La guerra en Ucrania ha desnudado las contradicciones de un continente que repite errores del pasado. Las promesas incumplidas de seguridad, la expansión de la OTAN y una Europa dependiente de EE. UU. han alimentado un conflicto que recuerda a los peores momentos de la Guerra Fría. Mientras Zelenski pide más ayuda para la defensa, Bruselas improvisa un rearme para contener a Rusia y asegurar su autonomía estratégica. Trump, por su parte, prioriza el Indo-Pacífico, dejando al viejo continente en un limbo geopolítico.

Desde la abrupta reunión en la Casa Blanca entre Trump y Zelenski, las redes se han llenado de analogías históricas que, con más o menos fundamento, nos recuerdan el regreso brutal de la historia a la vida de los europeos. Hay quien compara a Zelenski con Churchill y a Putin con Hitler (!), pero en cuanto vuelve la mirada al aliado estadounidense el símil se vacía de sentido. Trump no es Roosevelt, ni Truman, ni mucho menos Ronald Reagan —aunque retóricamente pueda parecerse a este último—.

Empecemos con una comparación arriesgada: estamos en el otoño de 1939, no en la primavera de 1940. Podemos considerar que nuestra situación, todavía, es la «guerra de broma» que declararon los aliados a Alemania después de que esta se repartiera Polonia con la Unión Soviética. Una escaramuza que para los franceses y británicos casi no tuvo consecuencias, pero que para los polacos suponía el inicio de una larguísima y terrible invasión. Hoy en día asistimos a una situación similar: por razones morales, los europeos condenamos la injusta agresión rusa y apoyamos a la víctima, pero nuestro compromiso no pasa de ahí. Destinamos millones para mejorar la infraestructura ucraniana, pero no tenemos un plan de contingencia: ¿se han planteado las naciones europeas la posibilidad de una victoria rusa? Cuando los jóvenes ucranianos hayan derramado hasta la última gota de sangre, ¿quién será el siguiente? Llevamos tres años de guerra y apenas hemos elevado el PIB al 2 por ciento que exige la OTAN para la defensa común.

Sigamos con la analogía polaca: ¿cómo resarcieron los aliados la invasión de Polonia en 1945? La lección de la Conferencia de Yalta es abrumadora: ante las grandes potencias, los intereses de las potencias medianas cuentan muy poco. En Yalta los anglosajones vendieron a los polacos al oso ruso sin miramientos, y los condenaron a décadas de opresión soviética después de haberles prometido una defensa que nunca hicieron efectiva. Solo Polonia, que conoce bien su historia, ha sabido reforzar su defensa con el objetivo de formar el ejército más grande del continente. 

EL «AMIGO AMERICANO»

Estados Unidos ha demostrado, una y otra vez, que sus pactos no son juramentos sino transacciones. Henry Kissinger, maestro del realismo americano, firmó en 1973 los Acuerdos de París, un documento que sellaba formalmente la paz en Vietnam. Su recompensa fue el Premio Nobel, compartido con su homólogo norvietnamita, quien rechazó el galardón al considerar que la guerra no había terminado. Y no se equivocaba. Dos años después, mientras los tanques del Vietcong entraban en Saigón, la fama de Kissinger se mantenía incólume. Washington había conseguido una salida elegante, una paz de papel gracias al abandono de su estado satélite. El sur de Vietnam quedó solo y fue devorado. Hay una lección ahí para quienes todavía creen que los compromisos estadounidenses son eternos.

DESTINAMOS MILLONES PARA MEJORAR LA INFRAESTRUCTURA UCRANIANA, PERO NO TENEMOS UN PLAN DE CONTINGENCIA: ¿SE HAN PLANTEADO LAS NACIONES EUROPEAS LA POSIBILIDAD DE UNA VICTORIA RUSA? CUANDO LOS JÓVENES UCRANIANOS HAYAN DERRAMADO HASTA LA ÚLTIMA GOTA DE SANGRE, ¿QUIÉN SERÁ EL SIGUIENTE?

Europa haría bien en mirar con escepticismo a su gran aliado del otro lado del Atlántico. La historia reciente muestra que Estados Unidos no actúa como un guardián imparcial de la estabilidad global, sino como un actor que evalúa cada acuerdo según sus propios intereses. No debería sorprendernos que nunca haya ratificado su adhesión a la Corte Internacional de Justicia (CIJ): en 1986, cuando esta los condenó por la guerra encubierta en Nicaragua, Washington ignoró la sentencia y bloqueó cualquier sanción internacional. En La Haya no pueden procesar a Putin, pero tampoco podrían hacer lo propio con Bush, Obama, Biden o Trump. De hecho, la legislación estadounidense contempla el uso de la fuerza para liberar a cualquier ciudadano suyo que sea detenido por la CIJ (sí, técnicamente los marines pueden desembarcar en Holanda o lanzarse en paracaídas sobre la sede de la Haya para rescatar a un estadounidense procesado), una cláusula que subraya hasta qué punto Estados Unidos rechaza estar sujeto a las mismas normas que exige a otros. En política exterior, Estados Unidos no se ha sometido a reglas; las ha impuesto.

Desde hace años, la arquitectura de la seguridad global se ha ido desmoronando poco a poco. En 2002, Estados Unidos se retiró del Tratado sobre Misiles Antibalísticos de 1972, un pacto clave con Rusia. Más tarde, en 2019, abandonó el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF), otra pieza fundamental para la estabilidad en Europa; y en 2020 abandonó el Tratado de Cielos Abiertos, un importante mecanismo de transparencia militar. Rusia, por su parte, ya había suspendido en 2007 el Tratado de las Fuerzas Armadas Convencionales en Europa tras denunciar la expansión oriental de la OTAN. Con la desaparición del INF, los dos bandos se acusaron de violaciones mutuas y la desconfianza siguió en aumento. 

El último gran acuerdo de control de armas entre Washington y Moscú, el tratado New START, pende de un hilo. Firmado en 2010, su objetivo era limitar los arsenales nucleares estratégicos de ambos países. Sin embargo, en 2023 Rusia suspendió su participación y, aunque por ahora respeta los límites pactados, el tratado expirará en 2026 sin señales de renovación. Su previsible final cerrará la última vía de cooperación nuclear entre superpotencias, y sumirá el futuro de la estabilidad global en una peligrosa incertidumbre.

ROMPER EL EQUILIBRIO

¿Existen razones para confiar en el Tío Sam? Cuando Reagan firmó el Tratado INF en 1987, citó con cierto humor un proverbio ruso para ilustrar la filosofía del desarme: Doveryay, no proveryay («Confía, pero verifica»). La frase parecía encarnar el espíritu de una distensión vigilante, una paz cimentada en la cautela mutua. Pero ¿tuvo sentido esa confianza en el mundo después de la disolución de la URSS? La respuesta, mirando en retrospectiva, es un claro no.

La expansión de la OTAN hacia el este, pese a las previsiones iniciales de contenerla, ha sido un foco de fricción constante en las relaciones entre Rusia y Occidente. Una de las garantías clave en aquel momento fue la célebre «Not One Inch», la declaración verbal de que la Alianza no avanzaría ni un solo centímetro tras la reunificación alemana. En 1990, Helmut Kohl intentó disipar los temores soviéticos con un plan de diez puntos para evitar que una Alemania unificada quedara atrapada en la expansión de la OTAN, pero la propuesta no contó con el respaldo de Francia ni de Estados Unidos. En Moscú, Mijaíl Gorbachov advirtió de que cualquier ampliación sería inaceptable para Rusia, a lo que el secretario de Estado estadounidense, James Baker, respondió con una aparente garantía: «We agree with that». Sin embargo, pronto se hizo evidente que «Not One Inch» era solo una promesa, no un compromiso formal.

EL ÚLTIMO GRAN ACUERDO DE CONTROL DE ARMAS ENTRE WASHINGTON Y MOSCÚ, EL TRATADO NEW START, PENDE DE UN HILO. FIRMADO EN 2010, SU OBJETIVO ERA LIMITAR LOS ARSENALES NUCLEARES ESTRATÉGICOS DE AMBOS PAÍSES. SIN EMBARGO, EN 2023 RUSIA SUSPENDIÓ SU PARTICIPACIÓN Y, AUNQUE POR AHORA RESPETA LOS LÍMITES PACTADOS, EL TRATADO EXPIRARÁ EN 2026 SIN SEÑALES DE RENOVACIÓN.

La falta de un acuerdo definitivo creó un vacío normativo que, en las décadas siguientes, facilitó la aparición de lecturas divergentes y una reconfiguración del orden geopolítico en Europa. Sin un compromiso en firme, cada actor pudo reinterpretar a su favor los supuestos pactos de no expansión, lo que derivó en decisiones unilaterales y en la erosión de la confianza entre antiguos aliados. La negativa del presidente George H. W. Bush a ratificar aquella promesa, junto con el fracaso del programa Partnership for Peace, selló el destino de una estrategia de ampliación que, en la cumbre de Washington de 1999, se materializó con la adhesión a la OTAN de Polonia (aquí, por fin, tuvieron su recompensa histórica), Hungría y la República Checa. 

Los países de la UE hicieron suya la idea de que, por compensación histórica, el este europeo estaba predestinado a formar parte del bloque occidental de seguridad. En esto coincidían con la aplicación estadounidense de la doctrina Wolfowitz en 1992, una agresiva estrategia de anticipación que buscaba neutralizar a los adversarios antes de que puedan consolidarse. Es decir, una doctrina de «contención expansiva» con el método tradicional de la zanahoria y el palo. Como zanahoria, la bandera de los derechos humanos, las promesas de democratización y las bondades del libre mercado. El palo: las sanciones, el señalamiento y, en los casos más resistentes, la invasión (Irak, 2003) o el bombardeo técnicamente selectivo y políticamente arbitrario (Libia, 2011). 

El peligro de esta política exterior lo advirtió con clarividencia el legendario diplomático George Kennan en 1997: «Extender la OTAN sería el error más fatal de la política de Estados Unidos en toda la etapa posterior a la Guerra Fría». La OTAN se comportó en Europa como si realmente hubiera ganado una guerra, imponiendo un diktat a los vencidos. No les faltaba razón, pero aquello solo inflamó la tendencia nacionalista, antioccidental y militarista en la sociedad rusa, sumida en los noventa en una crisis económica de consecuencias incalculables. Las palabras de Kennan resultaron proféticas: «Por supuesto, Rusia terminará por hacer algo malo, y los que nos han aconsejado ampliar la OTAN nos dirán: “¿Veis lo malos que son los rusos? Ya os lo habíamos dicho.” Y no tendrán razón».

¿EL IMPERIO CONTRAATACA?

Las exrepúblicas soviéticas vivieron la desastrosa década de los noventa como una sucesión de crisis: colapso económico, corrupción desenfrenada y pérdida de influencia en el panorama internacional —el escenario perfecto para que el hombre fuerte del régimen, Vladímir Putin, saliera a relucir—. Al mismo tiempo, la OTAN comenzó a adoptar un papel más intervencionista, como se evidenció en la guerra de Kosovo. En 1999, bajo el selectivo principio moral de Responsibility to Protect (o R2P), la alianza bombardeó Belgrado durante 78 días, sin la autorización de la ONU, con el objetivo declarado de detener la represión serbia en Kosovo. Este ataque marcó un punto de inflexión en la geopolítica de la región: pocos años después, en 2008, Kosovo proclamó su independencia con el respaldo de Washington, en una jugada estratégica que consolidó la presencia estadounidense en los Balcanes. Aunque ni siquiera todos los Estados europeos reconocen su independencia, Kosovo se ha convertido en un enclave crítico para la proyección de poder de Estados Unidos en la región. No es casualidad que, tras la guerra, el Gobierno americano construyera en su territorio Camp Bondsteel, una de las mayores bases militares en Europa, que aseguraba su influencia en un área cercana a Rusia.

Aquel fue el primero de los muchos conflictos en el área de interés ruso en el que Moscú ha reaccionado a los avances occidentales en su esfera de seguridad. Así, en 2008 estalló la guerra en Georgia cuando el presidente Saakashvili lanzó una ofensiva contra las provincias separatistas de Abjasia y Osetia del Sur —de mayoría prorrusa— confiando en el respaldo occidental y en la posibilidad de una futura adhesión a la OTAN. Aunque Rusia ha sido señalada como instigadora de la guerra, las tensiones ya existían desde la disolución de la URSS. La ofensiva georgiana supuso el detonante que llevó a Moscú a la intervención manu militari, consolidando su autoridad sobre las regiones separatistas y reconociéndolas como Estados soberanos. 

GEORGE KENAN: «POR SUPUESTO, RUSIA TERMINARÁ POR HACER ALGO MALO, Y LOS QUE NOS HAN ACONSEJADO AMPLIAR LA OTAN NOS DIRÁN: “¿VEIS LO MALOS QUE SON LOS RUSOS? YA OS LO HABÍAMOS DICHO.” Y NO TENDRÁN RAZÓN»

Esta no fue fue la primera vez que Rusia señalaba líneas rojas en el avance de la alianza atlántica —que ya dominaba el Mediterráneo, avanzaba por el Mar Negro y tal vez continuaría por el Caspio—. En 2007, Putin denunció abiertamente esta política en la Conferencia de Seguridad de Múnich. Sin embargo, la respuesta de Estados Unidos consistió en ignorar esas preocupaciones y continuar con su estrategia de ampliación. En la cumbre de Bucarest de 2008, la OTAN sumó a Albania y Croacia y abrió la puerta a la futura adhesión de Georgia y Ucrania. Washington era consciente de la gravedad de esta decisión: su propio embajador en Moscú, William Burns —más tarde director de la CIA—, había advertido que la entrada de Ucrania y Georgia en la OTAN constituía «la más roja de las líneas rojas». En esencia, Estados Unidos estaba haciendo en la frontera de Rusia lo que jamás habría tolerado en la suya: en 1962, cuando la Unión Soviética intentó desplegar misiles en Cuba, Washington llevó al mundo al borde de la guerra nuclear antes de aceptar una amenaza estratégica en su patio trasero. La reacción rusa ante la expansión de la OTAN, por tanto, no era inesperada: solo respondía a la misma lógica geopolítica que Estados Unidos había defendido décadas atrás. 

Lejos de buscar la distensión, Estados Unidos redobló su apuesta con las llamadas «revoluciones de color», movimientos de protesta que sacudieron el espacio postsoviético y alteraron el equilibrio de poder. En Ucrania, la jugada alcanzó su clímax en febrero de 2014: Víktor Yanukóvich, un presidente que intentaba mantener a su país en un frágil equilibrio entre Rusia y Occidente, fue derrocado tras meses de manifestaciones alentadas y patrocinadas por Estados Unidos. En respuesta, Moscú se anexionó militarmente Crimea, un territorio que había sido parte de Rusia desde finales del siglo XVIII hasta su cesión en 1954. Crimea, que alberga desde hace 240 años la única base naval rusa en mares cálidos en Sebastopol, evidenció su arraigo histórico en la región mediante un referéndum de adhesión, a pesar de las dudas sobre su legitimidad. Este episodio marcó el inicio de una escalada en un conflicto mucho más complejo que un simple enfrentamiento externo: Ucrania, dividida entre un oeste proeuropeo y un este y un sur con lazos históricos, culturales y lingüísticos con Rusia, quedó atrapada en una guerra civil espoleada por Kiev y Moscú. Los Acuerdos de Minsk intentaron contener la violencia, pero nunca lograron cimentar una paz real. Mientras tanto, la OTAN comenzó a armar y entrenar al ejército ucraniano, avivando aún más la tensión en el Donbás, donde una guerra a gran escala llevaba años gestándose en la sombra.

LA CRUZADA DEL «MUNDO LIBRE»

Las tensiones entre Rusia y Occidente continuaron escalando en los años previos a la guerra de Ucrania, especialmente en el ámbito energético. En enero de 2022, semanas antes del estallido del conflicto en febrero de ese mismo año, la subsecretaria de Estado de EE. UU., Victoria Nuland, advirtió de que si Rusia invadía Ucrania, el gasoducto Nord Stream 2 «no avanzaría». Aunque el gasoducto nunca llegó a entrar en funcionamiento, la advertencia se convirtió en realidad. Ocho meses después del inicio de la guerra, en septiembre de 2022, los gasoductos Nord Stream 1 y 2 fueron objeto de un misterioso sabotaje en el mar Báltico, lo que interrumpió por completo el suministro directo de gas ruso a Europa y marcó un punto de inflexión en la crisis energética. Una investigación de Alemania en 2024 apunta de forma inequívoca a un comando ucraniano apoyado y supervisado por la CIA desde Estados Unidos, aunque el asunto sigue siendo objeto de controversia. Aquí, de nuevo, Europa fue incapaz de levantar la voz para pedir explicaciones ni a Ucrania ni, por supuesto, al amigo americano. 

El caso de Ucrania ilustra las promesas incumplidas y el grandilocuente discurso de defender la democracia liberal y el llamado mundo libre para un país que nunca estuvo realmente cerca de entrar en la OTAN ni en la Unión Europea. Con la guerra, algunos analistas proclamaron la necesidad de «limpiar el camino hacia Moscú», pero esa aspiración pronto se diluyó ante la realidad estratégica. 

EN UCRANIA, LA JUGADA ALCANZÓ SU CLÍMAX EN FEBRERO DE 2014: VÍKTOR YANUKÓVICH, UN PRESIDENTE QUE INTENTABA MANTENER A SU PAÍS EN UN FRÁGIL EQUILIBRIO ENTRE RUSIA Y OCCIDENTE, FUE DERROCADO TRAS MESES DE MANIFESTACIONES ALENTADAS Y PATROCINADAS POR ESTADOS UNIDOS. EN RESPUESTA, MOSCÚ SE ANEXIONÓ MILITARMENTE CRIMEA, UN TERRITORIO QUE HABÍA SIDO PARTE DE RUSIA DESDE FINALES DEL SIGLO XVIII HASTA SU CESIÓN EN 1954.

La historia nos recuerda que Rusia es un gigante con pies de barro: puede ser derrotado en el corto plazo, pero en la guerra de desgaste suele volverse implacable. Para Occidente, en cambio, los conflictos prolongados han resultado trampas costosas y sin victorias claras. ¿Qué ha quedado tras veinte años de la nebulosa «guerra contra el terror»? ¿Qué logros tangibles ha producido la estrategia neoconservadora, ese enfrentamiento sin fin de Occidente contra el mundo? Como advertía Tácito —y recordaba Robert Kennedy al hablar de Vietnam—, «crearon un desierto y a eso lo llamaron paz».

Muy pocos medios mencionaron que, apenas un mes después de la invasión rusa, y gracias a la resistencia ucraniana, Occidente tuvo la posibilidad de cerrar un acuerdo de paz en Estambul que habría sido humillante para Rusia. El comunicado del 30 de marzo de 2022 contenía diez propuestas —por ejemplo, definir pacíficamente el estatus de Crimea en un plazo de quince años y garantizar la neutralidad de Ucrania sin permitir bases militares extranjeras— que habrían sido una vergüenza para el gigante ruso. Sin embargo, a pesar de que los acuerdos en Turquía apuntaban a una solución inminente, fueron torpedeadas por Estados Unidos e Inglaterra, que levantaron a Ucrania de la mesa de negociación. Según las impresiones del ministro de Asuntos Exteriores turco en la CNN: «Hay quienes, dentro de los Estados miembros de la OTAN, quieren que la guerra continúe: dejemos que Rusia se debilite, dicen. No les importa mucho la situación en Ucrania».

La invasión rusa es ilegal, pero implica un doble rasero: mientras se condena al Kremlin por transgredir la Carta de las Naciones Unidas, Estados Unidos, la OTAN y diversas combinaciones de alianzas militares occidentales han violado la prohibición del uso de la fuerza. Basta con recordar las campañas militares en Kosovo, Irak, Siria y Libia, y los cientos de intervenciones estadounidenses a lo largo y ancho del planeta. Este enfoque selectivo —condenar a Rusia mientras se omiten precedentes similares— debilita la legitimidad de las normas internacionales al exponer su aplicación desigual. 

Por último, la Unión Europea se debate en una encrucijada geopolítica sin precedentes. Su tradicional alineamiento con Washington —visible en el respaldo a la ampliación de la OTAN hacia Ucrania— choca con los principios fundacionales de la arquitectura de seguridad paneuropea. En 1990, cuando el continente emergía de cuatro décadas de Guerra Fría, los Estados europeos —incluida una URSS en desintegración— firmaron la Carta de París para una Nueva Europa. El acuerdo, celebrado como un pacto de reconciliación histórica, establecía que la seguridad continental debía ser «indivisible»: ningún país podría fortalecer su posición estratégica a costa de la de sus vecinos. Tres décadas después, ese consenso se resquebraja. Moscú percibe la expansión de la OTAN —que en 2023 incluyó formalmente a Finlandia y mantiene en suspenso la candidatura ucraniana— como una violación de aquel compromiso. Para la UE, el dilema es tangible: mantener la cohesión transatlántica, aún a riesgo de escalar tensiones nucleares, o reclamar autonomía estratégica retomando el espíritu de la Carta de París. Esta última opción implicaría negociar un nuevo equilibrio de poder acorde con las realidades militares del siglo XXI, acorde con nuestra propia vulnerabilidad. Como señaló en un punzante aforismo de café Santiago Ramón y Cajal: «Los débiles sucumben, no por ser débiles, sino por ignorar que lo son. Lo mismo les sucede a las naciones».

UN DETERIORO POR LOS DOS EXTREMOS

La ambición de Occidente por consolidar su influencia global, materializada en el avance de la OTAN hacia las fronteras rusas —contraviniendo los acuerdos tácitos de los años 90—, alimentó una desconfianza estratégica en Moscú que hoy define el orden internacional. Aunque no siempre lo percibamos de esta manera, el deterioro del orden internacional se ha gestado desde ambos extremos: por un lado, la visión expansionista occidental, que subestimó el impacto geopolítico de sus movimientos; por otro, la reacción rusa, basada en una percepción de amenaza existencial por la que se justifican acciones como la invasión de Ucrania en 2022.

LA HISTORIA NOS RECUERDA QUE RUSIA ES UN GIGANTE CON PIES DE BARRO: PUEDE SER DERROTADO EN EL CORTO PLAZO, PERO EN LA GUERRA DE DESGASTE SUELE VOLVERSE IMPLACABLE. PARA OCCIDENTE, EN CAMBIO, LOS CONFLICTOS PROLONGADOS HAN RESULTADO TRAMPAS COSTOSAS Y SIN VICTORIAS CLARAS. ¿QUÉ HA QUEDADO TRAS VEINTE AÑOS DE LA NEBULOSA «GUERRA CONTRA EL TERROR»

Los documentos del Pentágono filtrados en 2023 confirman lo que el campo de batalla evidencia: una guerra de desgaste sin vencedores, donde Ucrania, pese al arsenal recibido, carece de rutas claras hacia una victoria decisiva. La insistencia de Zelenski en reclutar más apoyo recuerda a la «vietnamización» de los años 70: un conflicto sostenido por ayuda externa, pero sin avances tácticos reales. Trump, con un pragmatismo implacable, declara la contienda perdida y rechaza lo que considera dilapidar recursos en un teatro secundario. Su presidencia ha puesto blanco sobre negro los errores de la posición americana en las últimas tres décadas, en lo que analistas como Stephen Walt llaman «el infierno de las buenas intenciones»: décadas de intentar acorralar a Rusia han conseguido erosionar la credibilidad de Occidente, cohesionar a los países BRICS y forjar una alianza sino-rusa sin precedentes. 

Para Trump, el verdadero desafío yace en el Indo-Pacífico, donde China eclipsa a Moscú como rival estratégico. Ucrania, en cambio, simboliza un error de cálculo, pues ha sellado una alianza entre Moscú y Pekín más estrecha que nunca. A pesar de su actitud mamporrera, la intención de Trump parece ser enfriar el conflicto. 

LOS DOCUMENTOS DEL PENTÁGONO FILTRADOS EN 2023 CONFIRMAN LO QUE EL CAMPO DE BATALLA EVIDENCIA: UNA GUERRA DE DESGASTE SIN VENCEDORES, DONDE UCRANIA, PESE AL ARSENAL RECIBIDO, CARECE DE RUTAS CLARAS HACIA UNA VICTORIA DECISIVA. LA INSISTENCIA DE ZELENSKI EN RECLUTAR MÁS APOYO RECUERDA A LA «VIETNAMIZACIÓN» DE LOS AÑOS 70: UN CONFLICTO SOSTENIDO POR AYUDA EXTERNA, PERO SIN AVANCES TÁCTICOS REALES

Europa, entretanto, navega en la irrelevancia. El diagnóstico de los líderes europeos es acertado: nuestro peso geopolítico se ha reducido a términos marginales, como si nuestra posición en el tablero global pudiese subastarse al mejor postor. Sin embargo, en lugar de analizar la situación desde una perspectiva realista, optan por refugiarse en el multilateralismo y expresar un descontento que se diluye en retórica sin acciones concretas. Los europeos debemos aceptar, de manera cruda, que el panorama geopolítico se está complicando y que, en estas circunstancias, históricamente hemos quedado en desventaja —incluso en la victoria; basta con considerar el caso de Polonia y la limitada compensación moral ofrecida por los aliados en 1945—. El desafío de hoy persiste: las buenas intenciones no son suficientes. Posponer decisiones complejas solo incrementa los riesgos. La situación actual recuerda un patrón histórico en el que el discurso sustituye las acciones concretas, mientras las superpotencias consolidan su hegemonía. Quizás convenga recordar la célebre advertencia de Winston Churchill en 1938, tras los infames Acuerdos de Múnich: «Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra. Elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra».

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