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A veces conviven el éxito y el dolor. Cuando el bailarín Jesús Carmona llegó a la cumbre de su profesión atravesaba una durísima crisis mental. Aquella experiencia le llevó a diseñar una trilogía de espectáculos que culmina ahora con Súper viviente, una pieza en la que retrata el fenómeno de la disociación de la identidad. El artista presentó su nuevo espectáculo en el Museo Universidad de Navarra, para el que se asesoró con un plantel de expertos psicólogos y psiquiatras de la Universidad.
«¿Y eso qué es, cariño?», respondió la madre de Jesús Carmona (Barcelona, 1985) cuando su hijo le anunció que le habían concedido el Premio Nacional de Danza de 2020. Aquel niño inquieto que solo quería dedicarse al flamenco no ha dejado de tener los pies en la tierra ni de ser humilde, aun después de que lo reconocieran como mejor bailarín del mundo. Su trayectoria al frente de su compañía, labor a la que a finales de 2023 se añadió la dirección del Ballet Español de la Comunidad de Madrid, lo identifica como uno de los grandes renovadores del flamenco en el panorama actual. El pasado 26 de septiembre estrenó Súper viviente en el Museo Universidad de Navarra (MUN). Es la tercera parte de una trilogía que ha dedicado a ahondar en la salud mental. En ella, el arte y la investigación científica se han unido para hacer que el público se pregunte por su propia identidad y reflexione sobre el fenómeno de la disociación. No obstante, es difícil comprender el porqué del espectáculo sin conocer todo aquello a lo que ha sobrevivido Carmona para llegar hasta aquí.
Jesús Carmona, del que es difícil destacar una única faceta de entre las de bailarín, bailaor, creador o director, se licenció en Danza Española y Flamenco por el Institut del Teatre de su ciudad natal, Barcelona, en 2003. Tras formarse con ilustres maestros de la talla de Eva Yerbabuena o Antonio Canales, que fueron calando en el artista que llegaría a ser, comenzó su etapa como intérprete a los dieciséis años. Ese algo especial —el talento o el duende que se habían señalado en él desde niño, y a los que siempre habían acompañado un gran sentido del trabajo y del sacrificio— lo llevó a triunfar en compañías prestigiosas. No obstante, nunca olvidó su vocación creativa, que había aparecido muy pronto. Tanto es así que, aun después de haber sido nombrado primer bailarín del Ballet Nacional de España en 2007 y estar en uno de los momentos más dulces de su carrera, asumió el riesgo de apostar por sus propios montajes en 2011.
En 2020, años después de ese arranque por su cuenta y en plena pandemia del coronavirus —un momento en el que temblaban los artistas y sus bolsillos—, llegó la noticia más grata e inesperada de su carrera: le concedían el Premio Nacional de Danza a sus cortos 35 años. Pronto le siguió el Premio Benois al mejor bailarín en 2021. Como reconoce abiertamente en varias entrevistas, supuso «un abrazo caluroso» en un momento en el que se veía sumido en una profunda depresión. El estado de alarma trajo consigo una «hecatombe emocional y económica» para él, pues en marzo de 2020 estrenaba su espectáculo El salto, pero a la vez sirvió de punto de inflexión en su obra. Supo «ver la belleza del fracaso y trasladarla a la escena a través de la danza». Así lo reconocía en el programa de RNE La observadora.
Lejos de abandonar los escenarios, acabó encontrando en El salto la primera parte de su trilogía. Sobre esta producción y las dos siguientes, que son Baile de bestias (2021) y Súper viviente (2024) se pronunció en una conversación con Nuestro Tiempo en la que relató la razón de ser de esta tríada con la que cierra una etapa de autoconocimiento. Para alguien que entiende la danza como su forma de vida o su manera de acercarse al mundo, estas creaciones le han servido para comprenderse mejor. Por ser del todo precisos, dice que es la única manera que ha encontrado de reconciliarse consigo mismo.
LAS IDENTIDADES DEL ARTISTA
En la primera parte, El salto, reflexionó sobre su masculinidad a raíz de saber que iba a ser padre de un varón: Cayetano. Todo lo que afloró al poner en marcha ese espectáculo, y que se agravó en la pandemia, fue, en cierta medida, lo que causó Baile de bestias, la segunda pieza. Con ella, pretendía acercarse a su propio dolor, a todas esas bestias que cada uno lleva dentro para aprender a vivir y a bailar con ellas. Esta producción se estrenó en el Museo Universidad de Navarra en 2021 y recibió el Premio Max 2022 de las artes escénicas, un galardón que reconoce el trabajo de profesionales del teatro y la danza. Este crecimiento personal culmina con Súper viviente. El proyecto está coproducido por la compañía Jesús Carmona y el MUN, con la colaboración de la Comunidad de Madrid, y codirigido por el propio Carmona y María Cabeza de Vaca, una bailarina que, además de ejercer de intérprete y coreógrafa, acompaña en los procesos creativos a otros artistas. Carmona tomó la decisión de volver a la capital navarra por el cariño —«la parte humana», dice él— que recibió al presentar allí Baile de bestias, pero también por la oportunidad de ligar la investigación científica al arte, algo que no había sucedido en otros de sus trabajos.
Esta unión entre la danza y la ciencia no quedó como una idea abstracta, sino que ambas disciplinas se dieron cita un mediodía de agosto en el Museo. Era uno de esos días «tan Pamplona», como diría Miguel d’Ors. El sol aparecía y desaparecía por entre las nubes, aunque la lluvia no estaba descartada. A través de los amplios ventanales, los árboles se contoneaban con ligereza formando un arco, como la espalda de Carmona, que se inclinaba hacia la mesa que presidía. A su lado, se encontraba María Cabeza de Vaca, cuyos ojos destilaban el interés y el asombro de una niña que se ve en un nuevo escenario. Los demás asientos los ocupaban el psiquiatra Enrique Aubá, el psicólogo Francesco de Lorenzi, los profesores Carmen Urpí y Luis Humberto Eudave, de la Facultad de Educación y Psicología, y la neuróloga María Asunción Pastor.
Los cinco expertos de la Universidad de Navarra habían acudido a la llamada de Carmona que, entusiasmado, e incluso un poco nervioso, esperaba que el diálogo arrojara luz sobre cuestiones relacionadas con la identidad que habían surgido en la creación de Súper viviente. Aunque el espectáculo, a esas alturas, estaba ya muy avanzado, tenía la intención de matizarlo. Quería ver cómo el arte se refleja en el espejo de la ciencia. Los expertos, por su parte, se mostraban encantados ante la oportunidad de sacar su conocimiento del laboratorio o de la consulta y ponerlo al servicio de un proceso artístico de esta magnitud. Les ilusionaba «generar una comprensión más empática y visceral de estos trastornos», en palabras de De Lorenzi, dejar «una huella emocional en los espectadores» mucho más profunda —según Eudave— o «acercar la problemática de la salud mental al público general», resumió Urpí.
Ante la atenta mirada de los presentes, Carmona tomó la palabra y presentó el nuevo proyecto. En este cierre de ciclo, dijo, se aproxima a las cuestiones más intrínsecas al ser humano que resume en las preguntas: ¿Quién soy yo? ¿De qué se compone mi personalidad? ¿Está mi identidad subyugada por el ser? Algunas de estas dudas, añadió, le apelaron al encontrarse un artículo sobre el TID —el Trastorno de Identidad Disociativo— y sentirse, de alguna manera, identificado. «Es como si en el escenario mi personalidad se transformara en anfitriona de muchos huéspedes», expuso, y se comparó sonriente con un camaleón que se adapta a cada personaje.
Frente a estas preguntas sugerentes, los expertos fueron, poco a poco, tirando del hilo de las cuestiones que fundamentan este espectáculo y que Cabeza de Vaca y él enumeraron con mucha sencillez. Muchos artistas padecen un sentimiento de fragmentación de la identidad por adoptar constantemente nuevos roles. Carmona comprobó pronto en la charla con los expertos que esa preocupación suya no respondía a ninguna patología. Percibir la personalidad propia como un mosaico es algo muy común, se llama fenómeno disociativo y es uno más de los modos humanos de supervivencia. Esta respuesta natural es todavía más comprensible en el artista que, como reconoce el bailaor, «se convierte en un canal que se pone al servicio de algo mucho más elevado: el arte». Así, subir al escenario nos reconcilia con nuestros yoes y se vuelve terapéutico, matizó Carmen Urpí.
—Pero… —planteó Carmona, sin dejar de removerse en la silla—, ¿cuánto de cada personaje se queda en ti? ¿Cuánto de ese personaje hay en ti? Y, claro, ¿cuánto trastorno puede llegar a causarte? Estoy pensando en el documental de Jim Carrey en el que se aborda cómo un humorista acaba creyéndose tanto su personaje que tienen que interrumpir el rodaje.
—La clave es conocer las reglas del juego —terció la neuróloga Pastor.
De Lorenzi continuó con esta idea, y añadió:
—Siempre nos queda algo de todos los papeles que interpretamos, pero la diferencia, frente al trastorno, está en que estos no toman el control.
—Hay un yo que siempre permanece. Es precisamente esa autoconciencia la que se rompe en las patologías más profundas de disociación —añadió Aubá, en otro momento, haciendo referencia a los personajes del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
De este juego, que puede llegar a ser peligroso, Urpí trajo a colación una escena de Mia Madre (2015), un filme italiano dirigido por Nanni Moretti. En la película, una directora de cine le dice a una actriz: «Tú tienes que estar siempre al lado del personaje. No puedes desaparecer detrás de él». Y sin embargo…
—En el escenario es donde soy mi yo más esencial, donde tengo más conciencia de mi presencia. Mi espíritu, mi cabeza y mi cuerpo se unen. Es como si el que actúa fuera mi yo real. Son momentos de lucidez. Soy mi yo más limpio —expresó Cabeza de Vaca.
—Es como si todas las ventanas se abrieran —incidió Carmona.
—Es que, quizás, actuar es precisamente quitarse la máscara —concluía Aubá.
Este encuentro, como reconocería el bailaor, agradecido, después del estreno, aportó «un granito de arena muy bello» y abrió un «mundo de posibilidades» inabarcables en un espectáculo de una hora y media. Fue una forma de respaldar las intuiciones que los habían llevado a crear un espectáculo tan personal y, por eso, tan universal.
UN HUMILDE HOMBRE
Imaginen un piano en el centro del escenario. Sitúen sentado frente a él a un hombre vestido con una chaqueta negra que brilla bajo la luz de un foco que genera un círculo en torno a él. Añadan una atmósfera oscura, solo iluminada por unas tenues luces azules y verdes. Dibujen, al fondo, una batería, un bajo y una mesa de mezclas con sus respectivos músicos. Reproduzcan en su cabeza sonidos que recuerden a los del griego Vangelis para la banda sonora de Blade Runner. Entonces, vuelvan al pianista —es Carmona— y vean cómo comienza a tocar, con rasmia, y empieza a sonar una mezcla de piezas conocidas, claramente armónicas. Entonces, vean el ambiente interrumpido por cacofonías, notas aisladas y sonidos atonales. Llegado este punto, dudarán si lo que tienen ante sí es un espectáculo de flamenco, si es el propio bailaor, un alter ego o, incluso, un ser irracional quien se mueve. Estarán en lo cierto. No es un espectáculo de danza española, sino un viaje por su subconsciente.
El 26 de septiembre, tras un periodo de reflexión sobre su identidad, Jesús Carmona se descubrió ante el público del MUN, que quedó hipnotizado. Tras ese acto inicial, en el que se mostró en conflicto consigo mismo, se disoció y reencontró en numerosas ocasiones a través de cuatro escenas aisladas, pero conectadas por una idea común: la búsqueda del yo entre una personalidad fragmentada.
Poco después de hacer gala de un virtuosismo pocas veces visto al acompañar su zapateado con el piano, Carmona se retorció por el suelo y puso en el instrumento el foco de su rabia. Este ser salvaje se vio, de pronto, rodeado de micrófonos, que lo apuntaban al pecho y anulaban su capacidad de habla. Después de salir de esta jaula mediática, bailó varios palos flamencos acompañado por los músicos, de entre los que destacaba el bajo, tocado a la manera de una guitarra española. En este camino hacia la luz, apareció una casa transparente que volvió a encerrarlo. Escondido detrás de una silueta que dibujó él mismo, consiguió salir y, entonces, el ritmo frenético del espectáculo paró en seco.
Una voz irrumpió y puso en palabras lo que el artista había querido transmitir: tras la oscuridad siempre hay esperanza. Entre tanta presión por cumplir las expectativas ante los medios y el público, reconoció que es él gracias a los otros y a la danza. «La casa es el lugar en el que reconciliarse. […] Actuar es quitarse la máscara», concluyó con una idea tomada de los expertos. Por eso, Carmona, un humilde hombre subido al escenario —así se refiere a sí mismo—, volvió de nuevo al centro de este. Con un semblante sereno y acompañado de los músicos, tarareó a capella una melodía que ya había aparecido antes y juntos celebraron la vida después de las sombras.
Carmona ha encontrado en sus manos una forma de dibujar un universo de luces y sombras, en sus pies un arma con la que enfrentarse a sus bestias y en el movimiento de su torso una manera de respirar. Ha creado un nuevo lenguaje a través del cruce de disciplinas; ha convertido el flamenco más heterodoxo en una vía para comprender su yo más puro y el escenario en un espejo de su alma. Jesús Carmona baila para sobrevivir.