Grandes temas Crónica Migraciones MUNDO Geopolítica Nº 724
En el país de unos

Grandes temas Crónica Migraciones MUNDO Geopolítica Nº 724

En el mundo hay dos Dajlas. En una ondea la bandera del Sáhara Occidental; en otra, la de Marruecos. También hay dos El Aaiún, Bojador, Auserd y Smara, cinco nombres que responden a un recuerdo —la tierra del pueblo saharaui— y a una reivindicación —recuperarla—. El funesto eje de simetría en este mapa es un muro de 2700 kilómetros, flanqueado por siete millones de minas, con el que el Ejército magrebí amputó una nación. Tras quince años de combate entre el Frente Polisario y el reino alauí, la guerra se congeló en el desierto con el alto al fuego de 1991. Pero el conflicto se reavivó en noviembre de 2020, y el muro empezó a escupir drones de combate y proyectiles. Algunos de los que resisten en el último territorio africano por descolonizar fueron un día españoles. Otros les dijeron luego que eran marroquíes. Desde hace medio siglo continúan rebelándose para defender, amparados por los principios fundacionales de las Naciones Unidas, su verdadera identidad: son saharauis.
Queda poco para que llegue la noche y Beinifa Mohamed Zergou observa la segunda Auserd sentada en una duna. Desde lo alto, la wilaya parece una cola famélica de luces que se extiende por la llanura antes de enroscarse con la oscuridad. Los saharauis llevan medio siglo asentando paradojas en la provincia de Tinduf, al suroeste de Argelia. Allí habitan 173 600 personas, según el censo que ACNUR elaboró en 2018. Los campamentos de refugiados se han convertido, con el paso de las décadas, en una alegoría de la vida. Cada jaima, la carretera, las escuelas, los hospitales… representan la huella humana que la arena no ha enterrado. Para los árabes, el peor de los infiernos: «Que Alá te condene a vivir en la hamada». Pero no fue Alá quien los desterró a este lugar.
El éxodo saharaui comenzó en noviembre de 1975, cuando el entonces rey de Marruecos, Hasán II, inició la conquista de la colonia española. La invasión, conocida como Marcha Verde, obligó a más de 40 000 personas a huir de sus hogares, en la costa atlántica del Sáhara Occidental. Tuvieron que sortear quinientos kilómetros de desierto y una tormenta de bombas de napalm.
Aquella Marcha no solo desencadenó la guerra. También truncó el referéndum de libre determinación que España había anunciado en 1974 para cerrar el proceso de descolonización. Adquirió ese compromiso en 1963, cuando la ONU reconoció al Sáhara Occidental como «territorio no autónomo». Sin embargo, el último Gobierno franquista se desentendió de su responsabilidad de potencia administradora y, vulnerando la legalidad internacional, transfirió su gestión a Marruecos.
Como guardiana del estatus jurídico del Sáhara, la ONU asumió un papel relevante en la etapa que siguió al alto al fuego, suscrito en 1991 por Marruecos y el Frente Polisario. En 2025, la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO) cumplió treinta y cuatro años en activo y, a pesar de las conjeturas y fracasos, continuará «ocupándose de la cuestión» hasta el 31 de octubre de 2026.
Por primera vez, la votación sobre la prórroga del mandato de la Misión, no fue un mero trámite. Como explica Salvador Sánchez Tapia, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra, los días previos se especuló sobre el contenido del borrador: «La incertidumbre afectaba tanto a la pervivencia de la MINURSO como al modo en que reflejaba los propósitos de los antagonistas».
Si hasta ahora el Consejo le solicitaba al secretario general que informase sobre la situación dentro de los seis meses siguientes a la prórroga, la resolución 2797 ha introducido un cambio: António Guterres debe presentar, para finales de abril de 2026, un examen estratégico sobre el futuro mandato de la Misión, teniendo en cuenta el resultado de las negociaciones.
No es el único malabarismo diplomático que encierra el dictamen. Llama la atención su ambigüedad. Por un lado, apunta a un desenlace con arreglo a los principios de la Carta de la ONU, incluido el de libre determinación. Por otro, toma como base negociadora la propuesta de autonomía que Marruecos presentó en 2007. Igualmente desconcierta la falta de imparcialdad del documento. Aunque pretende alcanzar una salida justa, duradera y aceptable para las partes, el acta omite las aspiraciones del Frente Polisario y antepone el plan marroquí, «que podría ser la solución más factible».
También resulta novedoso el rol que otorga a Estados Unidos, dispuesto a ser anfitrión de las negociaciones; que esquive la palabra referéndum, incluso opta por la sigla para referirse a la Misión —una particularidad que sugiere, según Sánchez Tapia, que la consulta es cada vez menos posible—; o el hecho de que recalque «la urgencia de materializar una solución».
A la espera de que las partes se reúnan, nada parece haber cambiado sobre el terreno. Diferendo, contencioso, disputa, controversia… Estos tecnicismos intentan levantar acta de la realidad, pero solo la palabra guerra araña el drama que se vive en el Sáhara Occidental desde hace ya medio siglo. La represión en los territorios que Marruecos ocupó por la fuerza (teñidos de rojo sobre el mapa); la lucha por la causa en la porción de desierto que, al otro lado del muro, gobierna el Frente Polisario (en verde); las penurias en los campamentos donde se refugian más de 170 000 personas (en dorado).
En el viaje de oeste a este que proponen estas páginas, se retrata el principal rasgo de identidad saharaui, la resistencia, encarnada en los jóvenes protagonistas de esta crónica: tres estudiantes de Derecho que se preparan para desencadenar una revolución; el hijo de un pastor nómada que mece a su primogénita con relatos sobre su abuelo, cuyo cadáver yace en coordenadas desconocidas; y un cocinero que procura que sus compatriotas pasen el exilio con dignidad.
Sidi Omar, que representa al Frente Polisario ante la ONU, eligió hablar en hasaní, un dialecto árabe, durante su comparecencia el 31 de octubre, al término de la 10030.ª sesión del Consejo de Seguridad. «Que nos escuche el ocupante marroquí y quienes lo apoyan, el pueblo saharaui no renunciará a su derecho inalienable a la independencia ni hoy ni mañana ni nunca», sentenció.
Esa «porfiada voluntad de ser libres, que sobra en esos lugares donde todo falta», como recordó el escritor Eduardo Galeano en 2010, contrasta con el aire victorioso del rey Mohamed VI: «Estamos viviendo un momento crucial en la historia de Marruecos». No obstante, aunque el documento insta a aprovechar esta oportunidad sin precedentes, Staffan de Mistura, enviado especial de la ONU, puntualizó que «ahora comienza el verdadero trabajo hasta lograr una solución consensuada».
Para fortalecer sus posturas, las partes han intensificado su campaña exterior. Una gira en la que el derecho internacional se supedita a una trama de suculentos intereses geoestratégicos y comerciales. Entre las riquezas del Sáhara, destaca la mayor reserva mundial de fosfatos, uno de los mejores caladeros de pesca del Atlántico, un cercano yacimiento submarino de telurio, hidrocarburos, minerales como cobalto y níquel, metales preciosos…
En el último lustro, el plan marroquí ha sumado el apoyo de EE. UU., España, Israel, Francia y Reino Unido. Y con el Frente Polisario se alinean China, Rusia, Pakistán y Argelia, a la que ha tendido la mano el rey alauí.
Mientras Marruecos refrenda su legitimidad a través de la política de hechos consumados, una nueva generación de saharauis, que aprendió a gatear entre las jaimas de Tinduf, ha heredado el afán de sus padres y abuelos. «Nací en un campo de refugiados, pero moriré en un Sáhara libre», se lee en el cartel que sostiene una joven manifestante. Luchan con empeño por salir de la espiral necropolítica, un concepto del historiador camerunés Achille Mbembe para designar la soberanía que asfixia la vida del vencido en señal de poder. Mbembe consideraría los campamentos como un no-lugar —donde la población se encuentra confinada y subsiste en condiciones precarias— o un tiempo de muerte —en el que la existencia se estanca despojada de horizonte—.
Sin embargo, esta no es una crónica de muertos vivientes, sino de una comunidad que intenta adueñarse de su futuro. «Así como llegamos, saldremos», dice Beinifa, cocinera y activista, que no aparta la mirada de la wilaya donde se crio. Cinco décadas después de que se detonara el conflicto, el anhelo del pueblo saharaui permanece inquebrantable: recuperar su lugar en el mundo. El país de unos, las provincias del sur de otros y el último territorio africano por descolonizar.
17 de febrero de 2025. Se escuchan risas, alboroto y un incesante traqueteo de camareros en esta cafetería de Agadir, al sur de Marruecos. El local se sitúa en una de las calles céntricas de la ciudad. En la planta de arriba, dos extraños se reúnen en el baño. Se miran como si esperasen una señal. El primero en entrar, con gafas redondas, abre la boca y amaga con decir algo. «¿Coliga?», se adelanta el periodista.
Bajan las escaleras y salen hasta la terraza. En dos mesas apartadas en un rincón les esperan otras dos personas. Hace varios minutos que una furgoneta gris se oculta estacionada enfrente, al doblar la esquina. Hafed Berman, el joven de gafas, se sienta. A su lado, Brahim Babia, de cara huesuda y perilla morena, mueve la cabeza de un lado a otro. Y Jafet Abdel Bashir, el más callado, inclina el cuerpo hacia la mesa para escuchar mejor las preguntas. Los tres veinteañeros nacieron en la mitad del Sáhara Occidental que Marruecos ocupó hace medio siglo y se instalaron en esta ciudad costera para estudiar. En «su país» hay un campus universitario, el de Tifariti, pero se encuentra al otro lado de un muro infranqueable. Por eso Berman, Babia y Bashir se han visto obligados a dirigirse al norte. Esta frontera sí pueden cruzarla sin arriesgar su vida, porque esta parte del Sáhara es, a efectos prácticos, una provincia más del reino magrebí.
El proyecto del «Gran Marruecos» se propagó hace más de ocho décadas como repulsa al régimen colonialista. Su ideólogo, Allal al-Fasi, fundó el Partido Istiqlal (Partido de la Independencia) en 1943. De acuerdo con su doctrina, la identidad marroquí debía expandirse hacia territorios vecinos «usurpados». El mapa del nuevo Estado reivindicaba el Sáhara Occidental, Mauritania y regiones de Argelia y Mali.
Pese a que el 16 de octubre de 1975 la Corte Internacional de Justicia había negado mediante un dictamen consultivo cualquier derecho soberano de Marruecos sobre el Sáhara Occidental, la ambición de Hasán II no retrocedió. Tres semanas después, el 6 de noviembre, 350 000 civiles marroquíes arengados por su rey invadieron el país, en la conocida como Marcha Verde.
En Madrid, Franco agonizaba. El 14 de noviembre, seis días antes de su fallecimiento, el último Gobierno de la dictadura, presidido por Carlos Arias Navarro, firmó una declaración de principios tripartita que incluía la retirada española y entregaba la administración del Sáhara a Marruecos y Mauritania. El acuerdo quebrantaba la legalidad internacional. Según recoge la Resolución 2072 de las Naciones Unidas, España, como potencia administradora de la colonia, tenía solo dos caminos: celebrar un referéndum que salvaguardara el derecho a la libre autodeterminación del pueblo saharaui o transferir su responsabilidad a la ONU.
Tras la avanzadilla civil, columnas del Ejército marroquí, unos 25 000 soldados, penetraron en el territorio. Los militares españoles habían recibido la orden de replegarse. La noche del 19 de diciembre de 1975, el capitán Jaime Perote, al mando de la última unidad que quedaba en El Aaiún, capital de la provincia, acudió a la casa del gobernador general del Sáhara, Federico Gómez de Salazar. Como relata el periodista Tomás Bárbulo en el libro La historia prohibida del Sáhara español (Ediciones Península, 2021), su conversación se produjo tras doce semanas de mandatos contradictorios: primero debían encañonar a los miembros del Polisario, después a los marroquíes y de nuevo a los guerrilleros saharauis. «Mi general —dijo Perote—, yo ya no sé quién es el enemigo. [...] Me siento desconcertado y manipulado». Y el general respondió: «¿No crees que a mí me pasa igual que a ti? ¿Crees que no pienso que España podía haber escrito una página de justicia, de integridad y de prestigio? ¿Crees que no estoy convencido de que, si hubiese sido necesario, nuestro Ejército habría derramado una de las sangres más puras de su historia?».
La retirada española tardó poco en sellarse con un bautismo de sangre. Desde entonces, la relación entre las autoridades marroquíes y el pueblo saharaui es la del martillo y el clavo. «Siempre estamos en guerra», asegura Babia. «Lo único que nos une es la represión», añade Berman. El ocupante, además de ostentar el control económico, embiste contra derechos civiles, políticos, sociales y culturales. La abogada Cristina Navarro Poblet resume esta indefensión jurídica en el libro Sáhara Occidental: Persistencia de las violaciones de los derechos de un pueblo (Gakoa, 2008). La autora advierte de que a cualquier saharaui, incluso menor de edad, se le enjuicia —y condena con penas de prisión— por sus ideas políticas sin garantías procesales; en ausencia de pruebas de cargo, se admiten pruebas ilícitas.
En 2024, se registraron un centenar de vulneraciones, según el dosier anual que elabora el Grupo de Trabajo sobre Derechos Humanos en los Territorios Ocupados junto con la Asociación Catalana de Amigos del Pueblo Saharaui y el Instituto Novact de Noviolencia. También han constatado un «agravio progresivo», con especial ensañamiento en las mujeres activistas, que sufren «violencia sexualizada y otras formas de violencia física, difamación, ataques a la integridad y al derecho al honor o privaciones económicas».
Por encima de todo, un saharaui es un resistente y la diana a la que apunta el servicio de inteligencia marroquí. Siempre con un ojo encima, hablar sobre esta cara oculta con cualquier persona —más si es reportero— les pone en riesgo.
Un hombre de unos treinta años que viste una cazadora negra entra a la cafetería y parece buscar algo. Amaga con acercarse. O eso interpretan varios en la mesa del rincón. Silencio. El desconocido se marcha. Babia es el más nervioso y observa a su alrededor cada poco. Por su seguridad, las reuniones entre ellos y, en especial, con los extranjeros se llevan a cabo en secreto y muchas veces con una contraseña para identificarse. Coliga.
En el caso de los periodistas de El Mundo María José Llerena y Leonardo Faccio, fue «la Complutense no es igual que La Laguna». Con aquella clave viajaron a El Aaiún, al norte de Dajla, en 2004 «enfundados en piel de turista» para desenterrar testimonios de muerte, tortura y desapariciones.
La Prisión Civil de Kenitra, Derb Mulay Cherif en Casablanca, la Prisión Sidi Said en Meknes… Ninguna espanta como la Prisión Civil de El Aaiún. La llaman la Cárcel Negra y representa el último piso del infierno saharaui. Aunque tiene capacidad para doscientos reclusos, en 2002 malvivieron hacinados 554, como se recoge en el libro Sáhara Occidental. ¿Hasta cuándo? (Tercera Prensa, 2005). Los años pasan y la Cárcel Negra sigue tragando personas. Imposible saber cuántas. En 2022, la Asociación de Familiares de Presos y Desaparecidos Saharauis informó de que 43 activistas políticos saharauis estaban repartidos en once cárceles.
El silencio es el mejor colaborador con el que cuenta la Policía marroquí. Los arrestos y desapariciones se producen en circunstancias borrosas que nunca terminan de esclarecerse. En este punto ciego, los seres queridos de las víctimas no solo tienen que afrontar el duelo, sino vivir sin saber dónde está o cuál es su destino. En 2021, la República Árabe Saharaui Democrática urgió a Marruecos a que revelara el paradero de más de 500 saharauis.
Uno de los casos más sonados es el de Lahbib Ahmed Aghrishi en Dajla, península sureña que las páginas web turísticas describen como una puerta al paraíso, un remanso de paz, entre las aguas del Atlántico y las arenas del Sáhara.
Hace más de tres años desde que se supo algo de él, pero su hermano Naama todavía mantiene la esperanza de encontrarlo, «vivo o muerto». Dos veces por semana, su familia se reúne delante de la tienda que regentaba —ahora precintada por la Policía— para denunciar la desaparición y exigir una respuesta de las autoridades marroquíes. Desde aquel lunes 7 de febrero de 2022, provistos de carteles con su rostro, pancartas y un megáfono, aplacan la angustia, el vacío, la duda.
Por delante de ellos desfilan decenas de turistas, más desde que a principios de 2025 Ryanair estrenó el vuelo directo Madrid-Dajla. La mayoría parece ignorar la protesta. Avanzan con los ojos puestos en la otra punta de la ciudad. El resort vacacional en el que tantos dírhams ha invertido Mohamed VI oculta la trastienda. A lo largo de la ruta, distintos símbolos acentúan la supuesta marroquinidad de la zona: banderas rojas, pasquines que exhiben un mapa al que le falta una frontera, las avenidas bautizadas con los nombres de los reyes de la dinastía alauí…
Acaban de aterrizar en la nueva meca del surf, pero Salamu Hamudi, responsable de Asuntos Políticos del Frente Polisario en España, invita a los viajeros a ver más allá del reclamo de playas idílicas y ostras exquisitas. «Les aconsejamos que no se queden en esa cortina de humo, sino que hablen con los ciudadanos de a pie, que visiten las tiendas más humildes. Así descubrirán —explica— que esto es un territorio ocupado militarmente y que ellos mismos forman parte de un gran teatro. En cierta medida, son cómplices».
Babia y Berman animan a Bashir a que participe. Se inclina más hacia la mesa. «El año pasado arrestaron a dos de nuestros compañeros», dice, y calla mientras el camarero deja los refrescos. «Fueron atacados dentro del campus», continúa ya sin testigos. Babia muestra el móvil con el rostro de los dos estudiantes. «Les sometieron a torturas que nunca deberían haber ocurrido y los condenaron a diez años de prisión», lamenta. Sus facciones se exageran y mantiene una mueca de asco. «A pesar de los ataques, seguiremos adelante hasta la última gota de sangre», asegura con timidez. Berman se suma con solemnidad: «Podrán detenernos, continuar con las ejecuciones, pero lo que todavía no ha comprendido el régimen marroquí es que los saharauis haremos todo lo necesario por la liberación de nuestra tierra».
Berman tiene los pómulos acentuados y la cabeza pequeña en comparación con las gafas, que le cubren buena parte de la cara. Chapurrea inglés y traduce las respuestas de sus compañeros, que responden en hasaní, una variante del árabe. Cuando habla sobre la resistencia de su pueblo, adopta una pose regia —la mesa ahora parece un púlpito— y recita de carrerilla sus objetivos políticos. Su paso por el sistema educativo marroquí pretende funcionar como caballo de Troya.
«Vinimos para completar nuestra educación y formarnos en el ámbito político y sindical hasta que estemos preparados para desencadenar una revolución dentro del Sáhara Occidental —subraya Berman—. No hay miedo, no hay retroceso, no hay derrota hasta la victoria del pueblo saharaui». Babia quiere intervenir: «El único miedo que tenemos es no alcanzar nuestra causa». Aclaran que su lucha es contra el Gobierno, no contra la población, porque consideran que les unen lazos históricos.
Las manifestaciones son su principal —y casi única— herramienta para enfrentarse al Estado marroquí. Las imágenes de cargas de los gendarmes contra jóvenes saharauis a lo largo de los años, que abundan en las redes, logran que Occidente dirija su atención a esta parte del mundo, aunque sea un vistazo fugaz.
Estos jóvenes han aparcado cualquier aspiración que los aleje del propósito final. «Claro que tengo sueños, pero pensar de manera egoísta va en contra de los principios del Frente Polisario. Para nuestro pueblo —remarca Berman— lo primero es la causa». A Babia le gustaría encontrar una solución al desempleo que sufren. Un título universitario es papel mojado. Bashir quiere trabajar, pero incide en que no hay lugar fuera de la causa. «Nuestro futuro está condicionado por la independencia del Sáhara Occidental», proclama. Medio siglo de vidas en pausa entre dos cauces: el del río Saguía el Hamra, al norte, y el río de Oro, al sur, los dos límites naturales de la tierra del pueblo saharaui.
Los tres estudiantes insisten en pagar la cuenta. Acuerdan que primero unos se marchen por una puerta secundaria, y el resto, tras unos minutos, por la principal. La furgoneta estacionada ha desaparecido. El primer grupo camina unos pasos y una luz les sorprende por detrás. El interior del coche, ahora a apenas cinco metros, se oculta bajo un negro impenetrable. Los vigilados titubean y salen hacia una calle más céntrica. La furgoneta se pone en marcha.
NOTA: Según informó AraInfo.org, las fuerzas de seguridad marroquíes arrestaron el 29 de septiembre a siete estudiantes activistas saharauis en la Universidad de Agadir. Horas más tarde, tres de ellos salieron en libertad, pero el resto de jóvenes, entre los que se encuentran Brahim Babia y Hafed Berman, permanecen detenidos al cierre de esta edición.
3 de abril de 2024. Mientras Omar Hilale, embajador de Marruecos ante las Naciones Unidas, negaba el 13 de junio de 2022 la existencia de una guerra en el Sáhara Occidental, los restos de Hamdi Salek descansaban desde hacía casi cinco meses en una coordenada remota de Bir Lehlu, la quinta región de los territorios liberados, en la frontera sur con Mauritania.
Cuatro días antes de que lo mataran, Salek, sexagenario, se encontraba en la casa de su hijo Salek Hamdi —se llama así en honor a su abuelo y, como marca la tradición, su apellido es el nombre de su progenitor—, para disponer el recinto donde guarnecerían las cabras. Planeaba trasladar el rebaño de la zona liberada por el Frente Polisario a los campamentos de refugiados saharauis, quizá en busca de un sitio más seguro que aquellas tierras que son pasto para los drones marroquíes.
El primero de los dos documentos de identificación que de él conserva su hijo se expidió en marzo de 1991. La fotografía muestra a un hombre cercano a la cuarentena, aunque aquí las personas aparentan ser más viejas. Bigote oscuro y frondoso. Cara enjuta, afilada. Melena negra, con entradas. Nariz prominente. Mirada estrábica. Solo tres líneas completan su ficha personal.
Nombre: Ahmedi Salec Labeidi
Fecha de nacimiento: 22 de abril de 1961
Lugar de nacimiento: Bir-Ganduz
En el segundo carnet, de su cabellera solo quedan dos motas plateadas sobre las orejas. Misma nariz de púgil. El bigote ha mudado en un candado blanco. Y sus pupilas dibujan rectas secantes.
Nombre: Hamdi Salec
Fecha de nacimiento: 1 de junio de 1961
Lugar de nacimiento: Zemur
Debido a la falta de Registro Civil formal durante décadas, estas imprecisiones son frecuentes en algunos países africanos. Cuando Salek nació, el Sáhara Occidental era una provincia española y la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) no existía. Cumplidos los treinta, había vivido una invasión y una guerra. Demasiadas turbulencias políticas y administrativas para que tuviera una biografía documentada de forma nítida. Pero hay un dato irrefutable: Salek era pastor. Siempre volcado en su rebaño. Y una fecha: 26 de enero de 2022.
Los que presenciaron los hechos aquel miércoles recuerdan un pinchazo. Las versiones varían respecto al número de personas que viajaban en caravana. Algunos dicen que eran dos niños, cinco hombres y seis mujeres; otros, que eran siete familias, sin entrar en más detalles. Trasladaban sus rebaños cerca de la frontera con Mauritania. El vehículo se detuvo a cambiar la rueda. Los pasajeros se apearon y hubo quien aprovechó para preparar té. Alguien escuchó algo. Creyó que era un avión. Preguntó al resto si también lo oían. A otro le pareció un fusil. Todos corrieron. Una ráfaga de metralla cayó sobre la camioneta. Varios trozos de metal seccionaron el hígado y el corazón de Salek. Fue la única víctima mortal del ataque.
Después de casi tres décadas de brasas encendidas, el 14 de noviembre de 2020 Brahim Gali, que preside la RASD desde 2016 y lidera el Frente Polisario, reavivó la guerra abierta contra Marruecos. Que las tropas del rey expulsaran a un grupo de manifestantes saharauis del paso fronterizo de Guerguerat, el principal puesto de control hacia Mauritania, dinamitó el alto al fuego firmado en 1991. Al referirse a la contienda, prefieren no hablar de segunda parte, porque para ellos ha sido siempre la misma guerra. Solo hay una. La reacción del Polisario no tardó en llegar: aseguró que había bombardeado cuatro bases militares del enemigo y causado bajas y pérdida de material. Marruecos respondió con silencio. Solo en apariencia.
«Lejos de las elucubraciones fantasiosas y engañosas de algunos, no hay guerra ni conflicto en el Sáhara marroquí», aseguró el diplomático marroquí Omar Hilale en la comparecencia de junio de 2022. Sin embargo, al cabo de cinco meses, Nasser Bourita, ministro de Asuntos Exteriores de Marruecos, admitió la existencia de «unas milicias armadas que golpean diariamente posiciones marroquíes». Era la primera vez que un representante magrebí reconocía el choque militar desde la ruptura del alto al fuego.
Mientras que el Frente Polisario bombea con regularidad noticias sobre supuestas ofensivas a través del Sahara Press Service, el periódico digital Le360, uno de los más importantes de Marruecos, contrarresta con una batería de titulares oficialistas sobre alianzas económicas, apoyos al plan de autonomía y campañas turísticas. Karim Serraj encabezó así su columna dominical el 21 de septiembre de 2025: «Cuando el Polisario libra una guerra ficticia contra Marruecos».
¿Cómo se lucha contra un enemigo que niega pelear, pero, a la vez, devuelve por dos cada golpe? Un asalto directo al muro es un suicidio. El Ejército Real custodia los más de 2700 kilómetros de esta frontera de arena y piedra dividida en ocho sectores. Marruecos la levantó entre 1980 y 1987 y, para completar la obra, sembró más de siete millones de explosivos que han segado heridas, mutilaciones o asesinatos. El Servicio de Acción Contra Minas de las Naciones Unidas calcula al menos 2500 personas damnificadas.
La desigualdad de fuerzas ha abocado al Ejército saharaui a la guerra de guerrillas. De un lado, el despliegue de Marruecos ronda los 100 000 soldados; del otro, aunque no existe información precisa, entre 5000 y 7000 efectivos, según el sitio especializado saharaoccidental.es.
El arsenal del Frente Polisario casi no ha variado: mantiene las armas con las que combatió entre 1975 y 1991, traídas de Cuba, Argelia y Libia. Entre ellas, como estiman los analistas holandeses Stijn Mitzer y Joosr Oliemans, alrededor de cien carros de combate, la mayoría tanques soviéticos. Sin embargo, hay un abismo entre las Fuerzas marroquíes de 1991 y 2025.
Para disputar la hegemonía a la vecina Argelia, el país con el ejército más grande del continente, Rabat emprendió una carrera militar desbocada tras la pandemia. En 2024, Marruecos anunció un nuevo incremento del presupuesto de Defensa que alcanza los 12 300 millones de euros, más del 10 por ciento del PIB. Según el Stockholm International Peace Research Institute, la lista de la compra de los últimos años incluye 600 misiles Stinger, 36 helicópteros de combate AH-64E Apache; 4 drones MQ-9; 25 aviones de combate F-16, 162 carros de combate Abrams; 150 drones WanderB y ThunderB; 1 sistema antiaéreo y 3 fragatas.
El 2 de abril de 2024, Gaici Nah, jefe de Operaciones de la Oficina Saharaui para la Coordinación de Actividades Relativas a las Minas (SMACO), está sentado en su despacho en Rabuni, la capital administrativa de los campos de refugiados de la provincia de Tinduf, en el suroeste de Argelia. Nah ha pasado media vida sumergido entre archivos e informes y otra media limpiando zonas minadas en el desierto. Es uno de los mayores conocedores del conflicto del Sáhara Occidental y uno de los pocos empeñados en registrar y cuantificar todas las víctimas por explosión de minas.
En 2020, una nueva amenaza le hizo levantar la vista del suelo. Nah ha sido testigo de un cambio de paradigma desde el alto al fuego de 1991: la mina, hasta entonces la principal guadaña para pastores, nómadas y buscadores de tesoros en los territorios liberados, dejó paso al dron. Más sofisticado. Más mortal. «Ayer se produjo un nuevo ataque», informa. Están pendientes de la localización exacta y se desconoce el número de víctimas. El lugar: Miyek, al sur. «La ONG de desminado humanitario está pendiente de la autorización de la MINURSO», dice con calma desde su asiento.
Esta serenidad se la han dado los años. Nah explica que, cada vez que reciben un aviso, la Oficina, antes de enviar un contingente de rescate, da parte a la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO). Pero la Misión necesita el permiso de las autoridades marroquíes para trasladarse. Y no tienen prisa: «A veces tardan varias horas, incluso días, en aceptar».
La lentitud burocrática remata a las víctimas del dron. En 2024 se contabilizaron 120 saharauis muertos durante esta segunda etapa de la guerra, señalaba Franciso Carrión en El Independiente. Esta cifra le confiere la categoría de un conflicto de baja intensidad. La falta de grandes ofensivas apenas ha merecido varios minutos en los telediarios. Una realidad que dificulta también el acceso a los datos. En esa pequeña brecha se cuelan Nah y su equipo.
SMACO publicó el 31 de diciembre de 2023 un informe sobre los efectos de los ataques con aviones no tripulados marroquíes contra civiles en el Sáhara Occidental. Se habla de «un uso sin precedentes de drones por parte del Ejército marroquí en toda la región», y de que se han registrado 160 víctimas civiles de diferentes nacionalidades: saharauis, argelinos y mauritanos. El 49 por ciento fueron asesinadas, el 23,6 por ciento sufrieron lesiones y el 13,4 por ciento lograron salir indemnes. Sin embargo, no se ha podido verificar las consecuencias en el 14 por ciento restante. Nah insiste durante el encuentro con el periodista en que estos asaltos se producen contra no combatientes: «Todos tuvieron lugar en áreas desérticas, abiertas, áridas, vacías de vegetación, donde resulta muy fácil distinguir entre civiles o militares».
Más del 95 por ciento de las víctimas son hombres, la mayoría menores de 40 años. En el 58,4 por ciento de los casos, viajaban por las diferentes rutas del Sáhara Occidental, un 36,3 por ciento buscaban oro y un 5,3 por ciento eran pastores —como Hamdi Salek— o estaban en sus casas y jaimas.
En El Aaiún bajo ocupación marroquí, se encuentra la sede de la MINURSO, liderada desde 2021 por el ruso Alexander Ivanko. Este organismo internacional nació en 1991 con el propósito de celebrar un referéndum en el que los saharauis decidieran el futuro de su pueblo. En 2025, la Misión cuenta con un profuso despliegue humano: 245 militares, 226 civiles, 140 expertos, 2 policías, 5 oficiales de personal, 20 tropas y 13 voluntarios. Unas cifras que contrastan con sus resultados en 34 años: cero. Ninguno de los quince jefes ha sido capaz de resolver el conflicto enquistado del Sáhara y garantizar la estabilidad.
La MINURSO elabora un informe anual en el que da cuenta de la situación. En el último, difundido en octubre de 2024, se refiere a «las tensiones y las hostilidades de baja intensidad» entre Marruecos y el Frente Polisario. Y también reconoce las dificultades para «avanzar en el proceso político, a pesar de los esfuerzos constantes» del enviado personal del secretario general de la ONU para el Sáhara Occidental, cargo que asumió el diplomático italosueco Staffan de Mistura en noviembre de 2021.
El documento refleja diferentes actividades en las regiones en disputa, y registra ataques de ambos bandos y acontecimientos políticos, como la reunión que se celebró en Dili (Timor Oriental) el 31 de agosto de 2024 con el secretario general del Frente Polisario. El acta describe cómo Brahim Gali subrayó que «el pueblo saharaui continúa esperando la oportunidad de experimentar la democracia, expresó su preocupación por los informes de expropiación de tierras y propiedades al oeste de la berma [el muro], y reiteró la importancia de la MINURSO sobre el terreno». Por parte de la ONU, Ivanko reafirmó su compromiso de «encontrar una solución política justa, duradera y mutuamente aceptable que contemple la libre determinación del pueblo saharaui».
El coche en el que viajaba Maluma Bujamma no se detuvo. Otro de los vehículos del convoy se había parado para cambiar una rueda pinchada, pero el suyo continuó. Bujamma es una mujer de más 90 años y alterna temporadas en Mehaires y Bir Lehlu, dos localidades al noroeste del Sáhara Occidental libre, cerca de la frontera con Mauritania. Hace años que enviudó y su hijo se ocupaba de ella. Solía dar paseos y visitar a sus vecinas. Aquel día, mientras acompañaba a un grupo de jóvenes en el tránsito de ganado, recibió una llamada del Ministerio de Defensa. Su hijo, Hamdi Salek, había muerto.
Dos años más tarde, Bujamma vive en una habitación de la que casi no sale en la wilaya de Auserd. La guerra no solo le arrancó a su hijo, sino que también la escupió de su hogar. Porque este conflicto que no existe ha hecho que entre 2020 y 2024 se hayan desplazado de manera forzada más de 3000 personas de los territorios al este del muro hacia Tinduf, en Argelia, en busca de refugio, según la Media Luna Roja Saharaui. Su llegada ha desbordado la capacidad de los campamentos para acoger a tantas familias, y han tenido que improvisar centenares de casas, donde apenas disponen de recursos básicos como agua o luz.
En una de ellas quema sus días Bujamma, ya muy frágil de salud. La voz se le rasga, pero su tono se fortalece cuando interviene en conversaciones. Sus hijas la cuidan. Nunca se despidió de Salek y lo que pudo recuperar de él, tan solo la documentación y algo de ropa, se lo entregó a su nieto. Hamdi, el hijo del mártir, acaba de ser padre por primera vez. La niña lleva el nombre de la abuela materna: Marian. «Ha nacido bien, estoy feliz —sonríe cortado—. Pero, no sé cómo explicarlo, ahora siento que tengo una responsabilidad». A punto de cumplir los 24, Hamdi empieza a comprender a su progenitor, el espejo en el que se mirará para educar a su pequeña. Aunque es difícil sacar a Salek de los márgenes de las fotos, su hijo lo describe como alguien generoso y educado, un hombre ejemplar, que siempre le dio buenos consejos. De haber tenido un varón, le habría llamado Salek. El próximo, tal vez.
Banani Salamtu, con una chaqueta deportiva remangada que muestra el tatuaje en su muñeca izquierda —el cuchillo de cocina de su padre—, se detiene frente a la escuela. «Esto es lo más desmotivante», dice con acento cordobés a la vez que apunta al metro y medio de arena que rodea la entrada. En octubre de 2022, Erik de Pedro y él levantaron los cimientos de Cocina por el Cambio. Esta iniciativa busca mejorar la nutrición en los campamentos de refugiados de Tinduf, en Argelia. Dos años y medio después, se afanan en los últimos detalles.
Una nueva tormenta de siroco, la tercera del mes, ha paralizado las obras durante dos días. Erik, segoviano, amigo y cofundador, barre las habitaciones, que todavía huelen a pintura fresca, mientras suena la canción Lagô, de la artista marfileña Dobet Gnahoré. «Junto a la entrada —muestra Banani— pondremos una terraza con unas mesas para que los vecinos tengan un nuevo espacio de encuentro».
Cocina por el Cambio se sitúa en la daira de Bir-Ganduz, que pertenece a la wilaya de Auserd. Banani nació y se crió aquí. A pocos metros de la escuela, quedan los restos de su antigua casa. Esta zona se siente olvidada. Debido a la menor presencia de asociaciones humanitarias, los recursos escasean. Por este motivo, la noticia de su proyecto ha subido el ánimo de la gente, que sigue con atención cualquier avance. La academia formará cada curso a quince mujeres y pondrá en marcha un servicio de restaurante, para que puedan aspirar a la autonomía económica.
Banani compartió este sueño con Erik mientras estudiaban un grado medio de Cocina en Granada. Para conseguir el dinero necesario, han hecho casi de todo. «Hemos llegado a vender chatarra», menciona Banani. En una ocasión, un grupo de estudiantes de Periodismo de la Universidad Complutense entrevistó a varios refugiados y él tradujo la conversación. Escuchar esos testimonios alimentó su convicción de que había que esforzarse para cambiar las cosas. La pandemia pospuso los avances tangibles de Cocina por el Cambio, pero arraigó de manera definitiva una idea que nace de una necesidad.
Según ACNUR, 173 600 personas sobreviven en los campamentos de refugiados saharauis. La cesta básica de alimentos que la Media Luna Roja Saharaui distribuye se redujo un 30 por ciento a partir de noviembre de 2023, como consecuencia de la inflación mundial y el desinterés progresivo de organismos internacionales, y ahondó el camino de privaciones que siguió a la pandemia. Ocho kilos de harina, dos de arroz, dos de cebada, dos de legumbre, medio kilo de azúcar y un litro de aceite por persona y mes. Esta ayuda es clave puesto que casi el 90 por ciento de la población padece inseguridad alimentaria. A finales de febrero de 2024, Yahya Buhobeini, presidente de la entidad, confirmó los efectos de esta crisis humanitaria: tres de cada cuatro mujeres embarazadas y lactantes sufren anemia crónica y un tercio de los niños presentan malnutrición.
En este contexto, Banani y Erik entienden como un imperativo aprender a conservar los alimentos y a sacar partido a sus nutrientes, que pueden malperderse según la cocción. Su programa contribuirá además a reducir enfermedades e incentivará la economía circular. El proyecto aspira a autogestionarse. Entre las alumnas de la primera promoción Banani y Erik seleccionarán a varias formadoras. Durante cuatro o cinco años, ellos supervisarán la labor del nuevo equipo y, una vez cumplida esa transición, la escuela quedará solo en sus manos.
Cocina por el Cambio revoluciona también un pensamiento extendido en las wilayas: muchos de los que sueñan con su regreso al Sáhara Occidental se resisten a procurar vivir mejor. Bajo su lógica, construir una casa más habitable implicaría reconocer que se preparan para asentarse en una tierra que nunca considerarán su hogar. Banani quiere volver, pero, hasta que eso suceda, se guía por criterios prácticos y prefiere que su pueblo pase el exilio con dignidad.
A media mañana, aparece Beinifa Mohamed, a la que todo el mundo llama Boni, y se sienta junto a Erik para ayudarle a lavar la vajilla. Aparte del impacto del proyecto en el desarrollo de las mujeres, a esta cocinera de 32 años le atrajo la idea de poner en valor la gastronomía saharaui. La urgencia de asegurar la comida relega cuestiones como el valor nutricional o el tratamiento más adecuado para cada producto.
Banani se encamina al baño para comprobar su estado tras la tormenta. La arena revela las patas de un animal pequeño. «Seguro que es un jerbo», adivina. Su imaginación siempre ha sido contagiosa. De niño, no perdía detalle de las historias que le contaba su abuela sobre el río Saguía el-Hamra, el gran afluente que recorre el noreste del Sáhara Occidental. En busca de aquel cauce, encabezaba una patrulla de infantes con los que recorría los campamentos. Cuando llegaban a su destino, en realidad, no había más que un chorro esquelético consumido por el sol y arrugado como un dátil. Pero las ilusiones de Banani desafiaban la lógica de la hamada argelina.
Al mediodía, Banani les sirve a Erik y Boni dos platos de cuscús con carne de camello. Él no tiene prisa por comer y aprovecha para llamar a su familia. «Co…ber…tu…ra», bromea subido a un barril con los brazos estirados hacia el cielo para que la conexión funcione.
Conoció a Sonia en 2018 en Ibiza, donde él trabajaba, y en poco tiempo se enamoraron. «Nos casamos a lo saharaui. Pagamos un cordero en una mezquita de Cádiz», ríe. Habla con ella y con su hijo, Ayün, siempre que puede. Por la mañana les manda un mensaje y hacia las dos intenta una llamada breve, si el pequeño, de año y medio, no se ha quedado dormido al salir de la guardería. Ayün apunta maneras de chico perspicaz y soñador. «Su madre teme que haya salido a mí», se carcajea Banani.
Durante su estancia en los campamentos —de varias semanas o incluso meses—, Banani y Erik se hospedan en casa de una tía del primero, al lado de la escuela. Los jóvenes apuran las últimas horas del día compartiendo reflexiones. Después de cenar, dan un paseo por el barrio. «Aquí es donde planeamos cómo cambiar el mundo», confiesa Banani, que no aparta la vista de las estrellas. Cuando era niño, la Vía Láctea se observaba en plenitud —en medio del desierto, la contaminación lumínica también empaña el cielo nocturno— y se convertía en una fuente de fábulas: «Nos contaban que las constelaciones eran las marcas del camino de un hombre que había robado harina». Banani quiere darle a Ayün todo lo que alcanza su vista.
Por la mañana, poco antes de las nueve, Banani pone la tetera en el fuego y sale a fumar. Se olvida del tiempo más allá del propio cigarro consumiéndose. De repente, oye un chirrido y corre para evitar que se derrame. Luego visita su antigua casa. Suele cobijarse en la que fue su habitación. La luz entra por tres saeteras a la altura de la tibia. Paredes corroídas, entrañas de arena semidesnudas. Un tablón central, y un par más delgados en los extremos, soportan el techo. «Todavía resiste», comenta. Este espacio le ayuda a aclarar ideas y a no alejarse de aquello que lleva soñando desde hace más de una década.
En 2006, sus padres residían justo al lado. Pero las fuertes lluvias dejaron su hogar inhabitable y, con el tiempo, se transformó en la montañita de arena y ladrillos sueltos que es hoy. En 2010, Banani recuperó algunos de estos materiales para la actual casa, ya también desvencijada.
Con la mirada pegada al techo de su habitación, pasaba horas bosquejando el mañana. Sobre los tabiques, Banani tatuó con una piedra negra los bocetos de la escuela de cocina. Aquí se reunía con sus amigos bajo la luz de una única bombilla, que alimentaba la batería del coche de uno de los colegas. Debían racionarla para no quedarse sin vehículo al día siguiente. Hablaban de mil cosas. También de la injusticia que sufría su pueblo. «Joder, humanamente nos merecemos más», se decían entonces. Entre paredes ajadas, aquel recuerdo se mantiene fresco.
La pasión por la cocina le viene de su padre, a quien recuerda tratando de innovar a pesar de la escasez de alimentos. Los sabores que aprendió de él son la semilla del recetario saharaui que Banani ha creado, a la espera de mostrárselo al mundo.
Ahora que tiene su propia familia, le cuesta pasar largas temporadas lejos de su mujer y su hijo, que viven en Andalucía. «Echo de menos abrazar a Sonia, y jugar con Ayün. Me tengo que conformar con una puñetera videollamada, si la línea lo permite. Miro una pantalla pixelada y escucho “eh, eh, eh” [Imita el sonido entrecortado], pero no cuelgo porque no sé si ellos me ven», rabia.
A sus 29 años, sabe de distancias. Durante la infancia tuvo que separarse de sus seres queridos. Su familia, como tantas saharauis, confió su hijo a otra madre y otro padre con la esperanza de que viviera mejor. Desde los años noventa, los refugiados tienen la oportunidad de aliviarles los veranos a sus niños que, gracias al programa Vacaciones en Paz, son acogidos por familias residentes en España.
«Somos un pueblo que se ha criado en jaimas y hemos visto cómo los adultos hacían lo imposible por salvarnos —cuenta Banani—. Se nos ha inculcado eso, y a veces nos toca hacer sacrificios para poder ayudar a los demás». No obstante, haber asumido esa realidad no aligera el dolor. «Dedicar más horas al futuro de los hijos de otros es una carga que hace que te cuestiones muchos aspectos. Mi hijo también se merece mi tiempo. Pero, al comenzar todo esto —sonríe mientras mira la habitación—, creo que había algo antes incluso de ser padre».
Banani siente que el esfuerzo vale la pena: este sueño que ahora no le deja dormir alimentará otros. «Por aquí hay muchas ilusiones que se han desvanecido y no tendría por qué ser así —reconoce—. La vida nos ha puesto en este lugar y eso no implica que nuestras aspiraciones sean inalcanzables. Nosotros vamos a demostrar que se puede».
El 12 de noviembre de 2024, la escuela abre sus puertas. La fachada está adornada con un mural y en el centro del patio han plantado dos arbolitos. Las horas de construcción se sustituyen por otras tantas de clases para las quince alumnas. «Hemos empezado con lo básico: higiene alimentaria, mantenimiento de cocinas sin baterías, cómo evitar la contaminación cruzada, dietas para celíacos, diabéticos o personas con colesterol alto», explica Boni. También están confeccionando un menú de catering. De esta forma, podrán ofrecer un servicio que hasta el momento solo existe fuera de los campamentos y generar sus propios ingresos.
Cocina por el Cambio es una realidad, pero Banani no ha tenido tiempo de degustar la meta conquistada. No piensa en celebraciones, sino en cómo asegurarse de que todo vaya bien. De vez en cuando, por las mañanas, continúa visitando su antigua casa. De nuevo, la familia lejos. «Tengo muchísimas ganas de estar con Ayün, pero quiero que este proyecto sea un ejemplo para él. Quiero darle el mensaje de que si tienes sueños, debes luchar por ellos».
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