Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Ni los zares ni la URSS, solo Putin

Texto: Álvaro Ferrary, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Navarra. Ilustración: Javier Muñoz  

Historiadores y comentaristas políticos están en los últimos meses tratando de explicar las raíces de la guerra de Ucrania. Muchos coinciden en que les bastan dos palabras: Vladímir Putin. El reto consiste quizá en adentrarse en la historia reciente de Rusia para entender qué ideas y esquemas mueven a la persona que tiene a un clic la destrucción del mundo tal y como lo conocemos.


En enero de 2017 en El País se publicaban unas declaraciones del renombrado historiador estadounidense de origen polaco Richard Pipes. En ellas, este antiguo profesor de Harvard afirmaba que la Revolución bolchevique no cabía entenderse como una desviación de la historia rusa, sino que la utopía totalitaria traída por los bolcheviques, y encarnada en el superestado soviético, había de verse como algo congruente con la psicología colectiva de los rusos, siempre fascinados por el poder y por el mando. Pipes consideraba aquella predilección por la fuerza —supuestamente tan rusa— como un resultado de los sentimientos de inseguridad y miedo provocados por una larga experiencia histórica marcada por la violencia y las convulsiones. Lo dicho explicaba, según el académico norteamericano, que «todos los héroes de la historia rusa […] fueran personalidades fuertes: Iván el Terrible, Pedro el Grande, Alejandro III, Stalin, y ahora Putin». Solo le faltó nombrar a Lenin.

Esquemas interpretativos de Rusia como este experimentaron un formidable espaldarazo de respetabilidad política y académica a partir del 22 de febrero de 1946, en plena resaca de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, fue hacia las nueve de la noche de aquel día cuando el encargado de Negocios de la embajada de los Estados Unidos en Moscú enviaba a James F. Byrnes, secretario de Estado, un prolijo análisis cultural e histórico de unas ocho mil palabras sobre la psicología de los líderes soviéticos. Su autor era el diplomático y politólogo George F. Kennan. El texto —enseguida conocido como el «telegrama largo»— se convirtió en un documento decisivo para determinar en Washington la política frente a Moscú durante más de tres décadas. En términos muy semejantes a los esgrimidos con posterioridad por Pipes, Kennan atribuía a los dirigentes soviéticos —que asimilaba con los rusos— «una visión neurótica de la política mundial» a causa de un pasado lleno de tragedias y de calamidades. Algo que les empujaba —concluía— a fijar en la realidad tangible de un Estado fuerte y poderoso la única garantía posible de seguridad y supervivencia de la nación.

 

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El superestado soviético ha de verse como algo congruente con la psicología colectiva de los rusos, siempre fascinados por el poder y por el mando.

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No pocos historiadores y analistas han concedido a Kennan el gran mérito de desenmascarar los siniestros planes de Stalin en unos momentos de excesivas complacencias hacia el tirano soviético. Sin embargo, también hay otras voces que piensan que con explicaciones como las del telegrama largo lo que se conseguía era justamente lo contrario: blanquear al siniestro dúo compuesto por Vladímir Uliánov (alias Lenin) y por el citado Iosif Dugashvilii (Stalin). Esa fue la posición adoptada siempre por un personaje de la talla de Alexander Solzhenitsyn, escritor, disidente político y Premio Nobel de Literatura en 1970, entre otras muchas cosas. Para el autor del mundialmente celebrado Archipiélago Gulag (1974), atribuir a los «gánsteres» Lenin y Stalin —a su juicio, unos violadores sin cuento del espíritu nacional— la categoría de expresiones legítimas de las pulsiones del alma rusa, como acusaba de hacer a Kennan, a Pipes y a otros, era algo tan desacertado como inmoral. Ahondando en estos mismos argumentos, en una entrevista publicada en 2006 en ABC, el escritor nacido en Kislovodsk, en el Cáucaso septentrional, afirmaba con gran vehemencia que el mítico hito de octubre de 1917 (fecha del triunfo bolchevique) había marcado un profundo corte en la historia de Rusia. Eso mismo era —se quejaba con amargura Solzhenitsyn— lo que tantas veces en Occidente no se había sabido ver. 

 

LENIN Y EL BAILE DE NATACHA 

¿Era en realidad tan abismal esa cesura entre Rusia y la Revolución? En su aclamado El baile de Natacha (2002), el historiador británico nacionalizado alemán Orlando Figes rememora la célebre escena de Guerra y paz en la que Tolstói relata cómo la joven condesa Natacha Rostov, pese a su formación cosmopolita y a su educación francesa, al percibir los primeros sonidos de una balada tradicional rusa, sin pensárselo se lanza a bailar, «con tan completa precisión» que hace que se llenen de lágrimas los ojos de quienes la contemplan. Salvadas las distancias, se podría afirmar que algo no muy distinto sucedía con Lenin y el leninismo, en el sentido de que la conversión del joven Uliánov al marxismo internacional no le llevó a despegarse de las tradiciones revolucionarias más específicamente rusas. De hecho, fue de la síntesis entre dos corrientes —una más global y cosmopolita, más local y sanguínea la otra— de donde iba a surgir el marxismo-leninismo, como ya apuntó hace cinco décadas el especialista francés en la Unión Soviética Alain Besançon. También recordaba el sovietólogo galo que el Estado que construyeron Lenin y los bolcheviques no era como los demás, sino un instrumento dirigido a incendiar el mundo con el fuego regenerador de la Revolución.

Como le gustaba repetir al historiador norteamericano de origen checo Vojtech Mastny, en la Unión Soviética no existía «una doble contabilidad»: la oficial y externa, decorada con el attrezzo de la ideología, y la real y efectiva, libre de cosméticas ideológicas. Los dirigentes bolcheviques miraron siempre la realidad con los ojos del revolucionario. Esto mismo se percibía en la violencia política que profesaban. Esta noción debía mucho, sin duda, a Marx y al marxismo. Pero también recibía un influjo notable del mesianismo revolucionario ruso de Mijaíl Bakunin, Nicolai Chernyshevski y de otros nihilistas. Todos esos representantes de las tradiciones revolucionarias nativas, mucho más que Marx, entendían la violencia como algo sin duda inevitable, pero sobre todo deseable en un grado y con una intensidad difícilmente perceptible en el filósofo de Tréveris. 

Lenin, que había sido un gran melómano, que había amado con todo su corazón las composiciones musicales de Beethoven —muy en particular su Sonata de claro de luna—, en un momento tomó la determinación de no volverlas a escuchar jamás, porque —según dijo— sacaban de él su yo más sensible, apartándole de aquel estado de vigilia que todo revolucionario necesitaba para estar siempre presto a volar en nombre de la Revolución la cabeza de quien fuera, incluidos los seres más indefensos y los más allegados.

 

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Los dirigentes bolcheviques miraron siempre la realidad con los ojos del revolucionario. Esto mismo se percibía en la violencia política que profesaban. 

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Bien sabemos que su sucesor, Stalin, no iba a quedarse a la zaga. Al igual que Lenin, vio en la violencia el fuego purificador de la Revolución. Por ello recurrió a ella sin titubeos, de manera preventiva y desde el inicio. Como afirma el historiador ruso Dmitri Volkogonov, los dos fueron brutales y crueles debido a sus muy exigentes convicciones ideológicas. No obstante, las cosas comenzaron a cambiar tras la muerte de Stalin, en marzo de 1953. Aunque el Estado soviético continuó siendo totalitario y represivo, a partir de Nikita Jruschov (1953-1964) hasta llegar a Mijaíl Gorbachov (1985-1991), pasando por Leónidas Brézhnev (1966-1982) y otros dirigentes, la violencia política ya no se administraría con tanta intensidad ni adoptaría formas tan descarnadas. 

La razón de aquel relativo repliegue de la violencia seguramente habría que buscarla en una progresiva pérdida de tensión ideológica entre los líderes soviéticos. Aunque la fe en el socialismo —y su fe revolucionaria— siguiera condicionando sus acciones (Gorbachov fue un muy elocuente último ejemplo de ello), estos mismos gerifaltes se mostraban cada vez más pragmáticos y acomodaticios. Y así, a finales de 1991, la Unión Soviética se convirtió en historia. Diez años más tarde, en Rusia, la lógica de la lucha y de la confrontación comenzaba de nuevo a dejarse notar en la dirección del Estado. Sin embargo, ya sin gota alguna de aquel mesianismo revolucionario tan típicamente soviético. Su lugar lo ocupaban ahora la manipulación histórica y el cinismo. También el despecho y la venganza.

 

LA FINCA DE CAZA DE VISKULI 

El domingo 8 de diciembre de 1991, el presidente de Bielorrusia, Stanislav Shushkévich, invitaba a Boris Yeltsin, presidente de la Federación Rusa, a reunirse con él en la esplendorosa finca de caza de Viskuli, en el parque natural de Belovezh, uno de los últimos bosques vírgenes de Europa. Con su iniciativa, el mandatario bielorruso buscaba asegurarse el abastecimiento de gas ruso ante la inminente llegada del invierno. Yeltsin, además de aceptar gustosamente, pidió a su anfitrión que también convocara a Leonid Kravchuk, recién elegido presidente de Ucrania. Shushkévich, sin apenas pensárselo, accedió. Con la presencia de Kravchuk, Yeltsin buscaba un aliado para acabar de convencer al presidente bielorruso de que había llegado ya el momento de echar el cerrojo y dar por finiquitada la larga experiencia soviética. Todo discurrió según lo previsto. Ni al líder ruso ni al ucraniano les costó demasiado convencer al bielorruso de que la completa independencia de los respectivos territorios era la condición necesaria para hacer avanzar las reformas y lograr la recuperación económica. En consecuencia, ese mismo día por la tarde los tres presidentes consensuaban y firmaban un documento en el que se proclamaba que «la URSS como sujeto de derecho internacional y como realidad geopolítica había dejado de existir». Seguidamente, a Shushkévich, el más joven de los tres, se le encomendó la tarea de informar por vía telefónica a Moscú del contenido del acuerdo. A través de una línea de máxima seguridad, la llamada se produjo a las ocho en punto de la noche. El receptor, un atónito Gorbachov (había sido elegido presidente de la URSS apenas hacía veinte meses), se acababa de quedar sin trabajo.

A su regreso a casa desde la comentada cumbre de Viskuli, Yeltsin confesaría haberse sentido embriagado por el sueño de una Rusia democrática, a un tiempo postimperial y postsoviética, y formando parte de Occidente. Pero en torno al año 2000 hacía mucho que todas esas fantasías democráticas se habían evaporado. Para entonces, él ya no presidía la Federación Rusa. Desde marzo, su antiguo primer ministro, Vladímir Putin, estaba al frente de aquella maquinaria poco eficaz en la que se había ido convirtiendo el Estado ruso. La corrupción lo dominaba todo o casi todo. El control efectivo del país había caído en manos de una oscura élite oligárquica situada por encima de la ley y que se mostraba incapaz de mirar al sistema más que como una fuente de enriquecimiento personal.

 

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Yeltsin se sintió embriagado por el sueño de una Rusia democrática, postimperial y postsoviética, pero en torno al año 2000 esas fantasías se habían evaporado.

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Sin embargo, en las encuestas de las presidenciales de marzo, una mayoría ponía sus más grandes esperanzas en la recuperación del prestigio del Estado y no en la lucha contra la corrupción. Lo que los rusos querían era un Estado fuerte y respetado tanto dentro del país como en el exterior. «Un Estado fuerte no es una anomalía contra la que haya que combatir —había declarado Putin durante la campaña electoral—. La sociedad desea la restauración de la función de guía y organizadora del Estado». Conseguida la victoria, se decidió recuperar el himno soviético: todo un presagio de lo que estaba por venir. En realidad, el nuevo mandatario no podía ser más claro. El principal reto para Rusia —dijo bien pronto— no consistía en restaurar los ideales ideológicos soviéticos, menos aún en hacer que en el país prevaleciera el imperio de la ley, sino en volver a dar vida a aquella «realidad geoestratégica» a la que se había renunciado en 1991, en el curso de la reunión de Viskuli.

 

UCRANIA EN EL OJO DEL HURACÁN 

En 2012 Vladímir Putin regresó a la presidencia de la Federación Rusa tras cuatro años de relativa ausencia: entre 2008 y 2012 había ocupado el cargo de primer ministro por el impedimento constitucional de permanecer al frente del Estado durante más de dos mandatos seguidos. En julio de 2013 se desplazó a Kiev en compañía, entre otros, del patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, Kirill, cuya jurisdicción todavía —hasta 2019— se extendía también a Ucrania. El programa del viaje incluía de manera destacada la visita a la catedral de Quersoneso, al suroeste de la península de Crimea, en las orillas del mar Negro. Allí, en el año 988 se convirtió al cristianismo del príncipe Vladímir de los Rus de Kiev (la primera entidad política eslava considerada cuna de la nación rusa); un acontecimiento del que entonces se cumplía el 1025 aniversario. En la ceremonia conmemorativa celebrada con ocasión de la visita, aludiendo a Rusia, a Ucrania y a Bielorrusia, Putin manifestó de manera solemne su compromiso de proteger a «nuestra patria común» de los enemigos exteriores. La apelación con unos tintes tan dramáticos y solemnes a una solidaridad entre los tres pueblos eslavos orientales frente a una supuesta o real amenaza externa no era un tema nuevo. Precisamente a ello se había referido con frecuencia Alexander Solzhenitsyn hasta su muerte en 2008. En Reconstruyendo Rusia, un ensayo que el Premio Nobel publicó en 1990 ante la crisis terminal de la Unión Soviética, postulaba la creación en su lugar de una nueva o renovada «Unión Rusa», de la que habían de formar parte los territorios de Bielorrusia, Ucrania y de Rusia, además de las zonas étnicamente rusas de Kazajistán.

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Durante la visita de Putin a Kiev en 2013 manifestó de manera solemne su compromiso de proteger a «nuestra patria común» de los enemigos exteriores.

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Para Solzhenitsyn, los rusos, los «rusos blancos» (bielorrusos) y los «pequeños rusos» (ucranianos) eran las tres ramas de un único pueblo, forjado en la lucha contra la polonización y el catolicismo, e históricamente escindido a causa de «la invasión mongola y la colonización polaca». El retorno de aquellos «pueblos hermanos» a una entidad política común se presentaba en el ensayo como toda una «reunificación». Exactamente lo contrario de lo que había sucedido en diciembre de 1991 —con asiduidad repetiría Putin dos décadas más tarde— cuando, según él, se produjo «el colapso de la Rusia histórica bajo el nombre de la Unión Soviética». Solzhenitsyn acabó encaramándose como el principal gurú del presidente ruso. Este solía presentarlo como la viva estampa de «un verdadero patriota» en lucha contra toda expresión de rusofobia. En consecuencia, en junio de 2007 fue galardonado con el Premio Estatal de la Federación Rusa. 

En julio de 2021, al resguardo de las ideas de Solzhenitsyn, Putin publicó en la página web del Kremlin un ensayo titulado Sobre la unidad histórica de los rusos y los ucranianos. Se trataba de un texto de unas cinco mil palabras traducido al inglés y al ucraniano. En él, entre otras cosas, aseguraba que los ucranianos y los rusos eran «un único pueblo» y que Ucrania solo podía ser soberana en estrecha asociación con Rusia. Con afirmaciones como esas, el presidente de Rusia volvía a demostrar su inclinación a explotar el pasado en función de sus propias metas políticas.

 

NO ES LA URSS, AUNQUE SE LE PAREZCA 

Vladímir Putin lleva más de veinte años dirigiendo su propaganda a convencer a los rusos de que la desaparición de la URSS había sido «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Igual de falaces eran (y son) las acusaciones de «nazi-fascista» que lanzaba contra el Gobierno ucraniano. Con estos ataques, no buscaba hacer avanzar proyecto restauracionista alguno —ya fuera el del pasado soviético o el de los zares—, sino reforzar su propio poder (dictatorial) y su propio sistema (autoritario). Eso explica que para Putin la peor pesadilla consista en un hipotético establecimiento en las puertas de su Rusia de una Ucrania democrática, que forme parte de la Unión Europea y plenamente integrada en Occidente. Eliminar todo riesgo de contagio democrático ha sido su prioridad. Para evitarlo, parece estar dispuesto a casi todo. 

Como escribió en febrero de este año en The Economist Alexander Gabuev, investigador del Centro Carnegie de Moscú, lo que ha llevado a la acción a Putin y a su círculo más íntimo de cuatro personas —sexagenarios y con un pasado ligado a los servicios de seguridad y contrainteligencia de la era soviética— es un común rechazo y desprecio a un Occidente que perciben débil y en declive, pero que también catalogan de disolvente y de amenazante, incompatible con los valores nacionales de una Rusia fuerte, robusta y heroica. Es a partir de estas proyecciones maximalistas de la realidad —señala Gabuev— como Putin y su entorno habrían concluido que es en Ucrania donde Rusia se está jugando su supervivencia nacional.

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Para Putin la peor pesadilla consiste en el establecimiento de una Ucrania democrática plenamente integrada en Occidente. Para evitarlo, parece estar dispuesto a casi todo. 

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La antigua élite soviética se había visto cegada por la utopía modernista y revolucionaria del marxismo-leninismo. La dirigencia rusa actual se ve asimismo cegada por una poderosa ensoñación. En este caso compuesta por una amalgama de nostalgia soviética, chovinismo reaccionario y sentimientos de desquite contra América y los occidentales por lo ocurrido a partir de diciembre de 1991.

Lo que ha regresado a Rusia no es la realidad de la URSS, aunque en algunas cosas se le parezca, como en el sometimiento de los intereses de Rusia y de sus habitantes a las implacables pasiones de una minoría en el poder. Lo que se ha instalado en Moscú y se irradia a territorios vecinos es un régimen muy personalista, a la hechura del mismo Putin, de sus miedos y de sus prejuicios, producto de esa mezcla tan característicamente suya entre nostalgia por un pasado soviético —en el que Rusia era temida y respetada— y una comprensión pesimista y descarnada de las relaciones humanas, según la cual solo funciona la lógica de la fuerza. En esta visión neurótica de la realidad no tiene cabida la democracia. Esta no se ve como un modelo universal de libertades y de convivencia, sino como un arma de combate esgrimida por unos poderes dominantes —Estados Unidos y Europa— para imponerse sobre los demás, Rusia en primer lugar.