El 21 de febrero de 1972, Richard Nixon aterrizó en Pekín. Fue la primera vez que un presidente estadounidense visitaba China. Al pie de su avión lo esperaba el jefe de Gobierno, Zhou Enlai, al que le estrechó la mano. Se trató de un gesto lleno de significado y una petición tácita de disculpas, ya que en 1954 el entonces secretario de Estado, John Foster Dulles, se había negado a saludar a Zhou durante una cumbre en Ginebra. Un desprecio que China no había olvidado. El viaje de Nixon inició la distensión entre ambas potencias después de dos décadas sin relaciones diplomáticas. La cumbre, que duró una semana, cambió el curso de la Guerra Fría y dejó imágenes históricas, como el encuentro de Nixon con el presidente del Partido Comunista, Mao Zedong. Un líder de 79 años de salud frágil, pero con la determinación intacta. Lo inimaginable había ocurrido.

Todo comenzó a mediados de julio de 1971 con una inesperada intervención televisiva en la que Nixon anunció su visita a Pekín. Según dijo, la propuesta había partido de la Casa Blanca y Mao la había aceptado después de dos años de negociaciones. Al día siguiente, The Washington Post afirmó con grandilocuencia: «Si el presidente hubiera dicho que se iba a la Luna, el mundo no se habría quedado tan estupefacto». Posiblemente, tenía razón.

Nixon era un anticomunista convencido y la guerra de Vietnam se había recrudecido por el incremento del apoyo chino a los norvietnamitas, como había sucedido en Corea. Pese a ello, Estados Unidos sabía que ya no se podía excluir al gigante asiático del concierto internacional, algo que el presidente había revelado en su discurso inaugural de 1969: «No podemos permitirnos que cientos de millones de personas continúen en un aislamiento hostil»

Pocos meses después, Nixon dispuso la retirada definitiva de Vietnam y aceptó que la República Popular de China (comunista) entrara en la ONU. Esto significó la salida inmediata de la República de China (nacionalista, conocida como Taiwán, aliada de Washington y miembro del Consejo de Seguridad desde 1945). Una vez más, se confirmó el viejo principio de lord Palmerston de que los países no tienen aliados sino intereses.

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El 17 de febrero de 1972, unos días antes del viaje a China, el presidente Nixon se reunió con algunos líderes del Congreso: Margaret Chase Smith, Spiro Agnew y Gerald Ford, entre otros.

¿Qué interés tenía EE. UU. en que la China de Mao entrara en la ONU? Por un lado, debilitar a la URSS y, de paso, agravar el enfrentamiento interno del comunismo entre soviéticos y chinos. Esta división había surgido en 1953 con la muerte de Stalin, al que Mao admiraba. A partir de ese momento, las relaciones empeoraron, sobre todo cuando el nuevo líder ruso, Nikita Jrushchov, propuso una «coexistencia pacífica» con el bloque occidental. Mao la rechazó de plano porque aplastar el capitalismo era un principio irrenunciable.

Desde ese instante, China comenzó a disputar a la URSS la supremacía en el bloque comunista, pero las diferencias estallaron definitivamente en 1969, cuando ambas potencias se enfrentaron en el río Ussuri debido a problemas fronterizos. Resultado: ciento cincuenta muertos. La amenaza de una guerra nuclear sobrevoló el mundo, pero, como había ocurrido en la crisis cubana de 1962, terminó con una retirada pactada. Según el historiador Lorenz Lüthi, especialista en esta etapa, «la confrontación de la URSS y China es un acontecimiento clave —y poco recordado— de la Guerra Fría, a la altura de la construcción del Muro de Berlín, la Crisis de los Misiles o Vietnam». 

Con este escenario de fondo, Nixon llegó a Pekín.

1971, COMIENZAN LAS NEGOCIACIONES 

Henry Kissinger, poderoso secretario de Estado norteamericano en los años setenta y coprotagonista de este episodio de la historia, publicó en 2017 el libro China. Pese a que no se esforzó demasiado en buscarle un título, se trata de una obra muy valiosa porque analiza con perspicacia la estrategia internacional china desde el siglo XIX. Por supuesto, se detiene en las conversaciones que fraguaron el viaje de Nixon y, lo que es más interesante, cuenta su visita secreta a Pekín en julio de 1971 para prepararlo.

Con respecto al gigante asiático, los norteamericanos se movían en un territorio desconocido, ya que su experiencia con la diplomacia comunista se limitaba a los soviéticos. Obviamente, los chinos se comportarían de otro modo, más ceremonioso, más lento y sobre todo más enigmático.

Nixon quería alcanzar un nuevo estatus de paz que trascendiera el conflicto de Vietnam y las alarmantes perspectivas de la Guerra Fría. Esta se desplazaría al Mediterráneo en poco tiempo (Guerra de Yom Kipur en Israel, disputa greco-turca en Chipre, posible hundimiento de las dictaduras aliadas de Portugal y España…) y los norteamericanos necesitaban reducir su presencia en Asia, que era costosísima. Además, en 1972 se celebraban elecciones y, tras un primer mandato exitoso, Nixon precisaba un golpe de efecto internacional para seguir en la Casa Blanca: viajar a China se convirtió en el objetivo perfecto.

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Nixon en el Air Force One.

En el otro lado, Mao aspiraba a establecer relaciones con Washington. Ciertamente, China era una aliada de la Unión Soviética, pero temía un ataque de la URSS en las provincias situadas al norte del río Amarillo que habían pertenecido a Rusia hasta mediados del siglo XVII. En especial, Manchuria. ¿Era un miedo real? Hoy no lo parece, pero, tan solo un par de años antes del viaje de Nixon, la Unión Soviética había invadido Checoslovaquia. Es decir, si Moscú se atrevía a ocupar un país amigo en el corazón de Europa, atacar China no sería un problema. 

Por tanto, el acuerdo les interesaba a ambos.

APARTAR LAS PIEDRAS PARA AVANZAR MÁS RÁPIDO

Una de las ventajas de no existir relaciones previas era la ausencia de escollos inmediatos. Excepto, claro está, Taiwán y Vietnam. Sin embargo, la imposibilidad de un arreglo a corto plazo en estos países facilitó las cosas, ya que se excluyeron de las primeras reuniones. Sorprendentemente, podemos añadir. Ahora bien, en 1971, no lo olvidemos, Estados Unidos consideraba a Taipéi (Taiwán) como la única capital de China, y Pekín no existía a efectos diplomáticos. Allí no había embajada, ni oficinas comerciales, ni contacto directo entre ambos Gobiernos. Nada de nada.

La segunda anomalía se llamaba Vietnam. La guerra de Vietnam, para ser exactos, donde Estados Unidos combatía contra un aliado chino y en un territorio fronterizo con la potencia asiática. 

Por todo ello, la presencia de Kissinger en Pekín suponía un desplante al Gobierno vietnamita, al que sin embargo no le quedaba más remedio que ver cómo el problema taiwanés se convertía en el gran objetivo de Mao. Al fin y al cabo, para Pekín el principio de una sola China («Solo existe una nación en el mundo llamada China y es la China comunista») era innegociable. Con Vietnam, en cambio, no había ningún compromiso. La ideología, decía Mao, es mala consejera en asuntos internacionales.

Para que las negociaciones no encallaran, el primer ministro Zhou le dijo a Kissinger que podían tratar la cuestión taiwanesa al final de la cumbre diplomática, sin pretender además dejarlo resuelto. Estados Unidos respiró aliviado porque no pensaba retirar sus fuerzas de la pequeña isla nacionalista, considerada por China una provincia rebelde a la que había que domesticar con la razón o con la fuerza.

Al término de esa primera reunión secreta, Zhou y Kissinger acordaron informar a la prensa y ratificar la invitación a Nixon para visitar China. El comunicado —una obra maestra de la diplomacia— permitió decir a cada parte que el verdadero interesado en el encuentro había sido el otro: «El primer ministro Zhou, conocedor del deseo del presidente Nixon de visitar la República Popular de China, ha cursado una invitación […] que el señor presidente de Estados Unidos ha aceptado con mucho gusto».

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Nixon llegó el 21 de febrero de 1972 al aeropuerto de Pekín, donde se dio calurosamente la mano con Zhou.

Tanto Mao como Richard Nixon entendían el riesgo de alcanzar acuerdos en el poco tiempo que dura una cumbre. Por eso, los diplomáticos acudieron a ella con los comunicados casi listos. Como siempre y desde siempre. En este caso, la redacción final se pactó casi por completo cuatro meses antes del viaje. Sucedió en la segunda visita de Kissinger a Pekín, esta vez oficialmente, en octubre de 1971.

Este segundo encuentro también se extendió varios días y, a las habituales declaraciones de principios, se unió una tregua política y un aviso a terceros: «Ni una ni otra parte deben pretender alcanzar la hegemonía en la región asiática del Pacífico y ambas se oponen a los empeños de cualquier otro país o grupo de países por establecer dicha hegemonía». Pese al estilo ampuloso, la conclusión resultaba evidente: se acordaba una posición común ante una eventual expansión soviética. Por mucho menos se habían forjado alianzas, pero los problemas que se habían diferido seguían en el mismo lugar. Por tanto, no habría progresos si no se abordaba la cuestión taiwanesa, un asunto en el que apenas existía margen de cesión.

La propuesta final norteamericana reconocía la existencia de una sola China y que Taiwán formaba parte de ella. Además, Washington aceptaba cualquier acuerdo pacífico al que llegaran ambas partes. Hasta entonces, se admitiría la libertad taiwanesa para desarrollarse económicamente y establecer sus propias instituciones. La clave del asunto estaba en la expresión «acuerdo pacífico», lo que impedía a China atacar Taiwán. 

Un terremoto diplomático de primer orden había comenzado. Y las réplicas llegaron a Moscú a la velocidad de la luz.

LA ENTREVISTA CON MAO

Siete meses después de la visita secreta, Nixon llegó a Pekín. Era el 21 de febrero de 1972, un día gélido y ventoso, pero imborrable para el hijo de campesinos cuáqueros de California. También un momento paradójico en el que el férreo anticomunista iba a diseñar el futuro mundial… con los comunistas.

Al recordar aquellas jornadas, Kissinger asegura que fue el acontecimiento más espectacular de la presidencia de Nixon. Este tenía una estrategia clara sobre el papel de Estados Unidos en el escenario internacional (la distensión entre bloques), y también mucha experiencia desde sus tiempos como vicepresidente con Eisenhower, en los años cincuenta.

Según las anotaciones de sus famosos cuadernos amarillos, Nixon resumió el desarrollo de las conversaciones en tres apartados: «1) qué quieren ellos: retornar a la comunidad internacional, Taiwán y expulsar a EE. UU. de Asia; 2) qué queremos nosotros: ¿Vietnam?, limitar la expansión china y reducir la amenaza de una confrontación bilateral; y 3) qué queremos ambos: estabilizar Asia y debilitar a la URSS».

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El coche que llevó a Nixon y a su mujer, Pat, a Diaoyutai State Guesthouse, recorrió unas calles casi desérticas.

El presidente norteamericano descendió del avión acompañado por su esposa, Pat, que lucía un simbólico abrigo rojo. Al pie de la escalerilla le esperaba el primer ministro Zhou Enlai, impecablemente vestido al estilo occidental, pero con una chaqueta de cuello mao bien visible. Ambos se dirigieron a Pekín en una pequeña comitiva. En las calles no había nadie y la llegada fue la última noticia del informativo nocturno.

Esta frialdad se vio compensada a las pocas horas con una invitación para reunirse con Mao. De nuevo, Kissinger lo relata en su libro China: «Invitar no es la palabra adecuada para definir la entrevista […]. No se programó ninguna cita. Todo sucedió como si se tratara de un fenómeno meteorológico». Es decir, algo inevitable que ocurría sin más. «El presidente Mao desea ver al presidente», dijo Zhou con nerviosismo. «¿Cuándo?», respondió Kissinger. «Cuanto antes y en solitario». Ningún miembro de la seguridad estadounidense pudo acudir a la residencia del líder comunista.

Mao recibió a Nixon en su despacho, una pequeña estancia atestada de libros y donde también había un catre de madera. El omnipotente oligarca quería presentarse como un filósofo desprendido del poder. Por eso no necesitaba impresionar a su invitado con un despliegue de símbolos majestuosos. Al entrar NixonMao se levantó de una butaca colocada en semicírculo junto a otras, le tomó las manos y sonrió con amabilidad.

Después de una hora de conversación, Mao hizo un comentario sorprendente: prefería tener acuerdos con Gobiernos de derechas porque se fiaba más de ellos. De hecho, de ser estadounidense, aseguró, habría votado por Nixon: «En cierto modo, me complace que la derecha llegue al poder». ¿Dónde? En Occidente, por supuesto, ya que de ese modo la URSS se mantenía ocupada y dejaba de pensar en China. La ironía elíptica del Gran Timonel brilló durante toda la reunión, pero sobre todo en la despedida: «Si el Partido Demócrata accede al poder, China también establecería contacto con ellos…, pero estoy seguro de que el presidente Nixon no lo permitirá».

La foto de ese encuentro se publicó en todos los diarios chinos y occidentales, que informaron de que no se había tratado ninguna cuestión problemática (la amenaza de la URSS, el papel de Japón, el futuro de Taiwán, el estatus de Corea del Sur…). Es decir, los mensajes más importantes de la reunión Mao-Nixon fueron los que no se formularon: ni peticiones, ni amenazas, ni plazos, ni límites. ¿Para que se celebró, entonces? Para que Nixon supiera que era bienvenido y que China no amenazaba a Estados Unidos, ni siquiera en Vietnam. Pekín deseaba una cooperación bilateral con independencia de que hubiera cuestiones graves sin resolver.

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El presidente Nixon pasó revista a las tropas chinas, acompañado por Zhou Enlai, en el aeropuerto, antes de emprender el viaje a Hangzhou.

En los días siguientes, los Nixon visitaron el emblemático Palacio de Verano y, por supuesto, la Ciudad Prohibida. También la Gran Muralla y las ciudades de Hangzhou y Shanghái. Sin embargo, Nixon no estaba allí para hacer turismo, y mantuvo reuniones con Zhou todos los días. Especialmente significativo fue el discurso de Nixon en la primera cena de recepción: «En tiempos pasados, hemos sido enemigos. Hoy seguimos teniendo grandes diferencias, pero nos unen intereses comunes que superan a esas diferencias». De nuevo, el pragmatismo por encima de todo.

Con esa disposición, los dos líderes hablaron de los objetivos a largo plazo y de los «poderes hegemónicos» (es decir, la URSS, a la que preferían no mentar), de acuerdos comerciales y de intercambios tecnológicos. Según transcurrían las jornadas, se dedicó cada vez más tiempo a preparar el documento final en el que se evitaría cualquier confrontación. 

Nixon estaba convencido de que China ascendería pronto al grupo de las potencias mundiales, capaz de desbancar a Gran Bretaña o Francia, pero también a la Unión Soviética. «A pesar del caos y las privaciones que sufren, es un pueblo con cualidades excepcionales y, a la larga, impulsarán al país». Por eso, Estados Unidos iba a normalizar sus relaciones con China.

El presidente estadounidense seguía siendo anticomunista, pero no había cruzado medio planeta para convertir a los chinos en demócratas. Esa tarea, además de inútil, no le correspondía a él. Lo que sí ambicionaba era un orden internacional estable que favoreciera la reducción del armamento nuclear y estimulara el comercio. 

El mundo había cambiado y Estados Unidos estaba dispuesto a hacerlo si su seguridad e intereses quedaban a salvo. Si para ello tenían que retirar a su embajador de Taiwán y llevarlo a China, lo harían. Si para ello debían abandonar Vietnam, lo abandonarían. Las exigencias geopolíticas importaban más que la ideología, y los chinos, que sufrían la amenaza de un millón de soldados soviéticos en su frontera norte, estaban de acuerdo.

¿AMIGOS PARA SIEMPRE? 

La presencia de Nixon en China dio paso a una semialianza en la que ambos países se coordinaron en diferentes acciones (como su posición hacia el otro gigante asiático, la India), pero sin establecer una obligación formal para ello.

El acercamiento chino-norteamericano de los años setenta empezó como un aspecto táctico de la Guerra Fría y evolucionó hasta convertirse en la génesis de un nuevo orden mundial. Ninguno de los dos países pretendió cambiar al otro y esta flexibilidad facilitó unos acuerdos que trascendieron a sus protagonistas. 

Sin evitar, por supuesto, las proclamas chinas contra el «imperialismo yanqui» (una retórica de consumo interno), al mismo tiempo que Pekín presionaba a Estados Unidos para ser más enérgico con los soviéticos. Como había afirmado Mao, la URSS constituía una amenaza mundial contra la que había que oponer una resistencia también mundial. En los tres años siguientes, otros líderes de primer nivel visitaron a Mao. Por ejemplo, el primer ministro japonés Tanaka Giichi (que había participado en la invasión nipona de China en la Segunda Guerra Mundial), el presidente francés Georges Pompidou, el canciller alemán Helmut Schmidt o el primer ministro británico Edward Heath.

Fotografía: DPA Picture Alliance. Alamy Stock PhotoCambiar por descripción de la imagen
Richard Nixon se reúne con su asesor de seguridad nacional, el doctor Henry Kissinger, en septiembre de 1972.

En Estados Unidos, se celebró la alianza con China, pero sobre todo su impacto en la Unión Soviética. La paz parecía más cercana, reforzada por la reducción de fuerzas en Vietnam y por la firma en Moscú ese mismo año de los acuerdos SALT I para la limitación de armas estratégicas. Taiwán se adaptó a la nueva realidad y, si bien tuvo que suspender sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos, mantuvo los conciertos comerciales y militares. China no se opuso y, pese a tensiones ocasionales, el statu quo pactado entonces sigue vivo hoy. Richard Nixon lo propició y los estadounidenses se lo reconocieron en los siguientes comicios, en los que el republicano arrasó a su rival, George McGovern. En las presidenciales de 1972, Nixon ganó en 49 de los 50 estados y obtuvo 520 votos electorales contra 17, algo que solo Reagan superaría en su segunda elección. Los dieciocho millones de votos de diferencia son todavía hoy el mayor margen de la historia en unas presidenciales. 

Tristemente, los logros de Richard Nixon pronto quedaron en segundo plano debido al caso Watergate y su posterior dimisión. Un escándalo de corrupción política y abuso de poder que le persiguió el resto de su vida.

Sin embargo, aquella semana de 1972 en China cambió el mundo. Para mejor.

LA GUERRA DEL PELOPONESO EN VERSIÓN SIGLO XXI

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Texto: Pablo Pardo, corresponsal del diario El Mundo en Washington.

Los empleados de la embajada china en Washington no duermen en sus casas en la ciudad. Lo hacen todos en un bloque de hormigón espectacularmente monstruoso en la esquina de las avenidas de Connecticut y Kalorama. El mazacote llama la atención por su tamaño y porque desentona en un barrio en el que los funcionarios tienen como vecinos a los embajadores francés y portugués, a Barack ObamaJeff Bezos, el presidente del Banco Mundial, David Malpass, y, hasta hace un año, a Ivanka Trump y Jared Kushner  

El edificio es en cierto sentido un símbolo del poder chino en Estados Unidos. Y, también, de las suspicacias que levanta ese poder. Unas suspicacias que ya forman parte de la cultura política estadounidense. En las últimas dos décadas, Washington ha considerado a Pekín, sucesivamente, como «competidor», «rival» y «adversario». Desde la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, la guerra fría entre ambos países es un hecho.

Eso es, sobre todo, una mala noticia para Xi Jinping. Ya el 24 de noviembre de 2018, el presidente chino le dijo en una conversación privada en Gran Canaria a la entonces vicepresidenta del Gobierno español, Soraya Sáenz de Santamaría, que su país afrontaba el peligro de caer en dos trampas. Una era la «trampa de los ingresos medios», es decir, la incapacidad de muchas economías (en especial en América Latina) de eliminar la pobreza definitivamente y entrar en el mundo industrializado. La otra, la «trampa de Tucídides» con Estados Unidos, que es como se conoce en las relaciones internacionales a la guerra del Peloponeso que enfrentó a Esparta —un poder ascendiente, o la China de entonces— con Atenas —la gran potencia del mundo heleno— hace 2450 años. Es un conflicto que apasiona a los estrategas estadounidenses, empezando por Eliot Cohen, uno de los arquitectos de la guerra de Irak, y que, aparentemente, también ha levantado interés entre sus rivales chinos.

Hoy en día resulta difícil imaginar una guerra como la del Peloponeso entre Estados Unidos y China por la sencilla razón de que podría desembocar en la aniquilación del mundo. Pero no cabe duda de que desde que Donald Trump llegó al poder, y, sobre todo, desde que en 2019 empezó a imponer sanciones a las empresas tecnológicas chinas, existe una guerra fría entre ambas potencias. Eso es algo plenamente asumido en Washington, donde el único debate al respecto es si se puede calificar así a un conflicto entre dos países cuyos modelos económicos no presentan las diferencias abismales de la época de la rivalidad entre Estados Unidos (democracia liberal) y la URSS (comunismo).

Así que el continuismo en el concepto general ha sido la norma de la política estadounidense hacia China con Biden. Eso, sin embargo, no quiere decir que no haya cambiado nada. Por un lado, el presidente demócrata ha introducido un componente ideológico en la disputa. Por otro, ha logrado, al menos por ahora, replicar con China el multilateralismo, que es la estrategia tradicional de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial a la hora de hacer frente a grandes amenazas internacionales. En tercer lugar, Biden ha tratado de buscar áreas puntuales en las que llegar a acuerdos con Pekín. Y, finalmente, ha endurecido en otros aspectos la retórica de Trump.  

El componente ideológico se basa en dos puntos cruciales: libertades políticas y persecución a la minoría uigur. Con Trump, los derechos humanos dejaron de contar en la política exterior de Estados Unidos, en lo que constituía un cambio en una posición de décadas. Con Biden han vuelto. Y eso, específicamente, pasa por calificar de «genocidio cultural» la represión a la minoría uigur del oeste de China, constituida por treinta millones de musulmanes centroasiáticos. La política de presión contra China, que incluye sanciones, tiene el apoyo de demócratas y republicanos en el Congreso, por lo que es de prever que se mantenga en el futuro.

El multilateralismo en el enfoque de las relaciones con China quedó de manifiesto en septiembre, con el anuncio de AUKUS. La nueva alianza militar entre Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos cambia la ecuación de poder en el Pacífico, porque, en virtud del acuerdo, Estados Unidos va a entregar tecnología para la construcción de submarinos nucleares (que, sin embargo, no estarán equipados con armas atómicas) a Australia. Así se va a convertir en el sexto país del mundo en contar con submarinos atómicos, que serán destinados a patrullar el mar del Sur de China. China se está anexionando esta sección del Pacífico —de una superficie similar a cinco Españas—, para desesperación de los otros países ribereños de esa masa de agua: Filipinas, Indonesia, Malasia, Vietnam y Taiwán.

AUKUS no es el único pacto de Estados Unidos contra China. Biden ha impulsado de manera dramática el Quad, del que también forman parte la India, Japón y Australia, y que incluye la cooperación militar y las maniobras navales Malabar, que se despliegan todos los años en el Pacífico o en el Índico. En el terreno tecnológico, Estados Unidos lanzó en septiembre en Pittsburgh una iniciativa para coordinar con los aliados europeos una serie de buenas prácticas que impidan la transferencia de tecnología a China. El Gobierno de Biden quiere que sus socios de Europa participen en la contención de China, y ya ha logrado que Gran Bretaña, Francia y Alemania patrullen el mar del Sur de China, y que Italia refuerce su presencia en el Mediterráneo oriental para así suplir la ausencia de barcos de esos países y de Estados Unidos que están en el Pacífico.

Pero la ideología no solo ha desempeñado un papel negativo en la nueva guerra fría entre China y Estados Unidos; Biden también ha forjado algunas áreas de colaboración, sobre todo en la lucha contra el cambio climático, donde Washington y Pekín firmaron una declaración conjunta el 10 de noviembre, en los márgenes de la COP26 de Glasgow. Fue un documento con pocas medidas concretas pero con contenido político, porque al menos ratificaba que ambas potencias son capaces de ponerse de acuerdo en algo.  

Ese avance, sin embargo, no compensa el desplome de las relaciones a otros niveles. En especial en Taiwán, donde Biden —que durante toda su carrera política ha mostrado una considerable propensión a cometer errores en entrevistas y ruedas de prensa— ha estado a punto de abandonar el concepto de «ambigüedad estratégica», en virtud del cual Estados Unidos no aclara si intervendría militarmente si China invadiera Taiwán. En todo caso, en noviembre Estados Unidos hizo público un secreto de primera magnitud: la presencia de soldados en Taiwán, donde realizan operaciones de entrenamiento de las Fuerzas Armadas de ese país. Biden expande el programa que Trump empezó.

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