Según el escultor Jorge Oteiza, Malévich y él eran la raíz y las ramas de un solo árbol. Sin importar el orden real, el fruto es el mismo: la salvación por el vacío.
Cuando vi por primera vez Unidad triple y liviana (1950) pensé en el corazón de una manzana. Me acordé enseguida de mi mujer: tanto le gustan que, a veces, no deja de ellas ni las pepitas. En cambio, Sobre lo redondo (1957) me evocó la cáscara de una mandarina: desde pequeño me gusta quitarla de tirón, sin que se rompa. Está claro que la obra de Jorge Oteiza (1908-2003) tiene una lectura mucho más compleja: trata del modo de acercarse a una forma y explicarla desde su no-ser; lo que el artista llamaba «figura desocupada», «unidad abierta» o «caja vacía». La preocupación que le atenaza es esta: ¿qué hay aquí de lo que no se ve, de lo que falta? La nada, la oscuridad o el espíritu, responde, algo que «ni ojo vio ni oído oyó», por parafrasear a san Pablo. Y su cáscara o carcasa es el hombre, privado de algo en su interior. No fue Oteiza, sin embargo, el pionero de tal aproximación al no-ser humano, sino Kazimir Malévich, el autor de Cuadrado negro (1915). Los dos supieron mirar al vacío.
Oteiza empleó zinc para crear la obra experimental Unidad triple y liviana. Foto: Archivo del Museo Oteiza
La Revolución rusa replanteó la manera de ver la historia y el hombre. El materialismo marxista aniquiló lo trascendente en ambos, de modo que convirtió la historia en propaganda y al hombre en producto. El vanguardista Malévich defendió al nuevo hombre como un ser espiritual. En vez de revisar —por decirlo a lo moderno— la maquinaria histórica y corporal, él se dedicó a revitalizarla. Resulta significativo que el suprematismo, el primer arte no objetivo, eclosionara durante su labor de escenógrafo para la ópera futurista Victoria sobre el sol (1913), que se representó por primera vez en el Teatro Luna Park de San Petersburgo. Como en una noche oscura del alma al estilo de san Juan de la Cruz, el artista ruso se adentró en la tiniebla de la nada desde la que formuló su Cuadrado negro. Y al otro lado encontró el absoluto creativo, la pura luz que aúna todos los colores, su Cuadrado blanco (1918). Así nació el icono de la nueva civilización —decía—, de la nueva sensibilidad y la nueva religión. Liberado del objeto, el suprematismo se abrió paso a lo más inmaterial, al espíritu.
Malévich unificó el arte y la búsqueda personal de salvación. «Yo me he convertido en el cero de las formas», escribió en el manifiesto Del cubismo y futurismo al suprematismo. Un logro que halló su expresión escultórica en Jorge Oteiza. El artista vasco pretendía «volver a sacralizar» al hombre, para lo cual quiso, primero, desocuparlo, hacerlo liviano. No sorprende que ante el Cuadrado negro Oteiza sintiera auténtico alivio, pues descubrió su camino. Entonces sacó a Malévich de las dos dimensiones del lienzo y lo empujó a funcionar en un espacio hecho estatua o «transestatua», como llamaba al intento de representar el espíritu. Este es el comienzo de la investigación estética conocida como «el propósito experimental»: una búsqueda de las formas para una nueva sensibilidad, que podríamos llamar antiposmoderna, para divinizar al ser humano, destruido por la cultura contemporánea, tal y como pensaba el escultor.
La salvación en ambos artistas es la libertad. El Cuadrado negro de Malévich tenía el peso exacto —ninguno— para ponerse en movimiento sin límites y alcanzar la velocidad de la luz. Esa obra le reveló a Oteiza un cuerpo ingrávido, libre para «pesar hacia arriba» y ascender al cielo. Él llenó con lo sagrado el espacio que había vaciado Malévich. Ese cuerpo despojado del objeto pero pleno de Dios que se expande ligero a la velocidad de la luz… eso es la no-muerte. La eternidad.
Malévich curó el cuerpo y Oteiza curó la muerte, según escribió este último en el artículo que acompañaba a la obra homónima que envió a la Bienal de Sao Paulo de 1957. Para entender esta mezcla entre metafísica y arte, los artistas aportaron numerosos escritos poco más inteligibles que las profecías de Sibila de Cumas. Malévich definió su escuela como «la supremacía de la sensibilidad pura». En ruso la palabra sensibilidad remite a una apertura o disposición espiritual. El «cuerpo curado» de Malévich no es deshumanizado ni instrumentalizado sino profundamente realista: si contemplas un rato el Cuadrado negro verás el infinito que te falta por dentro. Pero su obra era icónica, y el propósito de Oteiza, en cambio, era explorar este infinito de modo sensible y personal, para que podamos reconocerlo hasta en el esqueleto de una manzana y en la piel de una mandarina.