Fotografía: Alberto Saiz
El filósofo Higinio Marín.

¿Vivimos en un mundo inhóspito? El filósofo Higinio Marín [Fia 88 PhD 92], rector de la universidad CEU Cardenal Herrera, cree que sí, porque no sabemos acoger a los que llegan ni despedir a los que se marchan. En el fondo, el mal que aqueja a nuestro tiempo es lo que él llama «la crisis del dentro»: no solo una crisis de la vivienda, sino también una del hogar. Pero Marín está lejos de ser pesimista. Diagnostica con precisión la enfermedad contemporánea —la jovialidad, inmadurez perpetua—, que incapacita al universo woke para perdonar. Pero da también el remedio: lo que salva al hombre es la incondicionalidad, la posibilidad de fundar una casa, un espacio al que volver. Porque «volver, lo que se dice volver, solo se vuelve a casa». Charlamos con él sobre su último libro, Filosofía breve de la vida.

Ha anochecido y están cerrando las puertas de la basílica de la Virgen de los Desamparados de Valencia cuando Higinio Marín (Madrid, 1965) pasa por delante de camino al coche. Es febrero, y hace pocos días regresó de Pamplona, donde impartió la conferencia del Día del Patrón de las Facultades Eclesiásticas sobre el origen de la civilización. Acaba de conversar con Nuestro Tiempo en el Palacio de Colomina, una de las sedes de la Universidad CEU Cardenal Herrera, de la que es rector. Entonces se detiene y dice: «¿Sabes? Hay libros que solo se pueden escribir en un estado de obsesión». Lo dice por un texto que lleva tres décadas rumiando y que todavía no ha encontrado el remanso de intensa quietud que necesita para tomar forma. En los inicios de su carrera publicó La invención de lo humano. La génesis sociohistórica del individuo (Iberoamericana Vervuert, 1997), un libro que pretendía retratar los cinco momentos de la historia cultural del ser humano. Pero consiguió escribir cuatro. «Entonces tenía treinta años y no podía hacer el capítulo correspondiente a la cultura contemporánea. Ahora, treinta años después, creo que puedo». 
En el ínterin han sucedido muchas cosas. Estudió Filosofía en la Universidad de Navarra. En el colegio mayor coincidió, entre otros, con el columnista de esta cabecera Enrique García-Máiquez y, en las aulas, aprendió del que considera uno de sus dos grandes maestros, Rafael Alvira. Defendió una tesis titulada La antropología aristotélica como filosofía de la cultura en la que estaban ya incoados muchos de sus temas (el interés por la vida, por la cultura, por lo moviente; la sensación de que «el tiempo se les había escapado» a los filósofos premodernos) y ejerció la docencia en el campus hasta 1997. Ese último curso lo compaginó con la labor de profesor asociado en la Universidad Pública de Navarra. Enseñó después en la Universidad Católica San Antonio de Murcia hasta 2006, cuando se incorporó a la CEU Cardenal Herrera. En mayo de 2023 lo nombraron rector de esta universidad valenciana.
En el mismo intervalo, Marín se convirtió en un orgulloso padre de familia —ahora también abuelo— y escribió una docena de libros, dos tareas con las que identifica en su vida un patrón de «crecimiento y multiplicación». Después de Mundus: una arqueología filosófica de la existencia (Nuevo Inicio, 2019), Agorafilia (Libros Canto y Cuento, 2021) y Humano, todavía humano (La Huerta Grande, 2021), acaba de llegar a las librerías Filosofía breve de la vida (Encuentro, 2025), un volumen que da lo que promete —filosofía, brevedad, vida— y mucho más. El índice espolvorea cincuenta verbos como racimos para pensar la vida —que, según argumenta, equivale a vivirla el doble—: nacer, crecer, andar, jugar, obedecer, salir, volver, comer, bañarse, dormir, cuidar, pasear, leer, escribir, atender, tocar, abrazar, besar, llorar, tontear, rogar, ofrecer, recordar, esperar, sepultar… morir. 
Después de treinta años metido hasta el tuétano en esa doble, indisociable actividad de pensar y vivir («Hay cosas que se pueden distinguir, pero no separar», cita a Alvira), no solo se ve preparado para escribir sobre el hombre contemporáneo, sino que ofrece en esta obra aguda, breve y accesible una meditación profunda que excava las grandes cimas filosóficas, pero también otras. La vida corriente, sobre todo. O la literatura. «Tiendo a interpretar que el carácter estanco entre la literatura y la filosofía es artificial —sostiene—; lo adjudico a demarcaciones gremiales». Por eso se pasma con La carretera de McCarthy, cita el Quijote, Moby Dick, a Caperucita Roja, a Sísifo y a Narciso y, por supuesto, la Odisea. La leyó y no entendió nada hasta que cayó en sus manos un libro del que considera su otro maestro, Jacinto Choza: Ulises, un arquetipo de la existencia humana.

Dice usted sobre la Odisea que es un catálogo de todos los motivos por los que un hombre no vuelve a casa. ¿Ha olvidado el mundo contemporáneo el camino de vuelta al hogar?

Te pones en la Odisea y te pones en el Ulises de James Joyce (que es la Odisea de la modernidad) y te encuentras que la estructura que conforma la existencia del hombre, tanto el antiguo como el moderno, tiene que ver con si en casa hay alguien esperándote o no. A Homero le parece que la figura que explica la existencia humana es un sujeto que tiene a alguien esperándole, pero es consciente de que hay formas de existencia desgraciadas, como la de Agamenón, que no tiene a nadie. Pero a Joyce le parece que la morfología de la existencia que da razón de la vida humana y del mundo es la de un sujeto al que su mujer le engaña y que no tiene a dónde volver. Rafa Alvira, con su magisterio inspirador, me enseñó que volver, lo que se dice volver, solo se puede volver a casa. Y solo tiene casa aquel al que le esperan incondicionalmente.

¿Se puede pensar el mundo desde esa perspectiva?

Esa memoria que se resiste a dejar caer en el olvido la ausencia es el resorte de la humanidad como forma de existencia en el mundo y como origen de la civilización. Lo que hace humano al hombre es la posibilidad de fundar una casa. Hoy se escucha la afirmación casi unánime de que el hombre ya no puede habitar el mundo. A mí me parece que el mundo es todavía habitable porque creo, a diferencia de la mayor parte de los filósofos contemporáneos, que existe lo incondicional: una lealtad incondicional, un perdón incondicional. Y ese tipo de relaciones son las que fundan un espacio al que se puede volver. 

¿Cómo se construyen las relaciones incondicionales?

Hay un momento en el que el sujeto tiene que concretar —que viene de cum crescere, crecer con—, y eso es a la vez un fenómeno de madurez y una crisis de la adolescencia. No todas las chicas: esta. No todos los oficios: este. No todos los lugares: este. La capacidad de someterse a esa restricción es un episodio constitutivo del crecimiento. Con ese concrecer, el sujeto se vincula a la suerte de una esposa, unos vecinos, una tradición cultural. El mundo en el que existimos está lleno de lados: mi familia, mis amigos, mi país son mi lado. Pero nadie ocupa el centro, nadie está en contacto con todos. Y yo no puedo aspirar a ser la conciencia universal, si no es en y mediante esa concreción. 

¿Urge una reflexión filosófica sobre la crisis de la vivienda?

Si, como decía uno de mis profesores, la cultura no da para una metafísica, la metafísica no da para entender al hombre. Porque la comprensión lograda de lo humano requiere pensar también la cultura y el hogar: hace falta una metafísica de la casa. ¿Qué es? El dentro al que se puede volver. No es un espacio configurado por los límites físicos del domicilio, sino por la mutua puesta a salvo que hacen entre sí los sujetos de ciertas vulnerabilidades. Resulta, además, que esas vulnerabilidades coinciden con los hábitos domésticos: dormir, comer, bañarse y conversar, que es la forma máxima de exposición. Todo eso está de modo germinal y prefigurado, pero cumplido, en el fuego —no en vano hogar es tanto casa como lugar del fuego—, en la victoria sobre la noche y el invierno. ¡Eso es lo típico de una casa! 

El asunto no es que el hombre moderno sea un nómada, porque ellos tienen casa y la llevan consigo: es el fuego. No, no es un nómada, es un desterrado al que siempre acompaña el desarraigo. Incluso los que habitamos en una vivienda, antes o después, notamos que estamos de paso, que nuestra casa llegará a otras manos, que nuestra existencia no impregna ese lugar. En este mundo somos nómadas, y lo somos en todas las dimensiones. Creo que se puede hacer una metafísica de la casa en la que prevalezca esa condición nómada. La casa da forma a nuestra habitación del mundo. Pero el mundo mismo es un sitio al que se llega y del que se sale.

Se diría que el nomadismo se incorpora a la propia estructura de su libro, cuyos capítulos son verbos. ¿Es un libro en movimiento?

Es una cosa —por utilizar palabrotas de filósofo— matricial. La metafísica me parecía estática. Y pensar el ser sin pensar el tiempo era pensar un ser que no era el humano. El enfoque aristotélico era muy ajeno a la historia y a la biografía. Sin embargo, en el existencialismo europeo parece que el drama de la existencia empieza con el acontecimiento de la autoconciencia libre. Encuentro acertado el movimiento freudiano de querer escarbar más allá de la infancia. Lo que pasa es que Freud buscaba el pozo de la estructura psíquica. Y, para mí, el resorte está en la estructura genealógica. Somos un linaje. ¡Somos nacidos de mujer, y no un supuesto inconsciente cuya verificación es imposible! Por eso, si me pongo solemne, diría que Filosofía breve de la vida es una teoría de las operaciones vitales, pero declinada en sus dimensiones histórico-culturales y biográfico-existenciales.

¿Es un libro conservador, contramoderno, reaccionario o contemporáneo?

He pensado mucho sobre eso. Soy, como todos, moderno, porque la pretensión de eludir la modernidad es inequívocamente moderna. Y, por tanto, el pensamiento reaccionario es un producto genuino de la modernidad (aunque espero no parecer reaccionario) porque solo a un moderno se le puede ocurrir la disponibilidad libre y crítica de la propia tradición. Mantengo elementos de las tradiciones morales más antiguas. Y, sin embargo, afirmo la libertad y pienso que las disposiciones básicas de la existencia encaminan y habilitan la inteligencia. 

Entonces, moderno con matices.

No podemos no ser modernos, porque la tradición se nos ha revelado como un marco disponible. Y así se hace plural: simultanea tradiciones en discusión. Esto lo dice muy bien Taylor. A diferencia de lo que sostiene la filosofía premoderna, en el principio no está solo el logos como raciocinio, sino también como discurso. Por tanto, la libertad es tan principial como la razón. Descartes descubrió que, donde él ponía la duda, toda la tradición filosófica anterior, sin advertirlo, había puesto un acto de confianza. Yo soy moderno, pero soy un moderno crítico porque considero que el acto de confianza es más legítimo y justo con la realidad que la duda, la sospecha o la crítica en sentido moderno, aunque todas tengan también su pertinencia. 

Ha mencionado antes el madurar como una crisis de la adolescencia. Es una etapa muy relevante en cualquier biografía que usted analiza con la perspectiva del verbo salir.

En la dimensión biográfico-existencial se vuelven relevantes las edades de la vida en tanto que son acontecimientos constitutivos de la morfología del sujeto. Yo no lo llamaría adolescencia para no comprometer todos los supuestos psicológicos y sociológicos de esa palabra, pero hay un momento donde el sujeto experimenta una soledad que ya no queda satisfecha con la compañía de los que están dentro, de los de su propia casa. Y, por tanto, se siente impelido a salir. Y se encuentra a otros en la misma tesitura. Entonces se da el hecho sorprendente de que los individuos empiezan a dirigir sus propios pasos, pero lo hacen con gozo en una especie de coreografía multitudinaria. Es una especie de jovialidad del estornino.

¿Cómo es posible que la reflexión filosófica no haya pensado sobre el ejercicio inaugural de la libertad que se experimenta en ser capaz de mantener una coreografía vital? Requiere una enorme destreza sobre uno mismo. Así entrenamos los seres humanos nuestra autodeterminación: no convirtiéndonos en disruptivos y divergentes y originales, sino ejercitando la destreza de ser capaces de una coreografía del espíritu, de la existencia.

Suena contraintuitivo. 

Todos se visten y hablan igual, y eso además los convierte en singulares, pero en singulares casi con un valor numérico. Muy pronto experimentan que esa forma de socialización es indigente. La indigencia reclama ser afirmado, ser considerado y ser tenido por uno irreducible a los demás. Solo entonces aparecen las relaciones más singulares. Pero esos tránsitos no están asegurados. Y además de no estar asegurados, acontecen también con fenómenos de crisis. 

Hay un deseo muy contemporáneo de eludir ese tránsito hacia la concreción.

Lo entiendo como inmadurez, y se produce porque nos damos cuenta de que toda promesa incoa lo incondicional. Y el mundo moderno antepone, con preferencia, la soledad a la experiencia de la compañía que resulta de las relaciones incondicionales. Hay un texto de Lewis que dice que la política tiene que ocuparse solo de custodiar tres bienes: la familia, la amistad y la soledad. Yo añadiría: y por ese orden. Porque la política moderna custodia esos tres bienes, pero en el orden inverso. Constituye al sujeto como originariamente solitario y convierte la amistad y la familia en apenas dos formas secundarias de la soledad, y, por tanto, sin vínculos incondicionales. Es la incondicionalidad de los vínculos familiares y amistosos, cada uno en su medida y en su grado, lo que convierte, a su vez, a la soledad en un bien.

¿Explicaría esa inmadurez el hecho de que se funden cada vez menos familias? 

Yo creo que sí. La idea de la juventud perpetua es la idea de esa especie de inmadurez perpetua. Lo específico de la contemporaneidad es su proposición como la cima de la existencia y de la realización de lo humano.

¿En qué se manifiesta esa exaltación de la jovialidad?

Una buena muestra es El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde: cómo exudar la culpa y la responsabilidad libera al sujeto y lo mantiene en un estado de juventud perpetua. Porque el que envejece es el que recibe esa externalización de la culpa, que es el retrato. La irreprochabilidad del sujeto contemporáneo (porque no hay una objetividad moral) pretende mantenerlo joven porque evita que tenga pasado, porque cada momento es inicial e iniciático. Quiere negar esa forma del pasado que es la culpa. El individuo contemporáneo se ha hecho imperdonable por irreprochable; por lo tanto no tiene solución para la culpa. La supuración política de eso es lo woke. O sea, el sinperdón. Ese es el giro que da el pensamiento marxista cuando se hace posfreudiano. En última instancia, el único espacio donde es posible revertir la imperdonabilidad woke es en casa. Por tanto, el hábito del perdón, de naturaleza cuasirreligiosa, es el que hace falta para que la incondicionalidad pueda afirmarse del vínculo conyugal.

Además de la conexión entre filosofía y literatura, usted insiste en trazar una senda entre pensar y vivir.

Pensar es una forma de crecimiento y escribir es una forma de multiplicación. Y los libros, como los hijos, son un crecimiento que no eres capaz de contener en ti mismo. Y que por eso te conducen a una plenitud vital. Yo no he hecho nada más personal en esta vida que tener hijos y escribir libros. Como es obvio, antepongo tener hijos a escribir libros, pero antepongo escribir libros a cualquier otra cosa. 

En Pamplona, en su conferencia en la Universidad, habló del origen de la civilización. ¿Su desarrollo es paralelo a la construcción de una casa?

Hay un planteamiento freudiano que a mí me resulta sugerente, que es que el principio de la civilización y el principio del desarrollo del psiquismo humano tienen correlaciones, aunque no sean paralelas. La génesis de la cultura y la génesis del sujeto tienen un proceso. Somos capaces de entender el paso de lo nómada a lo sedentario, un tránsito que se hace obra —estrictamente hablando—, se hace arquitectura. De todas maneras, y en esto también soy aristotélico, la casa no basta. Falta la experiencia de la soledad que ya no puede quedar satisfecha con los de dentro. ¡Pero esa amistad tampoco basta! Hay un tipo de relación que es necesaria, que es la vecindad: la sociedad civil. Las relaciones de familiaridad enferman por no reconocerse como limitadas. Querer que el único mundo de una persona sea su familia tiene una estructura patógenamente limitada. 

¿Cómo puede evitarse esa enfermedad?

La virtud de los padres es la hospitalidad, que consiste en acoger incluso a los que no han sido invitados y dejar partir a los que tienen que empezar su viaje o retomarlo. 

Dice en su libro que los cuidadores del fuego —los impedidos, los ancianos, los enfermos— sostuvieron y posibilitaron la civilización: su corazón es el cuidado. ¿Cómo es posible que en nuestro tiempo —en teoría el culmen del progreso— el aborto y la eutanasia hayan alcanzado los estándares actuales?

Porque el mundo está hecho de acogidas y despedidas, y porque la hospitalidad como hábito moral es también la elevación a la conciencia moral de la estructura metafísica de la existencia. Derrida distingue muy bien entre la hospitalidad de invitación, que es al que llamas, y la hospitalidad de visitación, la que se ofrece a quien viene por su propio impulso, traído de su necesidad... o de un embarazo no procurado. Yo creo que la hospitalidad de visitación descubre que hay una forma liminal del mundo cuya disposición es la acogida. Y que ese hábito de la hospitalidad respecto de lo extraño tiene valor, señala los límites metafísicos de la existencia. También la despedida requiere unos ritos. El mundo contemporáneo es inhóspito: no saber acoger a los extraños ni despedir a los viajeros es una manifestación de la crisis del dentro, de la casa. El mundo ha dejado de ser casa. Si pensáramos el mundo como casa, acogeríamos a los que vienen, con o sin nuestra invitación, y despediríamos a los murientes.

CRISIS DEL HOGAR

«El mundo contemporáneo es inhóspito: no sabemos acoger a los que llegan ni despedir a los que se marchan»

CRECIMIENTO Y MULTIPLICACIÓN

«Yo no he hecho nada más personal en esta vida que tener hijos y escribir libros»

UN MUNDO ACOGEDOR

«La virtud de los padres es la hospitalidad, que consiste en acoger incluso a los que no han sido invitados y dejar partir a los que tienen que empezar su viaje»

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