La globalización ha destruido muchos empleos entre la clase trabajadora, lo que cercena su sentido de comunidad, autoestima y orgullo y los aboca a la desesperación. Aunque la pandemia y el paro han sacudido todo el mundo, el nobel de Economía Angus Deaton y la economista Anne Case han descubierto en Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo (2020) una epidemia que asola Estados Unidos hasta el punto de hacer descender su esperanza de vida: los suicidios, las enfermedades relacionadas con el alcoholismo y las sobredosis de droga.

Sísifo sube todos los días, cuesta arriba, una pesada piedra. Debe llevarla a la cima de la montaña y después una fuerza la hace caer hasta la llanura para volver a empezar desde el principio. Lo hace en soledad. Según el mito griego, este rey hizo enfadar a los dioses, que le castigaron con semejante tarea inútil. El filósofo Albert Camus retomó en 1942 esta imagen para ilustrar los sufrimientos del hombre moderno y presentar la encrucijada de si la vida vale o no la pena. Por eso, abre así su ensayo: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».

Angus Deaton Anne Case conocen bien los padecimientos del pobre Sísifo: se parecen a los de los estadounidenses. Son profesores eméritos de la prestigiosa Universidad de Princeton, en Nueva Jersey. Deaton recibió en 2015 el Nobel de Economía. Fue el reconocimiento a su compromiso con la investigación de las raíces de la pobreza. Case no tiene el Nobel, pero ha sido galardonada con el Premio Kenneth J. Arrow por sus estudios sobre los lazos entre salud y economía.

También son un entrañable matrimonio que veranea en Montana. Les gusta trabajar juntos: desde investigar hasta cocinar y pescar. En agosto de 2014 dedicaron sus vacaciones a emprender un nuevo proyecto: estudiar el vínculo entre felicidad y suicidio. Partían del hecho de que en su apacible Montana la tasa de suicidio cuadruplicaba la de Nueva Jersey. ¿Acaso la gente era menos feliz allí? ¿Por qué? Tiraron del hilo y vieron que el número de suicidios había aumentado en el país entero.

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Pusieron estos datos en contexto y descubrieron que no solo se incrementaban los suicidios, sino todas las muertes. ¿Sería una cuestión del envejecimiento? No: detectaron un aumento de mortalidad entre la gente de mediana edad, entre los cuarenta y los sesenta años. ¿Sería a causa de la crisis de 2008? Tampoco: la tendencia comenzaba en 1990. Durante cinco años siguieron la pista a los datos, a través de los registros del Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, y constataron que entre 2014 y 2017 también se acrecentó el número de muertes de estadounidenses. Se quedaron perplejos: la esperanza de vida nunca había caído durante tres años consecutivos. Solo había un precedente: entre 1915 y 1918, es decir, durante la Primera Guerra Mundial y la posterior epidemia de gripe.

El número de suicidios no era suficiente para explicar el aumento de muertes. Entonces, ¿por qué estaba muriendo la gente? ¿No había mejorado el capitalismo el nivel de vida y el bienestar material, como celebraba el propio Angus Deaton en su libro El gran escapeDeaton y Case encontraron un aumento en los «envenenamientos accidentales».

«¿Cómo podía ser? ¿Por alguna razón la gente bebía accidentalmente desatascador Drano o herbicida? En nuestra (entonces) inocencia no sabíamos que era la categoría que incluía la sobredosis de droga, o que había una epidemia de muertes debidas a los opioides», cuentan llanamente en su libro. Lo que había aumentado en Estados Unidos eran las enfermedades hepáticas por consumo de alcohol y, sobre todo, las sobredosis de droga; en concreto, de fármacos recetados para aliviar el dolor.

Suicidios. Opioides. Alcohol. Es difícil distinguir qué muerte fue accidental y cuál no. Si la sobredosis, en realidad, fue un suicidio. O si la persona que bebió hasta morir deseaba quitarse la vida. Por eso Deaton y Case las agruparon en lo que llaman «muertes por desesperación». Los tres tipos de defunciones tienen en común que son autoinfligidas, carecen de un agente externo y revelan «una gran infelicidad de vida».

BLANCO, MEDIANA EDAD, SIN ESTUDIOS

En 2017 murieron en Estados Unidos 2.809.769 personas, un 1 por ciento de sus ingentes 325 millones de habitantes. La primera causa de muerte fueron las enfermedades cardiacas y la segunda el cáncer. 156.237 estadounidenses fallecieron por una de las tres muertes por desesperación. «Es el equivalente a tres Boeing 737 MAX llenos de gente que caigan del cielo cada día sin supervivientes», ilustran Case y Deaton. 70.237 sobredosis de opioides, 47.107 suicidios y 38.893 muertes por enfermedad hepática alcohólica ese año. Los profesores añaden que, en comparación, hubo 40.100 víctimas en accidentes de tráfico y 19.510 homicidios.

En su investigación observaron que la desesperación acechaba por igual a hombres y mujeres, a jóvenes y viejos. Pero no sucedía lo mismo con blancos y negros. Aunque los afroamericanos tienen la tasa de mortalidad más alta del país, desde 1990 han vivido un progresivo aumento de la esperanza de vida. La brecha de defunciones entre ambas razas se ha reducido porque la epidemia de muertes por desesperación afecta sobre todo a los caucásicos.

156.237 ESTADOUNIDENSES FALLECIERON POR UNA DE LAS TRES MUERTES POR DESESPERACIÓN EN 2017. ES EL EQUIVALENTE A TRES BOEING 737 MAX LLENOS DE GENTE QUE CAIGAN DEL CIELO CADA DÍA SIN SUPERVIVIENTES.

Desde aquel verano de 2014 en Montana, Angus y Anne consagraron los cinco años siguientes a la investigación de esa «gran infelicidad vital». El resultado lo publicó en 2020 Princeton University Press con el título de Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo. En España lo editó Deusto, del Grupo Planeta, con una portada negra y la palabra «muertes» estampada en grande. No hace justicia a la mirada lúcida, el tono esperanzado y la enérgica denuncia a las farmacéuticas de Case Deaton.

El sociólogo Émile Durkheim, en su trabajo fundacional sobre el suicidio, publicado en 1897, detectó que la gente con mayor nivel de estudios era más propensa a suicidarse. Según Durkheim, la educación tendía a debilitar las creencias y los valores tradicionales que prevenían del suicidio. Desde luego, más de una vida se habría salvado si no hubiese bebido del romanticismo de las penas del joven Werther.  

Ahora sucede lo contrario. En las personas nacidas en el periodo de 1935 a 1945 el suicidio era igual de habitual entre aquellos con y sin título universitario. A partir de 1950, los estadounidenses sin una licenciatura estaban más expuestos al riesgo de morir por esta causa. Más aún: Deaton y Case descubrieron que la gran mayoría de los blancos de mediana edad que morían por desesperación no tenían estudios universitarios.

LA ECONOMÍA —EL CAPITALISMO— HA FALLADO A LA CLASE TRABAJADORA. EL TÍTULO UNIVERSITARIO ES UN PASAPORTE PARA ENTRAR EN UN MUNDO O EN OTRO. EN EL DEL TRABAJO MENOS CUALIFICADO, PREOCUPAN EL ESTANCAMIENTO DE LOS SALARIOS Y LA DESTRUCCIÓN DE UNA VIDA CON SENTIDO.

Además del papel de la cultura en la formación de las personas, en nuestra sociedad meritocrática los títulos son el pasaporte para un trabajo y una vida mejores. Deaton y Case lo ilustran con datos de 2017: el 84 por ciento de los estadounidenses entre los veinticinco y los sesenta y cuatro años con al menos una licenciatura conservaban un empleo. Dentro del mismo grupo de edad, pero solo con el diploma de secundaria, apenas el 68 por ciento trabajaba. Puede parecer justo: si te esfuerzas y estudias, accedes a una vida mejor. Si no, te expones a la epidemia de la desesperación. Deaton y Case citan entonces al profesor de Harvard Michael Sandel, quien denuncia que el sistema meritocrático es, en realidad, una aristocracia hereditaria. El ascensor social del american dream, del self-made man, está trucado. Según datos de Sandel recogidos en el reportaje de Nuestro Tiempo «¿Es justa la meritocracia?» [número 711], dos tercios de los estudiantes de la Ivy League proceden del 20 por ciento de las familias más pudientes del país. Tener mayor formación no es una simple cuestión de esfuerzo y mérito.

SIN FIESTA DE NAVIDAD

Deaton y Case secundan otras dos tesis de Sandel. La primera es que la supuesta meritocracia siembra en los menos afortunados el, en palabras del profesor de Harvard, «desmoralizador pensamiento de que su fracaso es obra suya, de que simplemente carecen del talento y la voluntad necesarias para triunfar». La segunda es la determinante influencia que tiene la educación universitaria a la hora de acceder a un empleo mejor pagado. En concreto, Sandel advierte de que esto presume una degradación moral de las profesiones que requieren menos estudios. 

Sin embargo, la desesperación de quienes no alcanzaron un título universitario no procede stricto sensu de la ausencia de un empleo bien pagado. La desmedida influencia de la educación superior no tiene solo que ver con dinero o bienes materiales. De hecho, la tesis que enhebra Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo es que lo que les falta es algo inmaterial

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Por una parte, la globalización hace que las empresas deslocalicen sus fábricas. Por otra, se sustituyen las labores manuales por máquinas. Así, hay menos trabajo que hacer con poca cualificación. Y el que queda no está unido —ni física ni emocionalmente— al corazón de la empresa. Se subcontrata a limpiadores, bedeles, repartidores, conserjes, obreros, camareros, cocineros, conductores. No pertenecen a la empresa, lo que les resulta alienante. «Ya no están invitados a la fiesta de Navidad», ironizan los autores citando al economista Nicholas Bloom

Case y Deaton esgrimen con frecuencia que la economía —el capitalismo— ha fallado a la clase trabajadora. El título universitario es un pasaporte para entrar en un mundo o en otro. En el del trabajo menos cualificado, denuncian el estancamiento de los salarios y la desestructuración de una vida con sentido, que se entrevé en la metáfora de la cena de Navidad. Explican este último punto, esencial en su investigación, volviendo a Émile Durkheim: «El trabajo no es solo una fuente de dinero; es la base de los rituales, las costumbres y las rutinas de una vida de clase trabajadora. Si se destruye el trabajo, con el tiempo el estilo de vida de la clase trabajadora no podrá sobrevivir. Es la pérdida del significado, de la dignidad, el orgullo y la autoestima que acompañan a la pérdida del matrimonio y de la comunidad lo que causa la desesperación, no solo, o ni siquiera principalmente, la pérdida de dinero. Nuestro discurso se hace eco de la explicación del suicidio que dio Émile Durkheim sobre cómo el suicidio tiene lugar cuando la sociedad es incapaz de proporcionar a algunos de sus miembros un marco dentro del cual pueden vivir una vida digna y con sentido».

ADICTOS A LOS OPIOIDES

En 2019, los médicos dieron opioides a 98 millones de estadounidenses, más de un tercio de la población adulta. Este dato habla de un país dolorido. Este otro, de una industria negligente: en 2012 se prescribieron opioides suficientes para que cada ciudadano mayor de edad contara con reservas para un mes. Y este último retrata un país adicto, desesperado: los opioides recetados explican una cuarta parte de las 70.237 muertes por sobredosis de 2017. La heroína y el fentanilo —opioides ilegales— causaron el otro 75 por ciento de envenenamientos.

El fentanilo es cincuenta veces más potente que la heroína y cien veces más que la morfina. Una dosis de dos miligramos unida a otros opioides o al alcohol resulta letal. En el mercado negro se importa desde China a través de México y se mezcla con heroína y cocaína para potenciar su efecto. Que la gente muera no disuade a los clientes de los camellos. Todo lo contrario: «Los adictos a los opioides están tan desesperados por no sentir nada que consideran una muerte como un indicador de que el proveedor es deseable», explican los autores para advertir de que detrás de las sobredosis hay intentos de suicidio. «La gente o bien quiere morir o le da todo igual excepto satisfacer su adicción, aunque les mate».

Según un artículo de Newtral, desde 2019 a 2021 las muertes por sobredosis de fentanilo aumentaron un 94 por ciento. Se estima que les arrebata la vida a casi doscientos estadounidenses al día. Esta herida desangra a los jóvenes: el fentanilo es la causa líder de fallecimiento de los estadounidenses de 18 a 49 años. Ya en 2015 la Administración de Control de Drogas (DEA), dedicada a la lucha contra el contrabando y el consumo de estupefacientes, categorizó la crisis de los opioides como epidemia.

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«¿Por qué la epidemia es mucho peor en Estados Unidos y apenas está presente en la mayoría de los demás países ricos? […] ¿Por qué, además, los estadounidenses con una licenciatura rara vez mueren de sobredosis y por qué estas son las causas del 90 por ciento de las muertes entre los que no tienen un título universitario de cuatro años?», se preguntan Deaton y Case. La razón se puede resumir en que el exceso de recetas legales acostumbró a la nación a una dosis. Cuando la industria corrigió esta tendencia, los estadounidenses ya eran adictos: toleraban la dosis y necesitaban más.

Deaton y Case explican esta «historia del dolor» en parámetros de oferta y demanda: «En la epidemia, el lado de la oferta fue importante —las empresas farmacéuticas y sus facilitadores en el Congreso, los médicos imprudentes con las recetas—, pero también lo fue el lado de la demanda —la clase trabajadora blanca, la gente con menos estudios, cuya vida ya de por sí angustiada era un terreno fértil para la avaricia corporativa, un sistema regulatorio disfuncional y un sistema médico deficiente—».

Además de en mortalidad, Anne Case es una experta en morbilidad, es decir, en la mala salud de los vivos. Para conocerla, junto con los análisis de sangre y orina, los médicos examinan los cuatro «signos vitales»: presión arterial, pulso, temperatura y frecuencia respiratoria. Como cuentan los autores, cada vez más preguntan por un quinto signo vital: el dolor.

Medirlo es como retratar algo invisible, como achicar agua con un colador. El dolor es como una amarga corriente de impotencia, frustración y soledad. Para cuantificarlo, la Encuesta Nacional de Entrevista de Salud visita todos los años, desde 1997, alrededor de treinta y cinco mil hogares. Consultan a la gente acerca de sus emociones y sus obstáculos para desempeñar tareas cotidianas: andar cuatrocientos metros, subir diez escalones, ir al cine y socializar con amigos. En estos últimos veinte años, las dificultades para estar con amigos se han duplicado entre los estadounidenses blancos sin estudios. Por eso, subrayan Deaton y Case: «Capacidades cruciales que hacen que valga la pena vivir están en riesgo, entre ellas la de trabajar y la de disfrutar de la vida con los demás».

FARMACÉUTICAS CÓMPLICES

Lo normal es que el dolor aumente con la edad, como sucede en el resto de países ricos e industrializados según la encuesta Gallup. En Estados Unidos no: los blancos de mediana edad sienten más dolor que la gente a los ochenta. Y, oh, sorpresa, lo están experimentando más los que no poseen un título universitario. Los estados en los que la gente sufre coinciden con los que registran más suicidios, más desempleo y más aislamiento debido a su baja densidad poblacional: Montana, Alaska, Wyoming, Nuevo México, Idaho y Utah.

En esos lugares solitarios, sin empleo, sin un plan diario, sin perspectiva de futuro, sin esperanza, la vida se asemeja a la de Sísifo. Entonces, algo libera a Sísifo de su carga: llega la oferta. Antes que el fentanilo apareció el OxyContin, el nombre comercial de la oxicodona, un analgésico que se vende solo con receta. Lo patentó Purdue Pharmaceutical y lo aprobó en 1995 la Administración de Alimentos y Medicamentos. 

Este opioide legal es casi dos veces más potente que la morfina y se administra por vía oral en forma de pastillas de 10 a 80 miligramos para aliviar el dolor intenso de la artritis o el cáncer. La fórmula del OxyContin es de liberación lenta, lo que lo popularizó como un analgésico con el que dormir sin dolor toda la noche. En la calle lo apodan oxi o hillbilly heroin, que significa «heroína rústica». Heroína porque la oxicodona produce un estado de euforia muy parecido al de ese opiáceo semisintético. Por eso es altamente adictiva. Rústica porque es más barata y fácil de conseguir en el mercado negro que la heroína.

«EN LA EPIDEMIA, EL LADO DE LA OFERTA FUE IMPORTANTE —LAS EMPRESAS FARMACÉUTICAS Y SUS FACILITADORES EN EL CONGRESO, LOS MÉDICOS IMPRUDENTES CON LAS RECETAS—, PERO TAMBIÉN LO FUE EL LADO DE LA DEMANDA».

Las farmacéuticas abusaron de su fabricación. Los médicos abusaron de las dosis y las recetas. El excedente de oxi facilitó su acceso a la venta ilegal. Y los pacientes hicieron otro tanto. En vez de tragar la pastilla entera, la masticaban o pulverizaban para aspirar o inyectársela. Usarla así implicaba desarrollar tolerancia hacia sus efectos, es decir, aumentar la dependencia. Si necesitaban más, en el mercado negro ya había heroína y fentanilo. No fue hasta 2011 cuando Purdue ajustó la fórmula del OxyContin y advirtió de cómo debía tomarse. Aunque eso implicó que las muertes por sobredosis de opioides recetados dejaran de aumentar, Case y Deaton son muy críticos: «La reformulación permitió a Purdue renovar la patente, que estaba a punto de expirar, lo que probablemente preocupaba más a la empresa que salvar vidas».

Ya era tarde. Así narran los autores el punto de inflexión en la epidemia de los opioides: «Las muertes por sustancias con receta fueron sustituidas por decesos por heroína, y el total de fallecimientos por sobredosis siguió aumentando. Los camellos esperaban junto a las clínicas de tratamiento del dolor a los pacientes cuyos médicos les habían denegado nuevas recetas». Con el letal fentanilo en la calle y la responsabilidad de la adicción en las manos, Purdue intentó recular y creó un tratamiento asistido con medicación para tratar la adicción. 

LA INVESTIGACIÓN DE CASE Y DEATON NO VA SOLO SOBRE MUERTES, SINO TAMBIÉN SOBRE EL FUTURO DEL CAPITALISMO. ESTOS DOS PROFESORES DE PRINCETON OBSERVAN UN DRAMA COMPLEJÍSIMO, UNA CONSTELACIÓN DE HERIDAS QUE SE INFECTAN ENTRE SÍ, PERO VEN EN EL FONDO UN FALLO DEL SISTEMA.

«Es como si el envenenador del agua corriente, tras matar y hacer enfermar a decenas de miles de personas, exigiera una enorme cantidad de dinero a cambio del antídoto para salvar a los supervivientes», denuncian Deaton y Case. No son los únicos críticos con Purdue. El afamado periodista de investigación de The New Yorker Patrick Radden Keefe publicó en 2021 El imperio del dolor, un libro que muestra la codicia, la corrupción y la avaricia de la hasta entonces aplaudida familia Sackler, propietaria de Purdue Pharma. Deaton y Case citan el artículo de 2017 con el que comenzó la investigación de Keefe,«La familia que hizo un imperio de dolor»: «La mayoría de las prácticas cuestionables que impulsaron a la industria farmacéutica hasta convertirla en la calamidad que es hoy pueden atribuirse a Arthur Sackler». 

Case y Deaton denuncian injusticias porque su investigación no va solo sobre muertes, sino también sobre el futuro del capitalismo. Estos dos profesores de Princeton observan un drama complejísimo, una constelación de heridas que se infectan entre sí, pero ven en el fondo un fallo del sistema: «La historia de los opioides muestra el poder que tiene el dinero para impedir que la política proteja a los ciudadanos corrientes incluso frente a la muerte». 

Si a Sísifo le das una piedra más pesada de lo que puede soportar, sentirá dolor. Si su trabajo está desconectado de la comunidad, sin sentido de pertenencia, sin otra perspectiva que volver a ver rodar la piedra ladera abajo, lo razonable es que no encuentre significado a su esfuerzo. Si el sistema no ofrece a Sísifo la posibilidad de vivir una vida con aspiraciones, sino el analgésico para soportar su dolor, es lógico que tarde o temprano la adicción devenga en sobredosis. Por eso Deaton y Case rechazaron hablar del fracaso del capitalismo y eligieron el futuro del capitalismo. No está todo perdido. Que Sísifo busque con quien compartir su labor y disfruten juntos de las vistas desde la cima.

EL SISTEMA SANITARIO CONTIENE LAS «MUERTES POR DESESPERACIÓN» EN ESPAÑA

Algunos estudios recientes apuntan a un incremento de fentanilo en el narcotráfico barcelonés, y los suicidios aumentan cada año en nuestro país. Sin embargo, el profesor Angus Deaton descarta en el corto plazo un panorama similar al de Estados Unidos gracias al correcto funcionamiento del sistema sanitario español.

Cabe preguntarse, en este mundo globalizado, por qué las muertes por desesperación son un fenómeno específicamente estadounidense y qué factores evitan su expansión a otros lugares. En conversación con Nuestro Tiempo, el Nobel de Economía Angus Deaton indicó que «también la clase trabajadora de Europa sufre los estragos del desempleo por la globalización y la pérdida de buenos trabajos para personas menos cualificadas».

Lo natural sería esperar una respuesta idéntica al mismo estímulo. Y, en efecto, en España se suicidan cada vez más personas. Es la primera causa de muerte no natural desde 2008, cuando superó por primera vez a los accidentes de tráfico. En 2018, 3.539 personas se quitaron la vida; en 2021, 4.003: once al día. Aun así, en ese aumento influye más la pandemia que la «epidemia de la desesperación». La tendencia en España es menos pronunciada que en Estados Unidos. Deaton y Case entienden que un factor que dispara el suicidio es la existencia de medios para cometerlo. Mientras que en nuestro país es complicado disponer de un arma de fuego, en EE. UU. se consideran casi un bien de consumo. El estudio de los autores muestra que en los estados con menos densidad poblacional, peor salud y mayor tasa de suicidio es más común encontrar armas de fuego. Ante esta evidencia, manifiestan prudentes que hay una estrecha relación entre la desesperación de los blancos con menos estudios, el desamparo de la clase trabajadora y el voto a Trump.

Tampoco sucede en España, ni de lejos, la crisis de opioides ni la epidemia de fentanilo. Deaton y Case aducen que la clave está en la diferencia en el sistema sanitario, pues en Estados Unidos «mucha gente no tiene un doctor habitual y no hay registros médicos unificados», lo que facilita el descontrol en la receta de opioides. En España no hay tal demanda —tal dolor— ni tal oferta irresponsable que provenga de la industria farmacéutica. Deaton señaló a Nuestro Tiempo que, para su estudio, no consideraron en absoluto el caso español. «No hemos encontrado un aumento de muertes por desesperación en Europa, excepto en los países de habla inglesa. Tenéis un sistema sanitario mucho mejor que el estadounidense y no permitís a las farmacéuticas hacer adicta a la gente por dinero, por eso los opioides no suelen usarse fuera del ámbito clínico. Vuestro sistema sanitario es mucho más barato que el nuestro y no está financiado con impuestos fijos», asegura.

No obstante, varios estudios de 2022 del Hospital del Mar y el Hospital Germans Trias i Pujol han detectado fentanilo en el narcotráfico de Barcelona. Analizaron las muestras de orina de 187 pacientes en tratamiento de desintoxicación y localizaron fentanilo en dieciséis muestras, el 8,6 por ciento. En una investigación anterior, lo encontraron en el 4 por ciento. Aumenta su presencia, pero es pequeña.

Aunque estos factores resultan alarmantes, la envergadura del problema no tiene punto de comparación con la de Estados Unidos. En cualquier caso, los suicidios, las enfermedades relacionadas con el alcoholismo y las sobredosis no dejan de ser síntomas de una profunda infelicidad en la clase trabajadora. Plantea un reto para los países ricos recuperar el sentido de comunidad en este grupo. 

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