Esgrime columnas en El Confidencial desde 2020 y ensarta ensayos como La casa del ahorcado sobre los tabúes o Arden las redes sobre la censura en el mundo digital. Ácido, irónico y sagaz, es un escritor consagrado a la defensa de la libertad de expresión. También defiende otro tipo de libertad: la de dejar inacabadas sus columnas para jugar con sus hijos. Juan Soto Ivars (Murcia, 1985) repite con frecuencia y cierto orgullo que es el único monógamo de todos sus amigos y habla de la familia como enemiga de Mayo del 68 y de la utopía liberal de la autodeterminación. Es un observador crítico de la sociedad cuya mirada lúcida escruta el drama humano, encuentra nuevos senderos y rastrea la verdad ensombrecida por las polémicas. 

No es exactamente periodista porque no terminó la carrera. Ni la de Periodismo ni las otras cuatro que empezó. «Estaba más centrado en leer lo que me apetecía y en aprender a escribir, imitando a otros, que en los estudios académicos», cuenta en su web. De pequeño prefería los cómics de Mortadelo y Filemón. En la escuela no leyó con gusto hasta que su profesora de Literatura Pilar García Madrazo le descubrió «con severidad y entusiasmo» los clásicos del siglo XX. Entonces empezó «a leer mucho y con cierta prisa». Ahora los libros son su criterio de elección. Cuando buscaba colegio para su hijo mayor, Alejandro, le espantaron aquellos en los que «parecía que lo llevaba a reeducación o a terapia». Se quedó en el centro en el que lo primero que le enseñaron fue la biblioteca. 

El incipiente lector Soto Ivars leyó al satírico Mijaíl Bulgákov, «el tío más valiente del planeta», cuyo retrato preside su despacho para bendecir su lucha por la libertad de expresión. También leyó a su héroe, al «dios de la literatura», al hombre que le enseñó a escribir: Knut Hamsun. Soto Ivars se entusiasma por cómo el noruego, pobre de solemnidad, se puso a llenar páginas sin haber recibido apenas educación formal. Admira que juntara letras por necesidad, para expresar sus pensamientos. Por imitarlos, Juan Soto Ivars se convirtió en escritor. Pero eso es secundario; por encima de columnista, de observador social, incluso de escritor, es padre. Así lo dice en su web: «Pero lo más importante es que mi mujer se llama Andrea y mi hijo se llama Alejandro, que no se os olvide». Desde su atalaya doméstica observa la sociedad y, como Hamsun en La bendición de la tierra, examina cómo «andan por ahí los seres humanos, charlando y pensando, en comunión con el cielo y la tierra». 

Fotografía: Samuel de Román

Una de las primeras columnas que Soto Ivars escribió para El Confidencial trató sobre la cultura woke. El 28 de enero de 2020 publicó que la Universidad de Yale había suprimido un curso de arte por ser «demasiado blanco, masculino y occidental». Lo woke —del inglés woken, es decir, que ha despertado— implica haber desenmascarado una opresión y descubierto la propia condición de víctima. La palabra woke fue primero una etiqueta de la izquierda americana que aludía a un despertar acerca de los asuntos raciales. Ahora la derecha la usa de forma despectiva. Precisamente al hilo de las raíces del pensamiento woke acudió Juan Soto Ivars a charlar con el catedrático de Historia Contemporánea Pablo Pérez a la sede de posgrado de la Universidad de Navarra en Madrid el 16 de septiembre de 2024. En estos años se ha granjeado un público amplio y fiel, y lo cierto es que su voz se escucha en el debate público. Por eso, el periodista Hughes enunció con sarcasmo la Ley Soto Ivars, que implica que no se puede hablar de un fenómeno social hasta que lo trata Juan Soto Ivars. Cuando él es el portavoz, el tema ya no genera odio en la izquierda política. Ha sucedido con fenómenos como la migración, el feminismo o la cultura de la cancelación. Después del coloquio a tenor del libro del profesor Pérez, De mayo del 68 a la cultura woke, Soto Ivars nos atiende con un cigarro en una mano y una cerveza en la otra. Entre calada y sorbo fragua las ideas que, después, entre suspiros de humo, exhala a bocajarro.

Su columna «La inmigración es un problema, no tengas miedo a admitirlo», de junio de 2024, fue bien recibida en los sectores más centristas de la izquierda. Eso ha molestado a algunos columnistas conservadores que llevaban años esgrimiendo los mismos argumentos. ¿Qué opina de sí mismo como mediador en el debate público?

La crítica a la inmigración parece patrimonio de la derecha, pero no es así. Soy el último al que hacen caso cuando hablo sobre temas de género, porque se me ve la rabia. ¡Soy un exacerbado! Me llevan los demonios. Del mismo modo, es muy difícil criticar la inmigración desde una postura nacionalista como la que históricamente ha tomado la derecha, que tiene que ver con la identidad amenazada o con una perspectiva religiosa. Es verdad que mucha gente ha visto antes que yo que esto es un problema. Pero no sé si es el problema lo que han visto. Lo reducen a los moros y se olvidan de que los hispanos también resultan problemáticos. 

La mujer que limpiaba mi casa había dejado a su familia para cuidar otras de aquí. Había dejado a su hija, con un año, en su país. Y estaba cuidando a la de una señora con pasta. Eso es un problema. La izquierda, en cambio, ha tendido —porque era lo políticamente correcto— a decir que la inmigración no es un problema. Por eso hemos olvidado los aprietos de los inmigrantes y los que causan a los pobres españoles que viven en barrios con mucha criminalidad. También hay que hablar de las dificultades de esa gente que vive con nosotros y que parece que son de una casta inferior. La inmigración necesita tratarse con un discurso diverso porque es una cuestión humanitaria.

«SOY EL ÚNICO MONÓGAMO DE TODOS MIS AMIGOS. SUS RELACIONES SE ROMPEN SIEMPRE POR LO MISMO: ESTÁN SOMETIDOS A LA OBLIGACIÓN DE AUTODETERMINARSE»

«Lo políticamente correcto» es una expresión muy anti-woke. En la presentación del libro habéis señalado con ironía que la cultura woke es como una religión laica protestante fruto de la crisis de la Iglesia católica posconciliar. 

Claro, el primer woke es Calvino [ríe]. La cultura woke tiene que ver con el juicio público moral y cómo se lidia con el pecado. Antes, con la influencia de la Iglesia Católica, la reacción ante el pecado público era perpleja, risueña y distante. En cambio, el protestantismo es menos tolerante. 

En el imaginario colectivo, la Iglesia católica resulta más «culpabilizadora». Sin embargo, ¿no es la culpa un hecho antropológico?

Absolutamente. La culpa es de las cosas que peor entendemos. Me gusta el psicoanálisis porque piensa mucho sobre ella, no como algo venido de fuera, sino que forma la personalidad. Urge escribir un libro sobre la culpa y llevarla bien. Lo woke es casi todo sentimiento de culpa mal digerido, ¡y colectivo!: la vergüenza blanca, el colonialismo, los hombres... Se dan golpes en el pecho. 

Es una pornografía de una culpa que no es auténtica ni personal. La culpa de lo que hicieron nuestros abuelos resulta muy cómoda de llevar. Lo woke es la deformación grotesca de la piedad en el espejo de un alfilerazo comodón por las acciones de nuestros ancestros que solo notan los pijos. La culpa está en el centro del debate actual y no es un invento de la Iglesia sino un hecho de la psique. Freud es una joya muy denostada en nuestro tiempo, pero hace un descubrimiento fundamental: la culpa original. Lo veo en mi hijo. ¡La culpa que siente un niño es tan formativa! Pero tienes que gestionársela muy bien para que no se vuelva deformativa. 

¿Cómo es la culpa formativa?

Una que se asume de manera natural. En cambio, la culpa deformativa, mal llevada, puede ser o bien comodona o bien asfixiante. La woke es lo primero: puro virtuosismo moral. La otra cara es el sentimiento nefasto que arroja a las personas a un estado de venganza e impotencia. Uno se hace daño, o hace daño a los otros, tratando de colocar en ellos esa culpa que le oprime, a veces en secreto. 

Por eso en la educación de los niños, que solo puede llevarse a cabo con indulgencia y amor, se enseña que la culpa es manejable. Se le enseña al niño a asumir la culpa como algo que se puede arreglar, y por eso me gusta tanto la confesión de los católicos: es una vía muy válida para la liberación del peso, siempre que uno no termine utilizándola como lejía para limpiar la superficie. Dado que todos somos torpes, falibles y traicioneros, la relación con la culpa es uno de los mayores desafíos del que quiere estar bien. Y más vale entrenar eso desde la cuna.

La culpa es la conciencia de que algo estás haciendo mal. Pero a usted no le gusta ser moralista.

Nada.

«EL PRIMER WOKE ES CALVINO PORQUE LA CULTURA WOKE TIENE QUE VER CON EL JUICIO PÚBLICO MORAL Y CÓMO SE LIDIA CON EL PECADO»

¿Cómo se puede ejercer la libertad que usted dice abanderar sin una moral, sin un ideal de bien?

Combato la idea de la moral porque me parece muy próxima a los nacionalismos. Apelo a la ética, a los bienes particulares, a algo personal. Está muy maltrecho el universalismo, esa idea de que hay un bien universal. En lo woke tampoco se persiguen bienes universales —igualdad de derechos, integrarte en algo más grande que tú…—, sino que los demás se aparten de tu camino. Esta reivindicación emancipatoria de empoderamiento está unida a la soledad. Ni tus padres, ni tu pareja ni tus hijos pueden ser un impedimento para que hagas tu sueño realidad. Ten un perro y un gato, que no te exigen nada más que alimentación y encima te reciben contentos aunque seas un cabrón. La clave del auge del perro es que somos unos cabrones. Hitler quería mucho a su perro. El amor que esos pastores alemanes sentían por Hitler era tan genuino como el del perrete de cualquier imbécil que se haya desprovisto de los lazos fuertes, que son los lazos que te duelen.

Fotografía: Samuel de Román
Gema Lendoiro moderó el coloquio entre Juan Soto Ivars y Pablo Pérez en el campus de Madrid de la Universidad de Navarra.

Habéis sostenido en el coloquio que el mayor enemigo de Mayo del 68 es la familia. ¿Por qué?

La propuesta de Mayo del 68 y del liberalismo es la autodeterminación, es decir, pensar «Conmigo empieza el mundo, antes de mí no hay nada». Si vivimos en una sociedad en la que todo se tiene que autodeterminar —elegir una carrera, decidir qué te gusta…—, naturalmente, la familia se convierte en un tabú porque te recuerda que tú no te vas a autodeterminar; que vienes de un sitio y tienes unos lazos que no se pueden romper. No puedo autodeterminarme padre. Mi hijo, por mucho que se emancipe, haga su vida y pase de mí, no se puede deshacer de mi relación con él. Voy a ser siempre su padre. El problema es entender la libertad como tener la opción de irte: ser libre también es tener la opción de quedarte. Mira, soy el único monógamo de todos mis amigos, el único fiel a su mujer. Las relaciones de mis amigos duran más o menos pero se rompen siempre por lo mismo: porque están sometidos a la obligación de autodeterminarse. 

¿Cómo se ha creado ese tabú respecto de la familia?

[Suspira] No lo sé. Es una pregunta difícil de responder. Existe un factor cultural: la familia está muy asociada a la Iglesia. Desde Mayo del 68 y ante el auge del movimiento LGTB, la Iglesia católica ha reivindicado tanto la familia que creo que ha hecho un mal papel en una sociedad laica y descreída. La familia trasciende el modelo cristiano. Para la gente sin fe, como yo, en la familia hay un camino hacia algo que va más allá de nosotros. Es antropológico. Lo dice muy bien Juan Manuel de Prada: al poder le interesa que no tengamos hijos porque, si solo tienes un patinete y un cuchitril, no vas a pelear igual por el futuro que si tienes un niño pequeño. En ese sentido, la catolización de la idea de familia la ha hecho un poco intratable para gente que es atea de forma más visceral que yo. 

En mi familia hay tanto gente del Camino Neocatecumenal como ateos recalcitrantes. Nos queremos muchísimo y nos faltamos al respeto otro tanto, cenamos juntos y tenemos unas peleas divertidísimas y disparatadas. Lo damos todo por los demás. Ahí es donde veo que la idea de familia trasciende el molde que propone la Iglesia. Una muy buena amiga lesbiana está con otra mujer y tienen un hijo. ¡Creo que es una familia muy bonita! Mi amiga es consciente de que falta una figura paterna y trata de suplirla con su abuelo. Todo tiene problemas. Pero creo que el concepto de familia es el más fuerte y más capaz de aglutinar las formas de entender la unión.

¿Cree en Dios?

Siempre digo que soy descreído a mi pesar. Envidio a la gente con fe. Yo no la tengo. Pero no soy un ateo de esos que están orgullosos de serlo. Creo que soy como alguien que nunca se ha enamorado, con lo que tiene de bueno y de malo. Con la fe experimento esa misma relación. 

«LA LIBERTAD CONSISTE EN CONTROLAR EL DESEO. NO DESEARLO TODO. ¿QUÉ ME DA ESA LIBERTAD? HABER FORMADO UNA FAMILIA NORMAL»

¿Se casó por la Iglesia?

No. Sin embargo, como he tenido una vida muy canalla, al encontrarme con mi mujer tuve la certeza de que esa relación era diferente, y al cabo de unos años nos casamos. Creo en el matrimonio como institución, aunque la Iglesia no sea mi casa por falta de fe. Para mí el matrimonio es una pequeña iglesia particular, y está por encima del ego y del capricho. Por eso la lealtad y la fidelidad las tomo como un sacramento. Pagano, sí, pero firme. 

¡Ah, y otra cosa! Como liberal, el divorcio me parece una pieza fundamental de la sociedad en la que quiero vivir. Tiene que existir esa posibilidad porque hay cabrones. Estoy en contra del divorcio para mí, pero muy a favor para los demás. He tenido suficientes relaciones intensas y duraderas como para ser indulgente con los defectos de casting de la película de la vida de los otros. La peña tiene perfecto derecho a enamorarse de la persona equivocada, o a enamorarse de la correcta y luego cambiar. No le veo sentido a pelear contra el divorcio, como a pelear contra el aborto, por más que mi opinión sobre ambas cosas sea negativa y prefiera para mí y para mi pareja y familia otras vías. Digo que soy liberal en el sentido de la transigencia: pienso que la sociedad debe ser lo menos represiva posible con los defectos o equivocaciones de la gente.

Hace un momento ha defendido la libertad de quedarse. ¿No piensa que la opción de romper una familia, del divorcio, no es libertad? 

Claro, eso es el mercado. 

¿Eso es la libertad?

No.

¿Y qué es?

[Da otro sorbo a la cerveza y otra calada al cigarro] Entiendo la libertad como no padecer necesidades que te matan o te vuelven loco. He alcanzado la libertad a medida que maduraba y tenía menos frustraciones, rabias, envidias, deseos de rápida satisfacción. Sigo teniendo, eh. La libertad consiste en controlar el deseo. No desearlo todo. ¿Qué me da esa libertad? Haber formado una familia normal. Es paradójico porque es una idea de libertad contraria a la idea de autodeterminación. Digamos que ya me he autodeterminado: he formado un país, estas son nuestras fronteras y de aquí no me muevo. 

Fotografía: Samuel de Román

En una entrevista definía la libertad de expresión como hablar sin miedo. ¿Le da miedo hablar de algo?

No, realmente no. Antes sí. Me daba miedo sacar temas que me dejasen sin amigos o parecer una mala persona. Pero he descubierto que no pasa nada. He perdido muchos amigos que resultaron no ser amigos de verdad. Me quitó el miedo formar una familia. Cuando nació mi primer hijo, Alejandro, me dio miedo de tener miedo. Pensé: joder, ahora que necesito ingresos, seguridad y estabilidad, igual me vuelvo más conservador y no me voy a atrever a escribir artículos extemporáneos y furibundos. Pues me pasó justo lo contrario. 

Tuve una polémica en Twitter con una chiflada que entró en cólera. Me cayó por todos lados. No te puedes imaginar. En mi periódico había gente que la apoyaba y sentí una amenaza terrible. Se había abierto la caja de Pandora. Estaba metido en mi despacho fumando y bebiendo cerveza con un ataque de ansiedad. Esa noche, cuando volví a casa y me fui a la cama, estaba Alejandro con AndreaAlejandro tenía cuatro meses. Me quedé mirándolo y se me quitó el miedo. Me di cuenta de que él no sabía nada de este lío del periódico, nada de lo que me pasaba en la cabeza le implicaba. Y sentí el deseo de que nada de esto le afectase. A partir de ese día me dije: no hay más miedo. No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada. Desde entonces, he sido mucho más bestia, más transparente, más sincero y genuinamente libre escribiendo. He visto que no pasa nada. [Sonríe] Y fue por el bebé.

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