Hay voces imposibles de acallar. Viven dentro de nosotros, nos conocen y nos persiguen. Quieren respuestas y son constantes como un reloj. ¿Qué hubiera pasado si ella no hubiese perdido aquel enlace en León, 1981? Sin un tren que echarse a la boca caminó al azar, acompañada por la frustración y los apuntes de Derecho. Se encontraron en la catedral a la sombra del árbol de Jesé, vidriera eterna que representa al árbol de la vida. Esa vida que fue y pudo no haber sido, de días apurados y una rutina benévola, de vacaciones baratas junto al embalse y unos niños que se querían porque los imitaban a ellos. ¿Ha sido esa la mejor existencia posible? ¿Acaso existe tal cosa?
Hay enseñanzas que tardan en aprenderse. No basta que sucedan una vez, ni dos, ni diez. Se necesitan muchos años (y fracasos) y más años (y aciertos) para admitir que el resto de nuestros días se define hoy. ¿No ocurrió así aquella noche de julio en la que España ganó el Mundial? Resulta imposible olvidarlo. El país entero desparramado en la calle, abrazándose, como él a ella, sin conocerla. Iba vestida de blanco y rojo, diecinueve años insolentes y una sonrisa plena en los ojos. Lo miró sin verle; para él fue suficiente, pero no bastante. La dejó ir sin conocerla, nunca más la conocería. Hoy sería un hombre distinto, quién sabe si feliz. Puede que viviera en Cádiz, como anheló desde niño, sin más ambición que pasear por La Caleta con su hija de la mano mientras el ocaso lo renueva todo. Quizá fuese —ella le habría animado— un pianista virtuoso, fijo en el Metropolitan. Puede que conocieran mundo y jamás se preocuparan por el dinero porque siempre les sobraría.
Todo puede intercambiarse. Lo que fue y lo que pudo ser, lo rechazado y lo elegido. Aquella discusión terrible que lo apartó de su padre. Secretos de familia revelados y un dolor inmortal. Incapaz de asumir lo repentino. Adiós para siempre. O no. Acaso su decisión fue otra, por ejemplo, perdonar. Y perdonarse y aceptar la vida de los otros, en la que hubo hambre y soledades, y seguir adelante en busca de gentes machadianas que «danzan o juegan [...] / y no conocen la prisa / ni aun en los días de fiesta. / Donde hay vino, beben vino; / donde no hay vino, agua fresca». Abrazan lo que viene, dispuestos a enterrar los años de juventud, tesoro divino e inútil —ya lo dijo Mark Twain—, puesto en las manos necias de un joven.
Digo necias porque la juventud tiende a las elecciones precipitadas. La vida es eterna, pensamos entonces, y las obligaciones tan pequeñas como granos de mostaza. Lo que pasa es que luego crecen y se convierten en árboles donde pueden anidar hasta las hipotecas. En otras ocasiones, se acierta y uno evita males mayores. Por ejemplo, convertirse en Albert Mummery y escalar montañas (sudorosa vulgaridad, el alpinismo); o abrazar a Simone de Beauvoir y vender chatarra ideológica a los incautos. Sin embargo, qué deleite acertar y no dedicarse al capital riesgo, ni tener un barco en la marina de Lyford Cay, ni un chalet en Saint Moritz (y cruzarte con Paris Hilton y sus perros infames). A cambio, podemos aspirar gratis total a ser un personaje de leyenda celta o tal vez un santo extravagante —uno de los que no reza el breviario romano, tipo Gauchito Gil—. Puede ser que escojamos los suspensos adolescentes, los zapatos tirados por casa y las facturas crueles de la ortodoncia. O elegir de nuevo a la mujer que es y no a las que pudieron ser.
Hay personas que se empeñan en exigir algo decisivo a la vida y otros a quienes nada les importa menos. El quid reside en descubrir qué significa decisivo porque en la respuesta se encuentra el sentido último. Nuestra existencia se compone de infinitas posibilidades, la mayoría insustanciales. Solo hace falta un poco de nada tantas veces, muchos caminos, historias en potencia que reclaman su oportunidad y que ahí se quedarán, esperando. Disputas, hijos, encuentros, hartazgo, abrazos sentidos... Todo influye, nada determina.
Ahora bien, ¿somos realmente libres? ¿De qué dependen el amor o la amistad o la salvación? ¿De pequeñas casualidades encadenadas? ¿O de la Providencia?