A la francesa

23 de octubre de 2025 3 minutos

Ignacio Uría Biografía

Ignacio Uría (Gijón, 1971) es historiador, periodista y profesor de la Universidad de Alcalá. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y fue editor de Nuestro Tiempo de 2012 a 2018. Colabora con distintos medios en la sección de política internacional. Ha publicado cinco libros y dos centenares de artículos de opinión y divulgación histórica. Lector omnívoro –con predilección por el ensayo y la poesía–, le apasionan el cine, la conversación y los viajes en Vespa, con la que ha recorrido media Europa y el norte de África. 


Lejos de ser un defensor de las despedidas, siempre he pensado que hay motivos para desaparecer sin decir nada.

Andréa G. es una francesa con raíces en el Líbano, razón suficiente para tener en cuenta sus opiniones. Esta intuición la confirma su matrimonio con un gaditano, posiblemente, el pueblo más sabio de Europa —con permiso de los gallegos, que son tan listos que no lo parecen, y ahí radica su peligro—. La combinación gaditano-libanesa parece exótica, pero no lo es porque en el fondo ambos son fenicios. Ella, de origen; él, por colonización. Y, como tales, saben de sobra que en esta vida no tenemos lo que merecemos, sino lo que negociamos.

Las comidas en su casa son magníficas. No solo por los postres inesperados que aparecen en la mesa (como el imbatible baklava de pistacho, dulce como el Paraíso), sino por la conversación que surge con ellos, reposada y aguda a partes iguales… Salvo que hablemos de fútbol y del inolvidable Mágico González, artista incomprendido. Ahí la racionalidad salta por la ventana. 

Recuerdo en especial una noche larga que no invitaba a salir a la calle. Entre los dos matrimonios habíamos arreglado el mundo un par de veces y España, otra —la vieja piel de toro se resistía—, pero llegó el momento de volver al olivo cual mochuelos cansados. Entonces, nos despedimos, pero no terminábamos de irnos, así que media hora más tarde seguíamos de pie y con los abrigos en la mano, sin dejar de hablar. Más cerca de la puerta, eso sí, pero todavía dentro de casa. Andréa llevaba pocos meses en Madrid, aunque su castellano era ya más que notable. Y, como quien no quiere la cosa, disparó: «En Francia no se despiden y se van, pero los españoles se despiden y se quedan». Los cuatro reímos y nosotros, apurados, nos pusimos el abrigo. «Oh, no —dijo ella con encanto parisino—, no se marchen. La conversación está en lo mejor, pero vayamos a sentarnos, que será más cómodo». Ah, la legendaria hospitalidad oriental. Todos obedecimos, porque la noche madrileña parecía navarra y el salón tenía chimenea. Alguien recordó que eso de irse sin decir adiós se llamaba «despedirse a la francesa». Se hizo un silencio expectante mientras observábamos su reacción. Ella nos devolvió la mirada y regateó con pericia: «En Francia se lo achacamos a los ingleses —«una despedida a la inglesa»—, pero estos lo llaman An Irish Goodbye [Adiós irlandés]». Cómo somos los humanos, cualquier cosa con tal de desprestigiar a los vecinos.

Lejos de ser un defensor de las despedidas, siempre he pensado que hay motivos para desaparecer sin decir nada. Por ejemplo, si a continuación te espera una fiesta glamurosa y no quieres que ninguno de los presentes te acompañe, que todo puede ser. O si te has aburrido como una ostra y temes que te citen para otro encuentro, lo que te obligará más tarde a eludir la cita con excusas educadamente peregrinas, pero que no cuelan. Ellos saben si tienes hijos o no (excusa número uno para el escaqueo) y, también, si tu trabajo es tan terrible que debes atenderlo en fin de semana. Por tanto, tienes que inventar algo chispeante aun a costa de que se vea a la legua que escurres el bulto. Con humor negro («Es el cumpleaños de mi suegra y puede que sea el último») o, si no, citando a los clásicos, como la legendaria Phoebe en Friends: «Me encantaría, pero no me apetece». Educado y sincero, qué más se puede pedir.

Por supuesto, ningún manual de buenas costumbres hablará bien de una fuga silenciosa, algo que Madame de Pompadour consideraba como propio de un ladrón. Sin embargo, ¿qué nos importa esa señora con apellido de sobrecito de manzanilla? ¿Acaso es mejor decir adiós con mentirijillas evidentes del tipo «Nos llamamos, Pili» o «A ver si quedamos, Fito»? 

Por tanto, mejor esfumarse como una sombra, maniobra que garantiza una dosis insuperable de misterio, algo que jamás tendrá el despedirse de diez personas en fila. Una desaparición a la francesa, como Dios manda y sin complejos.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

Las normas de educación ¿nos encorsetan o nos humanizan?

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