La cineasta ha concluido una autobiografía de memoria y celuloide en tres partes que la confirma como una de las grandes de su generación. Después de Verano 1933 y Alcarràs, Romería explora la ausencia paterna y el estigma de quienes murieron de sida en los ochenta.

Tuve la suerte de entrevistar a Carla Simón al inicio de su carrera, mayo de 2017. Su primera película, Verano 1993, acababa de ganar los premios a la mejor ópera prima en el Festival de Berlín y a la mejor película en el Festival de Málaga. Me encontré una mujer muy cercana, muy natural, absolutamente alejada del cliché de cineasta estrella o de «autora». Hablaba de la pérdida de sus padres —fallecidos de sida cuando ella era muy pequeña— con emoción pero sin dramatismos. Con una serenidad madura y una conciencia de lo que significa contar desde dentro. Su cine nacía de ahí: de una herida personal transformada en memoria compartida.

Verano 1993 me sigue pareciendo hoy una de las películas españolas más hermosas de lo que llevamos de siglo. Y con uno de los finales más emocionantes. La protagonista —magnífico descubrimiento de Laia Artigas— era la propia Carla Simón: una niña que tiene que crecer de golpe. Aquella historia era autobiográfica, sí, pero también profundamente universal. Porque universal es la experiencia de la fragilidad, el desconcierto e incluso la fortaleza ante el drama que uno saca no sabe bien de dónde cuando la vida obliga.

Carla Simón me contó que tenía una familia extensa, muchos tíos y primos, y muchas historias que contar. Lo recordé cuando, en 2022, vi Alcarrás. Su segunda película ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín, un reconocimiento que el cine español no recibía desde La colmena de Mario Camus, en 1983. Fue la constatación de una directora con voz propia, capaz de elevar lo local a categoría universal. Alcarràs no era solo una historia de una familia de agricultores catalanes enfrentados a la pérdida de sus tierras, también hablaba del desarraigo, del fin de una forma de vida, del duelo por lo que desaparece sin remedio. Una vez más, la infancia y la pérdida. Y la familia. Y, otra vez, una cámara que captaba la humanidad de los personajes, que se detenía en los gestos mínimos, en los silencios, en la mirada.

ROMERÍA Y EL PESO DE LA AUSENCIA Y LA MEMORIA

Si Verano 1993 es la infancia, y Alcarràs la familia, Romería es la memoria. O, mejor dicho, la ausencia de ella. Carla Simón se atreve a entrar en un territorio aún más íntimo: la reconstrucción de la figura de un padre ausente, al que apenas recuerda. La protagonista, Marina, es una estudiante de cine que viaja de Barcelona a Galicia para realizar unos trámites administrativos y conocer a su familia paterna. Marina es, de nuevo, Carla Simón. Romería arriesga y cierra una trilogía que, vista en conjunto, resulta uno de los proyectos más personales y logrados del cine español reciente.

La película bucea en un tiempo marcado por la droga y el sida, en los silencios y las pérdidas que acompañaron a la generación de los ochenta. Habla del miedo, del rechazo social, del estigma, de las familias que no supieron o no pudieron afrontar aquel dolor. Y lo hace desde un delicado equilibrio: sin victimismos ni exaltaciones, sin juzgar ni justificar. Como si el objetivo fuera entender antes que narrar, utilizar el celuloide como herramienta de la memoria. Quizá por eso, Romería sea menos emotiva que las anteriores: porque no busca emocionar sino abrir espacio a la reflexión. Y porque —quizás sin buscarlo— hay mucho de elaboración cinematográfica de la idea, mucha teoría del séptimo arte.

Carla Simón ha construido un tríptico íntimo, familiar, que, sin embargo, trasciende su biografía. Porque lo que cuenta no es solo suyo: todos nos vemos reflejados en la fragilidad de la memoria, en la importancia de las raíces, en el intento de recomponer lo que falta, en el dolor que supone, algunas veces, enfrentarse a la verdad.

Al terminar Romería, uno tiene la sensación de que se cierra un ciclo, pero no una filmografía. Al contrario. Si con solo tres películas Carla Simón, a sus 38 años, ha logrado situarse como una de las grandes cineastas españolas de su generación, el futuro promete traernos más alegrías. Ha anunciado ya que está rodando un musical con el flamenco como protagonista. Un cambio y un reto.

Y aunque esto da para otro artículo, hay que destacar que pertenece a una generación donde brilla con luz propia el talento femenino. En mi primer diálogo con Carla Simón, hablamos de la importancia de que hubiera más directoras mujeres, para ampliar la mirada del cine y abarcar más temáticas y puntos de vista. Simón creía que era solo cuestión de tiempo. 

Ocho años después de aquella entrevista, Simón ha dejado de ser una rara avis. Hoy, nombres como Pilar Palomero, Alauda Ruiz de Azúa, Paula Ortiz, Celia Rico o Eva Libertad, y títulos como Los destellos, Cinco lobitos, La virgen roja, La buena letra o Sorda confirman que dirigir películas en España ha dejado de ser una cosa solo de hombres.

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