Historias mínimas
En esta primavera insólita, he rezado —bastante— y he leído —más—. La fe me consoló y los libros se convirtieron en alfombra voladora para huir por la ventana. Sin límite de tiempo ni espacio. Por ejemplo, los tres diarios de Lorenzo y Delibes (cazador, emigrante y jubilado) y la enfurecida vida de Durruti; Camus con su extranjero y un largo etcétera de mi vecino García-Máiquez. Todos ellos a la sombra de las columnas de Pedro Cuartango y de David Gistau que estés en los cielos. Hay que aprender de los grandes.
El confinamiento incluyó banda sonora. Junto a los barrocos llegaron Ludovico Einaudi, la música de Retorno a Brideshead (et in Arcadia ego) y el «Ya somos libres» de Lisa Gerrard. De Lisa y de Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del norte, general de las legiones Félix y gladiator a la fuerza.
Máximo me preguntó a bocajarro cuándo me había sentido libre. Libre y feliz de verdad. Y sin pretenderlo regresé a los veranos rebeldes de Santa María, pueblo leonés al que volvíamos como golondrinas de mar. La libertad —¿nunca igualada?— latía en aquellas semanas de bicicletas y padres invisibles, de buscar nidos y arrancar viejos carteles de un circo que jamás llegó. De hacer la digestión (¡tres horas!) y de atardeceres rojos-y-malvas-casi-rosa. De jugar al pañuelo o a las películas con los Mayo, que eran mexicanos y viajaban en avión. De vivir en permanente búsqueda y captura paterna.
Solo existían el aquí y el ahora, y nada te contrariaba: las manos con grasa de la cadena de la bici, ponerte la nivea o perseguir a tu hermano, un especialista en fugas... Hasta el encargo de ir por leche a la cuadra de las Teresas escondía misterios: allí viste un buey por primera vez.
La felicidad reía en las incursiones a la finca del Chato para robar higos y, por supuesto, al bañaros con alevosía en la balsa de Matalobos. O a la salida de la misa de domingo porque ya habías ido a misa de domingo (ah, don Saturnino y sus sermones eternos).
La dicha retumbaba en himnos callejeros («La vida pirata es la vida mejor») mientras todos dormían la siesta. Asomaba en La Sirena jugando a la escoba antes de ir al cine a ver Grease con toda la banda. No os dejaron entrar (mayores de 14 y menores acompañados), pero bastó la cartelera para enamorarse de Sandy Newton-John, una diosa americana.
En aquel tiempo siempre querías ser mayor, sin sospechar que cuando llegaras a ese puente te resistirías a cruzarlo, suplicando volver a los días bárbaros y reencontrar a tus compinches (Carlos, un gánster con flequillo, o Cali Vallina y su perro Dacar) para hacer de las vuestras. Bien lo sufría Hermógenes —jardinero con sombrero—, al que le escondíais la bicicleta cuando se iba a comer. Sus insultos no los superaba ni el capitán Haddock.
Aquella vida medio gitana ofrecía aventuras que solo pasaban en verano: perseguir gatos, llevar navaja o subirse a los tractores cerca del silo y después celebrarlo todo en el Kennedy con dos quintos de cerveza («Para tu padre, ¿no, guaje?»). A los trece años eso te hacía casi un hombre. Igual que ir al cementerio viejo en noches de luna llena, con el terror de corbata, para ver los fuegos fatuos («almas que no pueden entrar en el purgatorio»). Entonces el reloj de la iglesia daba las doce, hora bruja para volver a casa cuando mejor te lo estabas pasando.
La alegría, lo sabes bien, era sentir a Ángela a tu lado, tendidos en la hierba mientras buscabais estrellas fugaces. Sin rozaros siquiera. Una tarde te apuñaló —maldita sea tu suerte— con aquellos ojos claros que tumbaban de espaldas: «Eres mi mejor amigo». Al año siguiente ya no estaba. Había emigrado a Bélgica con su padre.
Así era la libertad. Así, la felicidad: plena, deslumbradora y frágil. Una dicha efímera que sin embargo se quedó varada en mi memoria. Empeñada en volver si huele a lluvia sobre tierra seca. Quizá porque la felicidad solo puede ser recordada y con ella siempre llegan otros, ¿verdad, muchachos, compañeros de mi vida?
Una vida que cabe en una sola mirada. Descubrirlo es mucho. Aceptarlo quizá lo sea todo.
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.