Iglesia Humanismo cristiano Nº 723 Historia y religión
Chiclayo, la tierra que hizo un papa

Iglesia Humanismo cristiano Nº 723 Historia y religión
Robert Francis Prevost llegó a Chiclayo en 2014 como obispo de una diócesis marcada por los desafíos del desierto peruano. Durante ocho años, se calzó las botas para caminar entre el barro de las inundaciones, acompañó a los migrantes venezolanos y multiplicó comedores para los más necesitados. Cuando el 10 de mayo de 2025 se convirtió en el papa León XIV, los chiclayanos se quedaron estupefactos de ver a su obispo en la silla de Pedro. Dos meses después, las iniciativas que sembró en esta tierra del norte de Perú siguen dando fruto gracias al impulso de un pueblo que no olvida sus palabras: «No dejen de soñar».
Aterrizo en Chiclayo, capital de Lambayeque, en Perú. ¿Qué vio aquí Prevost? La mañana resulta gris y el paisaje está marcado por la tierra seca y las casas a medio construir. Es la costa, desértica, recorrida solo a ratos por los ríos que caen desde la cordillera andina y forman valles verdes en determinadas zonas donde se cultiva arroz, frijoles y maíz. Hacia el mediodía, se abre el cielo nublado y el sol baña la ciudad. Hay cierto —incierto— desorden y descuido de calles, parques y veredas. Reina la criollada, como se dice acá, esa picardía que saca provecho de todo, y las aceras rebosan ambulantes que venden cachangas, un pan frito con queso, además de bebidas espirituosas y cachivaches de toda condición.
Fotografía: Fátima Rosell
Hace cinco años la pandemia silenció este ajetreo. En aquellos meses, los chiclayanos vieron a su obispo, monseñor Robert Francis Prevost, recorrer el solitario Parque Principal para bendecir a su ciudad con el Santísimo Sacramento en la fiesta del Corpus Christi.
El sábado 10 de mayo de 2025, la misma plaza hervía de vida: más de ocho mil personas agradecieron a Dios el pontificado de León XIV. «Papa, amigo, Chiclayo está contigo», a un solo pulmón. Semanas después, aún cuelgan los carteles de «Bienvenidos a Chiclayo, la ciudad del papa», y parece que seguirá así una buena temporada. No es raro ver su foto en las fachadas de los edificios públicos, de casas particulares o en restaurantes. Un par de ellos se autoproclaman «el favorito del papa». Prevost pasó aquí ocho años de obispo, con una intensa labor pastoral. Hubo euforia tras el «Habemus papam». Tanta que han instalado una efigie de cartón de tamaño natural en el balcón de la Municipalidad, como un San Pedro criollo.
En el interior del edificio, dos mormones pasean por las salas de una exposición fotográfica que celebra la trayectoria local del pontífice. «Muchos sacerdotes han trabajado en el llano, como se suele decir. Pero hubo un obispo que metió los zapatos por todos lados, y eso es algo muy especial para la Iglesia», explica Jorge Sánchez, el guía de la muestra. Oyéndole hablar, parece que monseñor Prevost estuvo en todas partes, para bien de muchos, provecho de algunos y alegría de todos. Sánchez luce una chompa roja que se dirige aquí y allá, siguiendo los movimientos del brazo, para indicar ahora la foto en la que está vestido de gran canciller de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo, ahora la famosa foto del burro, fechada el 10 de marzo de 2023. Ni siquiera iba camino a una parroquia sobre esa montura, sino a Incahuasi, uno de los dos «sectores pastorales», una subdivisión diocesana sin sacerdote propio en la sierra de Ferreñafe. La imagen se hizo viral. Un amigo del prelado, el padre Hugo, tenía previsto visitarlo en Europa. Prevost se convirtió en León, pero la cita se mantuvo. Conversaron de los peruanísimos memes que habían surcado las redes: la mototaxi convertida en papamóvil, el pontífice con un ceviche o con la camiseta de la selección peruana.
La diócesis de Chiclayo comprende 48 parroquias separadas por desierto, amplias zonas de cultivo o montañas. La distancia entre las dos más alejadas es de 250 kilómetros y casi seis horas de camino. «Todas las visitó más de una vez. Por eso todos tienen foto con él acá», me cuenta el padre Jorge Millán, un sacerdote que vivió en la residencia episcopal con él durante ocho años, porque era el párroco de la catedral de Chiclayo. Monseñor Robert, padre Robert, monseñor, santo padre: la gente todavía tarda en elegir cómo llamarlo, y en la conversación tienden a intercalar dos o tres apelativos. La cercanía que sienten con él es evidente.
Antes de recibir la consagración episcopal en 2014, y mucho antes del anillo del pescador, Robert Prevost fue un misionero agustino muy ligado al norte del Perú. Llegó a Chulucanas desde su Chicago natal en 1985, con treinta años, y luego estuvo en Trujillo en el decenio de 1988 a 1999, donde ejerció como vicario judicial de la Arquidiócesis y profesor del seminario. Tras ser elegido prior provincial de los agustinos en Chicago, entre 2001 y 2013, la orden lo escogió para prior general. A continuación regresó a Chiclayo, esta vez como pastor, durante ocho años: de 2014 a 2023. Más tarde, Francisco lo llamó a Roma como prefecto para el Dicasterio de los Obispos. Pero su corazón se quedó en esta región del Perú, y a sus habitantes dedicó el saludo en el balcón de San Pedro, poniendo los ojos del mundo en la Ciudad de la Amistad, que lo acogió como uno más: su «querido Chiclayo».
Más allá de lo entrañable, del cariño que se adivina en lo criollo, lo anecdótico y dicharachero, Prevost encontró una diócesis marcada por el desafío constante. En los desastres que han sufrido estas tierras ha salido lo más auténtico de su pueblo, una entrega y generosidad conmovedoras. En 2017, tras las inundaciones provocadas por El Niño —un fenómeno natural catastrófico—, se consiguieron, con la dirección y el impulso de Prevost, hasta 60 toneladas de ayuda humanitaria y módulos de vivienda para los damnificados. Y en el éxodo venezolano —un flujo migratorio que en 2025 continúa pero que alcanzó su máximo en 2018, con la llegada de 350 000 personas— se promovieron centros de acogida, comedores e, incluso, se impulsó la creación de asociaciones para canalizar de manera sostenible las ayudas y los proyectos. Los retos hoy no son menos, y la diócesis sigue caminando con paso firme. Unos días en esta región bastan para comprobar el vínculo invisible y profundo que se estableció entre el pastor y su grey y que dan fe del lema papal: «In Illo uno unum».
Junto con la del burro, dieron la vuelta al globo las fotos de un obispo con botas. Son de las inundaciones de Íllimo de 2017 y 2023, una de las regiones más afectadas, a una hora en coche de Chiclayo. Las más recientes las causó un inusual ciclón tropical, Yaku, que dejó más de sesenta muertos y una gran devastación. Entonces, Janinna Sesa —que ahora dirige la ONG Voices for Help— vivía sus últimos meses como directora de Cáritas, un cargo para el que la eligió Prevost en 2014, en principio por tres meses, pero que acabaron siendo ocho años. Trabajaron codo con codo, y por eso conoce a casi todo el mundo acá y los proyectos que entusiasmaban al obispo. Cuando Yaku arrasó Lambayeque, tenía ya un pie en el Vaticano, y Janinna reconoce que lo último que esperaban era verlo aparecer a repartir los víveres: «Le han tocado todos los desastres y en todos ha estado con su gente. Lo tenía que despedir un desastre».
«Monseñor confiaba en el poder de la unión, en su equipo y en todo lo que podíamos hacer para ayudar», continúa Janinna. Al desastre de 2023 llegaron con la experiencia de 2017. «Eran los años más intensos de migración. La gente acampaba en parques, las parroquias habilitaban espacios como albergues, y cada quien hacía lo que podía», detalla. Y, de pronto, El Niño. El río La Leche se desbordó y anegó el pueblo y los cultivos. Cientos de familias perdieron hogares, trabajo, animales, cosechas. El Instituto Nacional de Defensa Civil calculó cerca de 200 000 damnificados.
Janinna me presenta al padre Luis —Lucho— Santa María. Su parroquia de Íllimo se convirtió en lugar de acogida. «Monseñor llegó en cuanto pudo, y vio todo el dolor, el sufrimiento de la gente. Pero también la solidaridad», recuerda. Abre la puerta de su casa, dentro del complejo parroquial, y, mientras camina hacia la capilla, se mete la mano en el bolsillo del pantalón, saca el celular y busca entre sus fotos. «Mire —dice—, acá está». En la imagen se ve a monseñor Prevost con pantalón remangado y botas de jebe. No solo llegó con lo recaudado, sino que se reunió con las familias, las escuchó y las consoló.
Al padre Lucho le acababan de pedir que cambiara de parroquia. Durante las inundaciones, el obispo conversó con quienes no lo entendían. «Se tomó el tiempo de explicar a mi pueblo la razón del cambio», subraya. Ahora lleva ocho años en San Juan María Vianney, en Chiclayo. Aquí, el papa celebró muchas veces las «Misas del Migrante», y también albergan las oficinas de la Asociación de Venezolanos residentes en Chiclayo (ASOVENCHI), que Prevost impulsó.
Subiendo las escaleras hacia el segundo piso de los salones parroquiales de San Juan María Vianney, se oye el llanto de un bebé. Al llegar a la puerta de la oficina, una madre calma al niño mientras intenta conversar con la persona que la atiende, uno de los líderes de ASOVENCHI. La asociación funciona como tal desde 2023 en un salón pequeño, con un par de mesas y sillas colocadas para la espera de quienes llegan a solicitar información o iniciar algún trámite. Desde 2017, Perú ha recibido a 1,5 millones de venezolanos que se han asentado por todo el territorio, incluido Chiclayo.
Betania Rodríguez fue una de las cofundadoras de la asociación. «Monseñor siempre nos decía que Jesús también fue migrante y que él mismo era un migrante al que el pueblo peruano aceptó y acogió», relata. Docente de profesión, llegó en 2019 con su esposo y sus dos hijos desde Barquisimeto, una gran ciudad del noroeste de Venezuela. Sin papeles, no tenía cómo ejercer formalmente la docencia y empezó dando clases en su casa a niños migrantes sin documentos.
Poco a poco, Betania y otros líderes de la comunidad venezolana, con el impulso del obispo, lograron organizarse. Articularon diversas acciones dirigidas a recibir a los migrantes venezolanos y que hoy son apoyo para tantos otros: alimentos, trámites de regularización migratoria, atención médica, ayudas en las inundaciones, refugio para familias desalojadas durante la pandemia y espacios de acogida para víctimas de trata. Betania participó en varias de esas iniciativas. «Nuestro obispo siempre insistía en que nos involucrásemos, en que no nos escondiésemos, en que mostráramos lo que sabíamos hacer», apostilla. En aquellos primeros años, muchos tenían miedo de participar, por temor al rechazo. Pero Prevost los animaba a salir del aislamiento, a integrarse, a no renunciar a su vocación ni a sus capacidades. «Quería que el pueblo peruano viera nuestro talento y entendiera que también venimos a aportar», explica.
El obispo les insistía en que era importante formalizarse, ser una asociación para trabajar mejor y de manera articulada. «Quería que tomáramos ese impulso como migrantes y fuéramos ejemplo para otros», señala. Llegó el 2023 y Betania asistió a la despedida que prepararon cuando monseñor Prevost partió a Roma. Al mirar la fotografía, donde se le ve posando con el obispo y otras mujeres voluntarias, recuerda que él les dijo con ímpetu: «No dejen de soñar». Esas palabras fueron el empujón final para constituirse legalmente y crear ASOVENCHI. Dos años más tarde, trabajan de manera coordinada en varios frentes: salud, nutrición, deporte, cultura, educación y asistencia legal. En uno de sus proyectos más recientes, recorren escuelas para identificar a niños que aún no han logrado regularizar su situación migratoria. Gracias al apoyo de organizaciones como la Cooperación Alemana y la extinta USAID, han podido contar con abogados, médicos, enfermeros, comunicadores y docentes venezolanos, muchos de ellos con títulos ya homologados, que ofrecen sus servicios a sus conciudadanos y también a migrantes ecuatorianos y colombianos. «Cada quien pone su granito de arena para la comunidad, ya no solo la venezolana, también migrantes de otros países y nuestros compatriotas peruanos», ilustra Betania.
«Yo creo que él estaría orgulloso de nuestro trabajo, porque hicimos caso a su llamado, y este sueño también es, en parte, suyo», recalca. El papa lo valora: a través de la asociación civil Color Esperanza de Famvilan la han invitado con su familia al próximo Jubileo de los Pobres, en noviembre de 2025, como representantes de la comunidad venezolana en Chiclayo.
No es el único sueño del papa que se está cumpliendo en la región. De entre todas las necesidades de los migrantes, hay una inaplazable que mujeres como Lucía Reupo, líder del comedor del migrante «Denles ustedes de comer», se preocuparon por atender a petición de su obispo: erradicar el hambre. A veinte minutos en coche desde Chiclayo, en primera línea de playa de Puerto Eten, está el comedor, un punto neurálgico de ayuda humanitaria en el litoral lambayecano. Organizan jornadas de regularización migratoria, campañas de nutrición, talleres de emprendimiento y celebraciones litúrgicas. «Esa es nuestra fe: una fe sin obras es una fe muerta. Podemos ir al templo, rezar, arrodillarnos, pero, si no tenemos nada de humanidad, no somos nada bueno», sostiene Lucía. De profesión contadora, se jubiló pronto y se dedicó a servir.
El espacio, amplio, con paredes y techo de cañas tejidas, playero, está delante de su casa. En un muro lateral cuelga un cartel: «Puerto Eten con espíritu solidario», junto a la cita del Evangelio de san Mateo que da nombre al lugar: «Denles ustedes de comer». Por temporadas, el espacio se reconvierte en cevichería, un negocio con el que sostener a su familia, pero nunca deja de atender a quienes necesitan la porción de comida diaria. Ahí me recibe para mostrarme una exposición de fotos que ha montado para contar la historia del comedor, que abrió sus puertas en plena pandemia para ofrecer alimento a las familias migrantes golpeadas por el encierro. De ahí la modalidad «para llevar» que aún mantienen: entregaban el menú por una ventana grande con vistas al mar, donde los beneficiarios formaban una cola, con mascarilla y guardando la distancia.
Cuando Lucía, pegada al televisor, oyó el anuncio tras la fumata blanca, se preguntó: «¿Habrá otro Robert?». La respuesta llegó al instante. Era su obispo. «Sentí que todo el servicio realizado es el camino que Jesús quiere. La emoción no es por él mismo, sino porque sabemos que sigue los pasos del Señor, que también caminaba con su pueblo y atendía sus necesidades», dice conmovida. Por eso está segura de haber contribuido con un granito de arena. «Lo hemos hecho entre sacerdotes, religiosos y laicos, pero la mayoría laicos», explica. Saben que así, trabajando juntos, es como se han ganado el corazón del papa. Le brillan los ojos cuando dice: «La fe tiene que ser vivida y demostrada en los desafíos de la vida cotidiana».
No se puede dar lo que no se tiene, pero la señora Rosita Ruiz da hasta de lo que le falta. El comedor parroquial «María, Reina de los Sacerdotes», en la zona de Campodonico, en el mismo Chiclayo, se sostiene gracias a mujeres voluntarias como ella y la señora Daría. Hay años en que han recibido más ayuda y otros en los que tenían que inventarse el menú con lo que hubiera.
Rosita cocina arroz con lentejas y saltadito de carne y sopa de quinua con huesito mientras desgrana cómo empezó todo. Con 70 años, podría haberse entregado a la vida tranquila, pero secundó en 2019 la inquietud del actual papa por abrir otro comedor para acoger a las oleadas de migrantes. Al principio atendían a ochenta personas al día y daban gratis el menú. La necesidad apremiaba. Ahora, la gente paga lo que puede para colaborar también con el sostenimiento.
«Venga, le voy a enseñar mi capillita. Era solo un terrenito, pero ahí vamos», dice mientras deja el cucharón. Por ahora, es más un sueño que un edificio de madera prefabricada. Avanza «sol por sol» con el poco dinero que la propia Rosita y las personas de la comunidad van aportando. Han logrado construir la zona frontal, pintarla bien, poner un altar digno y una gruta para la Virgen, con la advocación que le han asignado: María, Reina de los Sacerdotes. La mitad de cualquier ayuda que recibe la señora Rosita es para la Iglesia. «Dios y la Virgen no me fallan. Es hermoso seguir el camino del Señor, no hay cosa más bonita, te llena todo, no hay espacio vacío. Dios me dice: “Yo te doy, tú da”». Lo dice convencida.
Por eso reparte su tiempo entre la cocina, la capilla y los lunes de catequesis con presos en el penal de Picsi, distrito a media hora en coche desde la ciudad de Chiclayo. «En cada persona que necesita está Jesús», afirma. No descansa: también es la encargada de arreglar el altar y abrir la capilla, donde sueña con tener más bancas y una custodia para el Santísimo. Me confiesa su programa de vida: «Hermanita de mi vida, esta es mi victoria: poder vivir con misericordia».
Misericordia es la palabra que define todo lo que hacen las personas dedicadas a los comedores parroquiales. No solo alimentan el cuerpo, sino también a las almas. El de San Martin de Tours, en la localidad de Reque, alimenta a más de veinte sectores alejados de la parte urbana. Son zonas rurales y de montaña. «En la cima de la loma han hecho sus casas y llegamos todos —cuenta la voluntaria Delia Orrego—, el párroco y los laicos, para atender». Por las mañanas cocinan y sirven, y por las tardes salen en misión evangelizadora. Las manos sobran, pero los medios siempre faltan y tratan de conseguirlos.
El bíblico «Denles ustedes de comer» resuena en todos los voluntarios. Llegan temprano para cocinar y empezar a servir a partir de las 12:30. Quienes aparecen primero son los niños que van al turno de tarde del colegio. Luego, se va formando la cola de beneficiarios, que llegan a ser entre ochenta y cien cada día. «Escuchen el clamor de los que necesitan, ustedes conocen a la gente», recuerda Delia que les decía el obispo Prevost. «¿Y qué hacíamos si no teníamos recursos? Milagros. Era como la multiplicación de los panes, pero en pollos».
Janinna Sesa me ha presentado también a Delia y otras voluntarias. Se conocen de su época en Cáritas. Mientras converso con Delia, Janinna está escribiendo mensajes de WhatsApp. En concreto, en este instante intenta traer de Lima ni más ni menos que 70 000 pollos. «Pero esta vez congelados», dice en alto, aliviada. Tras la carcajada, el grupo de voluntarias me explica que una de las primeras donaciones masivas que consiguieron, en 2022, cuando Prevost aún estaba en Chiclayo, consistió en algunos millares de pollos, pero vivos. Por eso, cuando Delia habla de la multiplicación de los pollos, todas ríen. «Fue una fuerza muy motivadora para nosotros en el comedor. Queríamos llegar a más personas y, estando al frente de Cáritas, Janinna nos mandaba tantos pollos y gallinas», interviene otra voluntaria, Dalita Fox. Tuvieron que implementar corrales temporales mientras convocaban a todos los coordinadores. En los barrios por los que repartieron los animales hay personas de diversos credos y sectas, adventistas, israelitas [una denominación evangélica], entre otros. «Les decíamos a los voluntarios, a la hora de repartir, que no se fijaran solo en los católicos, que no mirasen el credo sino la necesidad de la persona», recalca Delia.
En las horas que llevamos del día, Janinna ha logrado reunir a cien organizaciones —entre parroquias, comedores y otros grupos— que aporten un monto asequible para cubrir el traslado de los pollos congelados desde Lima hasta Chiclayo. Unos días más tarde, el viernes 11 de julio, se los entregarán a los representantes de todos esos equipos, en orden de batalla, bien coordinados para recoger y repartir el alimento. Janinna dice, emocionada, que le enviará las fotos al secretario del papa, el padre Edgar Rimaycuna, para recordar los viejos tiempos de la multiplicación de los pollos.
Iniciado el encierro en 2020, Cáritas Perú publicó que pausaban su trabajo y Janinna, lógicamente, replicó el anuncio en Chiclayo. El obispo Prevost la llamó para preguntarle el motivo —para ella evidente— y, tras dárselo, él le contestó: «No podemos dejar desamparada a la gente. Hay que protegerse, pero hay que seguir ayudando».
Con ese ánimo, surgió más adelante la iniciativa Oxígeno de la Esperanza, con la que recaudaron los fondos necesarios para levantar una planta de oxígeno. Durante la pandemia en Perú, estas instalaciones fueron esenciales para salvar vidas ante el colapso del sistema sanitario. Janinna rememora con claridad lo que los movió: «Ahí había una mezcla de valentía y de confianza en la Providencia, porque yo veía imposible lograrlo». Cuando la primera semana de donativos superaron la cantidad necesaria, Janinna se lo comunicó al obispo: «Monseñor, hemos alcanzado el monto, aunque nos hemos pasado un poquito». Un «poquito» más de treinta mil dólares eran cinco mil dólares que podían servir para darle mantenimiento. «Tenemos entonces un extra, ¿no? ¿Y dices que te siguen llamando para donar? —le preguntó él—. Pues hagamos una segunda planta». Janinna no podía creerlo, y sin embargo se puso manos a la obra. Con un mes más de campaña consiguieron el nuevo reto.
De las tres localidades que optaban para acoger la segunda planta de oxígeno, ganó Mochumí, uno de los doce distritos de la provincia de Lambayeque. Pequeño, rural y punto céntrico entre distintos pueblos desfavorecidos. «La gente enferma de covid-19 se desplomaba en nuestros brazos, ¿cómo íbamos a esperar a que las autoridades hicieran algo?», exclama Mitzy Paico, miembro de la asociación. Era inimaginable recaudar solos lo necesario para una planta de oxígeno propia, por eso tomaron la iniciativa y «en unión con la Municipalidad, con la Iglesia y la solidaridad del pueblo, recaudamos dinero para poner el local. Ya con la ayuda del papa, se logró la adquisición de la planta».
Para ellos, no se trataba solo de entregar los cilindros de oxígeno que las personas llevaban a casa tras recargarlos en la planta. «A veces venían de lejos, pueblos donde no había posta médica y mucho menos oxígeno», puntualiza Mitzy. «¿Qué distancia podíamos cuidar ahí? Nos tocaba abrazar, consolar». Mitzy regenta un negocio de bordado a crochet. Eso le permitió en la pandemia una mayor flexibilidad para atender la planta. «Visitábamos nosotros al paciente porque en ocasiones no sabían regular el manómetro. Aprovechábamos para llevar comida y limpiar su entorno, porque bastantes vivían solos y aislados. Si no ayudamos, ¿para qué estamos acá? ¿Para qué vivimos?», se pregunta ella con una seguridad que interpela.
Janinna señala en la foto del día de la inauguración de la planta a las personas que intervinieron en hacerla realidad. «Algo que nos enseñó León XIV fue a no trabajar solos, a sumar a otros en instituciones de la sociedad civil, del Estado y responder a una necesidad», resalta. Un espíritu que mantiene vivo desde Voices of Help y el comité de Responsabilidad Social de la Cámara de Comercio y Producción de Lambayeque, donde ahora trabaja. Por eso, con la noticia del nuevo papa, decidieron volver a unirse para reactivar la planta de oxígeno. Hacen falta 15 000 dólares, explica Jorge Musayón, presidente de Respira Mochumí, y la idea es que continúe en funcionamiento para las personas que todavía precisan oxígeno debido a las diversas enfermedades pulmonares que abundan en la región, con más de 37 000 casos en la primera mitad del 2025.
También sueñan con ir más allá: querrían complementar la planta con un centro básico de atención médica y una farmacia. Los voluntarios se imaginan ya su próximo objetivo: «Recaudar fondos para vender las medicinas a precios asequibles para nuestra comunidad», subraya Mitzy.
Ya es de noche y vuelvo a la plaza Principal de Chiclayo. Al pasar por delante de la iglesia de Santa María, la catedral, me detengo un momento. Ahí, en lo alto, está el anagrama de la Eucaristía que monseñor Prevost contempló al llegar a esta ciudad. «Me conmueve saber que es un pueblo con profunda piedad eucarística», le contó el papa al padre Jorge Millán, con quien convivía en la residencia del obispo. Llama la atención la afluencia de personas en la iglesia metropolitana: las cinco misas que se ofician entre semana se llenan como las de los domingos, y los domingos hay ocho. Al finalizar, grupos de fieles se acercan a la sacristía a pedir la bendición, el agua bendita o a conversar con su párroco. «Todo ese cariño que nos tiene el papa, él lo ha encontrado en la gente de aquí», afirma el padre Millán.
Con esa misma cercanía y sencillez veían a su obispo. Cuando se instaló en la residencia episcopal, pidió mantener la rutina de mediodía que ya se vivía en la casa: almuerzo, visita al Santísimo, un rato de conversación y rosario. Un día, el obispo se demoró. «Vi que venía por el pasillo contrariado —revive el padre Jorge—. Pero pasó el umbral del comedor y su gesto cambió por completo. Nos saludó con una sonrisa y continuó la comida como si nada».
Cruzando la plaza, en la Municipalidad, se ofrece un concierto en homenaje a León XIV. La primera nota del Gloria de Vivaldi es la bocina de un coche que pasa por la calle San José: en Chiclayo hay belleza en medio del caos.
Al presentar el número, la directora del coro de la Orquesta Sinfónica de Chiclayo, Luzmila Coronado, cuenta que, hace unos ocho años, cantaron en la catedral y el actual papa comentó que había sinfónicas en Lima, Piura, Trujillo… y los animó: «Sigan haciendo música, porque la música es la alabanza que llega a Dios». Se constituyeron formalmente en 2017. Son un popurrí de voces de distintas iglesias cristianas, católicas y protestantes. «Cuando se nos propuso hacer un concierto en homenaje, no hubo barrera religiosa, porque nuestro santo padre unió corazones y, sobre todo, unió el corazón del pueblo chiclayano», explica con emoción. Siendo Robert Prevost, quizá no todos sabían quién era. Ahora que es el papa saben quién es porque también es «su papa». El papa de todos pero, en especial, el suyo. Se saben mirados por el mundo y por su santo padre en el balcón. Saben que León XIV no se olvida de Chiclayo, ni Chiclayo de él.
Así es esta gente, entregada y generosa. Probablemente eso es lo que vio aquí Prevost, el cuarto obispo de una diócesis joven y pobre, pero muy bien dispuesta. Se fundó en 1956. Sus dos primeros pastores, Daniel Figueroa e Ignacio Orbegozo, descansan en el santuario de Nuestra Señora de la Paz, en el extremo occidental de la ciudad, en dirección al mar, en una capilla bajando unas escaleras. Está expuesto el Santísimo, y una mujer, sola, le canta. Escucharla remueve las entrañas.
El rector de este santuario es hoy el padre José Antonio Jacinto, que en tiempos de Prevost servía en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, un templo que lleva un cuarto de siglo en construcción. En el año 2005, el tercer obispo de la diócesis, monseñor Jesús Moliné —ahora felizmente retirado en la ciudad española de Zaragoza, su localidad natal— le pidió levantar no solo el templo, sino un complejo parroquial. «Empezamos casi de cero, con familias sencillas, con donativos pequeños», cuenta el padre José Antonio. A partir de 2014, cuando monseñor Robert visitaba las obras, siempre los animaba a continuar y añadía: «Está muy bien construir, pero recuerden que somos piedras vivas». Entre aquellas privaciones, un día, medio en broma, don José Antonio le mencionó al papa que andaba con un carro viejísimo. Era el año 2023, y faltaba muy poco para que Prevost se marchara a Roma, llamado por el papa Francisco. Antes de irse, dejó un regalo para la parroquia: su propio coche, «un auto negro, elegante y sencillo a la vez», refiere el sacerdote con agradecimiento. «Así era él: desprendido».
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