del orín. Tal es la ambivalencia de México, un país de riquísima cultura y encanto, pero donde la actualidad provoca cautela y desconfianza. 

La Tijuana a la que llegué no lucía en sepia. Más bien, Tijuana no era distinta de California en cuanto al clima, el terreno y la vegetación. Pero, en todo lo demás (léase lo que tiene que ver con la actividad humana), era otro mundo. Lejos de la pulcritud y los amplios espacios característicos de EE. UU., Tijuana había crecido con una espontaneidad demencial, pegada a la frontera como un descontrolado tumor urbanístico. Una foto satélite de la región revela querencias desiguales entre los países vecinos; mientras que Tijuana se apretuja contra la valla hasta tal punto que se puede tocar desde muchas casas, en el otro lado existe un margen de unos veinte kilómetros entre la valla y la ciudad de San Diego. 

 

—La última opción. Cruzar el desierto de Sonora parece más fácil que burlar la valla, pero la zona se cobra la vida de los más desafortunados.

En términos objetivos, Tijuana es una ciudad fea. Pero a falta de cualquier redención estética, ofrece otro tipo de seducciones. La primera y la más evidente es la comida. Uno encuentra lo mejor de la vastísima gastronomía mexicana (Patrimonio de la Humanidad, según la Unesco): a los tacos de la capital, la carne de Sonora, el mole del sur y la cochinita pibil de Yucatán se les une la cocina de la Baja, que incluye influencias niponas. Durante la Segunda Guerra Mundial, muchos japoneses residentes en California huyeron a Tijuana para escapar de los campos de concentración del presidente Roosevelt. Y ahí no acaba la cosa, ya que en las calles de Tijuana se respiran también los aromas de la cocina haitiana, venezolana, hondureña, cubana… La escena culinaria tijuanense es el reflejo del corazón de una ciudad de acogida

Sin embargo, para la mayoría de los migrantes, Tijuana no es el destino final. Como si se diesen de bruces con la frontera, queda truncado su itinerario, que acababa en «la tierra de los libres y la patria de los valientes»… Patria que acaba rechazando casi sistemáticamente las peticiones de asilo político de los del sur. Esos buscavidas —que algo saben de valentía tras completar peligrosísimos éxodos a través de Centroamérica y México— encuentran en Tijuana otra libertad, quizá no tan romántica y llena de poesía como la pregonada en Estados Unidos, pero libertad. Dejaban atrás los cárteles de drogas del interior de México, las violentas maras de El Salvador y Honduras o las persecuciones políticas de Nicaragua y Venezuela

En la dolarizada economía tijuanense no falta trabajo. Hay un lema cursi que dice «Apunta a la luna; si no la alcanzas, por lo menos caerás en las estrellas». Y Tijuana es una ciudad de estrellados. Un frío y humillante portazo en la frontera después de una peligrosa travesía de huida. Esta ciudad es el fondo que se toca antes de tomar impulso de nuevo hacia la superficie para respirar y reconocer que, aunque seas un harapo a merced de las inmisericordes corrientes de la vida, sigues vivo. 

 

ARRAIGAR SIN QUERER

Conocí a varios migrantes que se debatían entre echar raíces y echar el resto para ir a Estados Unidos, ya no en calidad de refugiado, sino de ilegal. En lo que duraba su dilema muchos arraigaban poco a poco en suelo mexicano, a menudo casi sin saberlo. Quizá el caso más paradigmático sea el de la robusta comunidad haitiana, cuyo éxodo por el nuevo mundo comenzó en 2010, cuando su país (de por sí el más pobre de las Américas) lo sacudió un terremoto que se cobró trescientas mil vidas y ocho mil millones de dólares en daños. 

Brasil, en un gesto más oportunista que caritativo, facilitó la inmigración masiva de haitianos para que ayudaran en la ardua tarea de preparar la infraestructura de los Juegos Olímpicos de Río de 2012 y el Campeonato Mundial de Fútbol de 2014. Consumadas estas carísimas citas de dudoso beneficio para el anfitrión, Brasil entró en crisis y sus ciudadanos no tardaron en señalar a los foráneos del Caribe como cabeza de turco. De esta manera, los trabajadores haitianos iniciaron una diáspora por Sudamérica con la que comprobaron que la situación tampoco era muy alentadora en otras naciones. 

Después de chocar con el proteccionismo receloso de Panamá, el país más próspero de Centroamérica, continuaron en dirección a la Estrella Polar, hacia la tierra que en otro tiempo había invitado «a los pobres, a los rendidos, a las masas hacinadas anhelando respirar en libertad». Esperaban llamar a la puerta del Tío Sam y que les recibiera con la misma filosofía que rezumaban aquellos versos inscritos en la Estatua de la Libertad. Pero llegaban tarde para solicitar asilo como víctimas de desastre natural; al fin y al cabo, había pasado más de un lustro desde el fatídico terremoto de Haití. 

Los de las Antillas miraron alrededor y lo que vieron fue Tijuana, una ciudad que les admitía con aparente indiferencia pero con muchas oportunidades. Años después, son el grupo más emblemático del tejido migratorio de Tijuana. Hablan a la perfección el español mexicano y desempeñan trabajos de todo tipo —desde conductores de Uber hasta profesores de universidad—, a la vez que se esfuerzan por mantener viva la cultura haitiana en pleno México. En la delegación de Playas de Tijuana, a escasos tres kilómetros de la frontera, se yergue un pequeño barrio conocido como Little Haiti, donde los compatriotas hacen piña con sus sabores, melodías y criollo para que su media isla no caiga en el olvido.

La percepción del tiempo en Tijuana es tramposa. El indefinido y frustrante ahorita mexicano es ley, y asuntos que deberían salir adelante con fluidez se demoran con la proverbial parsimonia de la burocracia federalista. A la vez, el skyline tijuanense parece mutar hacia arriba por momentos; pasa de ser una urbe de apenas cuatro pisos al cimiento de decenas de rascacielos de lujo. Igual por eso a los haitianos ya los ven como tijuanenses de pro, veteranos, apenas un lustro después de su llegada a una Tijuana que lucía muy distinta y que ellos mismos contribuyeron a modernizar. 

—Cambio de ruta. José David y Wilson festejan con un café y unos polvorones su nuevo empleo.

De todo lo que ocurrió en ese lustro, dos hitos concretos marcaron esos años. El primero, la caravana de migrantes procedentes de Centroamérica en 2018. A diferencia de los haitianos, vinieron llamando la atención de los medios, una medida comprensible dados los peligros de la travesía por México: extorsión, secuestro, robos, corrupción y violaciones casi sistemáticas. 

Sin embargo, tanto ruido mediático les sentó regular a no pocos tijuanenses, que tenían la impresión de que los vecinos del sur venían con exigencias, casi pidiendo que se les extendiera la alfombra roja. Las caravanas pusieron a prueba el espíritu acogedor de la ciudad y, por primera vez en mi tiempo en la frontera, noté los barrios divididos con respecto al tema de la migración

 

CON NOMBRE PROPIO

Mientras en los medios y las redes sociales se debatía acaloradamente, me adentré en los improvisados campamentos en plena calle. Fui a dar con un grupo de hondureños que no tardé en categorizar en tres tipos. Los primeros aguardaban con paciencia y fe la resolución de sus peticiones de asilo político. Los segundos habían asumido que no se les concedería el asilo y buscaban cómo salir adelante en Tijuana. Solo tres días después de llegar, José David y Wilson, oriundos de Copán, ya trabajan de albañiles y llevaban sendos chalecos de naranja chillón. Tan pronto como pudieron, quisieron deshacerse de la etiqueta de migrante para cambiarla por la de profesional. Visto cómo les trataba el resto de migrantes, José David y Wilson eran la envidia del grupo. 

 

—Hogar. Bulnes no espera la resolución del asilo. Decide cruzar la valla a toda costa.

Los hondureños del tercer tipo maquinaban maneras de llegar a Tecate, un pueblo a unos veinte kilómetros al este de Tijuana desde el que, según habían oído, era algo más fácil —o menos imposible— sortear la valla e ingresar en Estados Unidos como indocumentado. En este grupo atisbé una inquietud y un descontento más fuertes. Un hombre llamado Bulnes me hizo a un lado y con voz queda pero resuelta me confesó: «Pues yo voy a cruzar. Lo del asilo político es una gran farsa. No quiero romper las ilusiones de los demás, pero claro que no nos lo van a conceder…». 

En aquel caótico campamento la expectación contrastaba con el inocente correteo y la algarabía de multitud de niños. ¿Serían capaces de procesar el desconcierto que los rodeaba? Acababan de completar una diáspora de proporciones bíblicas a través de varios países, y sus padres estaban fiando su destino a un órdago difícil de ganar: convencer al Gobierno de Trump de que les dejaran pasar como refugiados. 

Las tiendas de campaña se hacinaban en las calles con la mismísima frontera de fondo. Para muchos sería finis terrae, el fin del trayecto, y para otros —los menos— la puerta hacia un próspero renacer. Y luego estaba doña Natividad. La anciana, natural de Yoro, Honduras, acampaba para guardarles sitio a su hija y a su nieta, que se habían rezagado en el viaje. 

Doña Natividad sentía que se le había pasado el arroz para intentar lo del sueño americano, así que en cuanto la relevara su hija, ella planeaba volver a Tuxtla Gutiérrez, al sur de México, donde trabajaba de barrendera y criaba gallinas ponedoras. «No necesito más», aseguraba con una sonrisa cándida. «Algunos hablan de Estados Unidos como si fuera el paraíso en la tierra. Pero Paraíso solo hay uno, y desde luego no está aquí abajo». Pocos metros detrás de ella, en la valla fronteriza un grafiti rezaba: «De este lado también hay sueños». 

—No es un paraíso. Contrario al sueño de muchos, doña Natividad prefiere volver a la rutina en su ciudad.

UN CEMENTERIO DE ARENA

Una burda cerca de losas metálicas oxidadas es de manera no oficial lo más icónico de la ciudad. Es tal el peso simbólico de la frontera que separa Estados Unidos de las veintiuna naciones de Latinoamérica..., es tal la infinidad de connotaciones geopolíticas que evoca y tal la sensación de truncamiento para tantos migrantes y deportados, que cuando cae la noche y los focos inundan de luz mortecina aquel pasaje imposible, Tijuana se llena de sueños y pesadillas, de añoranza y de dolor. 

Qué lejos quedaba Europa con sus fronteras invisibles. Con focos potentes, sensores de movimiento, cámaras infrarrojas y helicópteros Seahawk en rondas rutinarias, la de Tijuana es una línea intransigente y protegida con recelo. Más que a las palabras de mi profesor de Geografía, esta valla me recordaba a las de Jack Nicholson al ser increpado por Tom Cruise en Algunos hombres buenos: «Tú no puedes encajar la verdad: vivimos en un mundo que tiene muros, y esos muros los deben vigilar hombres armados». Porque, más allá del fenómeno migratorio, la frontera también es clave para evitar que la narcoviolencia salpique California.

Por supuesto, no es infranqueable para todo el mundo. Pueden cruzarla  quienes cuenten con el visado. Aunque la mayoría de mexicanos no tiene este documento, el puerto terrestre de San Ysidro lo transitan a diario 70.000 vehículos y 20.000 peatones; es el paso fronterizo más concurrido del mundo. Por eso resultó que el cierre a cal y canto de la frontera, por la pandemia de covid-19, marcó el segundo hito insólito del lustro.

Cuando el virus alcanzó su apogeo de letalidad, Estados Unidos decidió clausurar con llave sus puertas, a lo que México respondió, casi con despecho, con una medida similar. Durante quince meses solo pudieron salvar ese límite los trabajadores «esenciales», estimación que solía correr a cargo del agente de turno. 

Fue una época tensa en la que se puso de relieve la latente pero dinámica simbiosis entre Tijuana y San Diego, ciudades separadas por un muro hostil, pero hermanadas con un sinfín de lazos comerciales, turísticos, culturales, mercantiles y, sobre todo, familiares. Millares de intrahistorias que recuerdan que los países son sus ciudadanos y no sus dirigentes. El cierre fronterizo, aunque pertinente, agravó el nerviosismo entre ambas naciones, cuya relación ya se resentía desde que Trump ocupó la presidencia por su deseo de cubrir toda la frontera con un muro sin dejar huecos. Dicho sea de paso, el actual muro (que sustituyó una valla de apenas dos metros) lo instaló el presidente Clinton en los años noventa, materializando un proyecto que se venía cociendo desde Jimmy Carter y que George Bush padre firmó. Tanto la izquierda como la derecha querían una frontera cerrada.

 

—La travesía no perdona a nadie. Adultos, ancianos y niños buscan atravesar la frontera por el desierto y sus peligros.

Aquella inexorable postura oficial no cambiaba una gran verdad de fondo: que los límites nacionales son porosos y ninguna pandemia iba a detener el flujo migratorio hacia la tierra más codiciada del mundo. Lo cierto es que la notoria valla no abarca toda la frontera. En las zonas más inhóspitas, se desestimó su necesidad al considerar que las hostilidades de la propia naturaleza servirían como barrera disuasoria. Sobre el papel, tenía lógica. Pero para quien huye de la narcoviolencia, de la brutalidad de las maras, de los desastres naturales, de los encarcelamientos políticos y de una vida desprovista de esperanza, franquear a pie el desierto de Sonora se antoja factible. 

De este triste fenómeno sabe mucho el grupo de voluntarios Águilas del Desierto, que desde 2009 realiza expediciones por el inmisericorde desierto, en la parte de Arizona, para buscar migrantes. Don Ely, el fundador, me invitó a acompañarle en una de esas incursiones para encontrar a un guatemalteco que llevaba seis meses perdido. «Pero… ¿cómo saben que está vivo?», le pregunté, inocente, por teléfono. «No, Álvaro —repuso con gravedad—. Vamos a buscar sus restos para mandárselos a su familia y que puedan darle sagrada sepultura». 

Ocurrió un fin de semana de marzo de 2021. Tras cinco horas de coche desde San Diego, llegué a Ajo, una aldea fantasmal en el desierto de Arizona donde los Águilas tenían su base. Ahí conocí a don Ely en persona, y a una treintena de voluntarios más, todos llegados desde sus casas en ciudades como San Diego, Los Ángeles, Phoenix o Flagstaff. La luna estaba casi llena y su luz plateada iluminaba la superficie de cactus saguaros que se extendía alrededor del campamento. Caí presa del atractivo hechizante del desierto de Sonora, del cielo estrellado, de la leve brisa fresca que acentuaba ese silencio impertérrito. Don Ely se me acercó por detrás y me dijo: «Créeme. Bajo el sol no es tan bonito. Este desierto es una trampa mortal. Acuéstate. Salimos de madrugada». 

 

EL AUTOR

 

 

Álvaro Hernández Blanco [Com 12] saltó de la Universidad de Navarra a la de California (UCLA), donde estudió Guion y se especializó en dirección y montaje de documentales así como storytelling digital. En 2016 inició su andadura mexicana en la ciudad de Tijuana, donde residió durante siete años. En ese tiempo no pudo evitar fijarse en la cantidad de migrantes varados junto a la valla y emprendió un camino que incluía pensar sobre las fronteras, escuchar a los migrantes y fotografiarlos. El resultado de aquellos meses es el libro Migrantes (Rialp, 2023), donde mezcla con destreza crónica periodística, ensayo y reportaje fotográfico. En él, profundiza en muchas de las historias que apenas se esbozan en este reportaje.