La lista de los siete

Un Conan Doyle americanizado

12 de agosto de 2025 3 minutos


Mark Frost
Impedimenta, 2025
432 páginas
24,95 euros

Después de 138 años, el personaje de Sherlock Holmes sigue encontrando cabida en cualquier librería del globo, en cualquier guion cinematográfico: cómo olvidar aquella versión animada de Hayao Miyazaki, o la serie Sherlock, por ejemplo, con Benedict Cumberbatch y Martin Freeman… difícil de superar. Entre tanta reescritura, adaptación y oda nostálgica al sabueso inglés, es inevitable que se cuele, silenciosa, alguna versión peculiar, rara o simplemente distinta sobre el mito del 221B de Baker Street. 

Con esta novela, Mark Frost le da una pensada no muy ilusionante a la historia del detective. Guionista norteamericano, Frost es mundialmente conocido, entre otras cosas, por haber desarrollado junto a David Lynch la serie de televisión de comienzos de los noventa Twin Peaks. Escribió La lista de los siete en 1993 e Impedimenta lo ha rescatado del olvido con una nueva edición este 2025. Dentro de la trama, un joven Arthur Conan Doyle —alter ego del doctor Watson—, médico, escritor y desconocido para el mundo, disfruta en sus entretiempos desmontando fraudes espiritistas y engaños del más allá en el Londres victoriano. Acude, por petición anónima, a una sesión donde todo se desmadra —un doble y brutal asesinato— y logra huir con la ayuda del que será su compañero a lo largo de la trama, Sparks —Holmes—, un personaje lleno de secretos. El primero de todos: que el mal del mundo se está juntando en torno a un líder demoníaco. El libro acaba plagado de elementos atractivos: logias ocultistas, magia negra, violencia, deducción, morbo e intriga. Por desgracia, Frost consigue enfriar y devaluar su material capítulo tras capítulo. 

Uno de los grandes problemas de este libro son los personajes. Se desenvuelven como una interrupción constante de la trama. Conversaciones extensísimas en momentos inoportunos, biografías innecesarias de personajes secundarios, expresiones manidas, comparaciones y barroquismos que crujen demasiado. Y la novela termina haciéndose insoportable: «Estaba muerto. Muerto como un pato en una tormenta», «[...] tan despreocupada como el lunes de un clérigo», «[...] las tripas tan revueltas como el mobiliario de una recién casada». Diálogos poco naturales que hacen pensar más en una caricatura que en un relato novedoso. Los protagonistas no paran de hablar. Hablan de religión, del capitalismo y las clases sociales, reflexiones budistas sobre la Tierra y sus entrañas, a veces entre persecución y persecución de la secta satánica. La trama, por supuesto, se ralentiza con agonía. Y el gran pecado respecto a todo este asunto lo comete la poca profundidad de Doyle: la historia la podría haber encabezado cualquier otro personaje, inventado o no, y no habría importado lo más mínimo. 

Un punto a favor, por compensar, sería la buena ambientación, muy visual —casi cinematográfica— de ese Londres de 1884. Tugurios, carromatos renqueantes, ropajes deshilachados, violencia barriobajera… Todo ese conocimiento de las maneras, de las formas, queda bien plasmado. Pero este intento de reflejar la pureza histórica y geográfica deja todavía más en evidencia al relato, que no referencia el mundo de Holmes ni trata de innovarlo. Queda desangelado.

En alguna escena, una de esas con obsesiva reflexión por lo oscuro, sobrenatural y maligno, recuerdan mucho al Van Helsing de Bram Stoker —escritor que, por cierto, aparece como personaje—, y descartan esa imagen del detective racional y escéptico de Sir Arthur Conan Doyle. No gusta, no convence, el dejar de creer que hay alguien tras la máscara para creer, convencidamente, que no hay máscara en absoluto.


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