Microbios nuestros de cada día


Émile Ouamouno vivía en la aldea de Meliandou, en Guinea-Conakri (África occidental). El 3 de diciembre de 2013, con apenas dos años, comenzó a tener fiebre alta, vómitos y hemorragias internas. Él era el portador. El paciente cero del Ébola: uno de los virus más letales que se conoce y que amenaza la seguridad sanitaria mundial. ¿Estamos a merced de los microbios?
James Maury «Jim» Henson fue un famoso productor televisivo estadounidense, conocido por ser el creador de The Muppets, los teleñecos. Falleció el 16 de mayo de 1990 a los 53 años de edad, debido a una infección causada por la bacteria Streptococcus pyogenes grupo A. Aproximadamente veinte horas antes había llegado por su propio pie a emergencias del hospital de Nueva York, sin ser consciente de lo grave que estaba.
Probablemente la primera idea que surge al pensar en microbios (bacterias, virus, hongos y protozoos) es la de enfermedad e infección. Y sí, es verdad que los microbios tienen su parte negativa —el lado oscuro de los microbios— y algunos de ellos son patógenos y causan enfermedades infecciosas, pero lo cierto es que los microorganismos patógenos no son muchos comparados con los millones de microbios que existen en la naturaleza.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada año mueren en el planeta unos cincuenta y nueve millones de personas. ¿De qué se muere la gente? Depende de dónde hayas nacido. Las cinco principales causas de defunción en países con altos ingresos económicos son (en orden de frecuencia): enfermedad cardiaca (corazón), enfermedad cerebrovascular (cerebro), cáncer de pulmón, alzhéimer u otras enfermedades neuronales, e infecciones respiratorias causadas por microorganismos.
Puede dar la impresión de que, gracias a los grandes avances científicos y médicos, a los antibióticos y a las vacunas, la mayoría de la gente no se muere ya de enfermedades infecciosas. Estas dolencias parecen haberse exterminado. Sin embargo, en los países subdesarrollados la situación es bien distinta, y la gente sigue muriendo a causa de infecciones respiratorias y diarreicas, por el virus del sida, enfermedades cardiacas y malaria.
Por lo tanto, la causa de muerte depende, y mucho, del lugar en el que se viva. En España, por ejemplo, la probabilidad de morir por una enfermedad infecciosa es menor del 10 por ciento, mientras que en Zimbabue (África) es superior al 75 por ciento.
En los países pobres, dos de cada tres niños menores de cinco años mueren debido a enfermedades infecciosas. En África, en concreto, un niño tiene dieciséis veces más posibilidades de morir antes de los cinco años que en Europa. Hay más fallecidos a causa de una vulgar diarrea que debido al sida o a la malaria.
A las estremecedoras cifras se suma la preocupación creciente por parte de las autoridades sanitarias debido a la proliferación de microorganismos resistentes a los antibióticos. Un grave problema de salud pública que afecta a cualquier persona de cualquier edad en cualquier país, y es que los microbios no distinguen fronteras, razas ni economías.
Desde que comenzó el uso generalizado de los antibióticos, en los años cincuenta, prácticamente todos los patógenos han desarrollado algún tipo de resistencia. Algunos requieren dosis cada vez más elevadas y otros se han hecho inmunes a todos los antimicrobianos conocidos. La resistencia a los antibióticos prolonga la duración de las enfermedades y aumenta el riesgo de muerte.
Cada año se describen unos 440 000 casos de personas infectadas por la bacteria Mycobacterium tuberculosis, multirresistente a la isoniacida y a la rifampicina, dos antibióticos que se emplean para tratar la tuberculosis. Unas 150 000 personas fallecen cada año porque el tratamiento antibiótico no es efectivo, y la bacteria sigue su expansión. Ya se ha detectado y aislado en 64 países.
Neisseria gonorrhoeae, causante de la gonorrea —una enfermedad de transmisión sexual—, ha desarrollado resistencia a los antibióticos en un tiempo récord, y ya solo puede tratarse con las cefalosporinas denominadas de tercera generación, a las que también ha empezado a inmunizarse. De hecho, los expertos alertan que de no controlarse la extensión de la gonorrea, pronto no habrá tratamiento contra la enfermedad. Lo mismo sucede con las personas infectadas por Staphylococcus aureus —o estafilococo áureo, una bacteria con multitud de cepas resistentes a la meticilina, un tipo de penicilina—. Las personas que se infectan con este microorganismo tienen una probabilidad de morir un 64 por ciento mayor que los infectados por cepas no resistentes.
La ineficacia de los antibióticos dispara el costo de la atención sanitaria, porque alarga las estancias en el hospital y requiere de más cuidados intensivos. La resistencia al antibiótico carbapenem —último recurso terapéutico contra infecciones mortales por Klebsiella pneumoniae, una bacteria intestinal común— se ha extendido a todas las regiones del mundo. Esta bacteria provoca importantes infecciones hospitalarias —como neumonías, infecciones a recién nacidos y personas ingresadas en unidades de cuidados intensivos— en pacientes para quienes el antibiótico ya no es eficaz en la mitad de los casos. La baja efectividad de las fluoroquinolonas, uno de los antibacterianos más utilizados en el tratamiento de las infecciones urinarias causadas por Escherichia coli, también está muy extendida.
En los años ochenta, cuando estos antimicrobianos aparecieron, su acción era segura casi en el cien por cien de los casos. Hoy en día hay muchos países donde ya no funcionan en el 50 por ciento de los pacientes. Se calcula que en Europa mueren cada año 25 000 personas a causa de patógenos resistentes a los antibióticos, y que para el año 2050 varios millones estarán en peligro de muerte por bacterias inmunes a los antibióticos.
Para vencer la resistencia a los antibióticos no solo se precisa dar con nuevos antimicrobianos, sino que es necesario usar estos fármacos con más racionalidad, erradicar el abuso y reducir su empleo al mínimo imprescindible. También se deberían dejar de emplear en animales y en agricultura, y realizar los diagnósticos de forma más rápida y precisa. Cada uno de nosotros, además, puede contribuir a que la ineficacia de los antibióticos no se extienda. Bastaría con evitar la automedicación, utilizarlos solo bajo prescripción médica, completar el tratamiento indicado —aunque desaparezcan los síntomas— y no ofrecerlos a otras personas ni utilizar los sobrantes de prescripciones anteriores. Sin la colaboración de todos, dentro de poco tiempo una simple infección volverá a ser un problema muy grave.
La reciente epidemia de ébola en África ha reactivado una cuestión siempre latente: ¿por qué de vez en cuando surgen nuevas infecciones virales? ¿De dónde salen esos nuevos virus? Algunas enfermedades infecciosas se diseminan o resurgen en una nueva zona del planeta. A veces se trata de virus que han cambiado o que se desconocían hasta ese momento. Pueden ser nuevos o reemergentes por causas variadas: su propia evolución y adaptación, la influencia humana —que contribuye a su extensión—, factores ecológicos y ambientales.
Los causantes de la gripe y el sida son ejemplos de virus con una enorme capacidad de variación. Por una parte poseen una tasa de mutación enorme, y por la otra cometen muchos errores al copiarse y no los corrigen. Esa «metamorfosis» constante origina la resistencia a los fármacos. Así sucede con el virus de la gripe, que al cambiar cada año obliga a crear nuevas vacunas con la misma periodicidad. Además, los genomas de muchos de estos virus se hallan distribuidos en varios fragmentos, de modo que cuando dos virus infectan una misma célula pueden desencadenar fenómenos de mezcla e intercambio de genomas que dan lugar a nuevos virus híbridos. Este proceso origina nuevas cepas de virus que, como en el caso de la gripe, pueden provocar grandes pandemias o epidemias mundiales.
Los fenómenos de mutación y de mezcla, unidos al hecho de que los virus se multiplican a velocidades extraordinariamente altas, disparan su capacidad de evolución y adaptación. En los virus sucede como si el proceso evolutivo —el cambio y la selección natural— fuera a muy alta velocidad, lo cual explicaría que aparezcan nuevos virus en tiempos muy cortos.
El ser humano y su estilo de vida también desempeñan un papel determinante en el éxito de estos microorganismos. Cerca del 50 por ciento de la población mundial vive en grandes urbes. El hacinamiento, la polución y la falta de higiene favorecen la transmisión de infecciones respiratorias y gastrointestinales. Además, los virus viven en un mundo sin fronteras, de modo que los movimientos de población, las migraciones, los viajes aéreos, etcétera, facilitan su diseminación.
Uno de los casos que lo demuestra mejor documentados fue el del Síndrome Respiratorio Agudo y Severo (SARS), una enfermedad muy parecida a la gripe. La dolencia se describió por primera vez en febrero de 2003. El «portador» era un profesor que se infectó en la provincia de Guandong (China). En concreto, el 21 de febrero de 2003 este hombre estuvo en el hotel Metropole de Hong Kong. Allí infectó a un total de doce huéspedes. Después viajó a Vietnam, donde transmitió el virus a otras treinta y siete personas. Tres de los huéspedes infectados extendieron el virus por Hong Kong; el resto viajó a Irlanda, Canadá, Estados Unidos, Singapur y Alemania, donde diseminaron la infección en pocos días. El «rastro» que dejó el contagio permitió comprobar cómo un solo portador había nfectado a miles de personas repartidas por treinta países en solo seis semanas.
Por fortuna, la alerta y la colaboración internacional funcionaron, de modo que si el 21 de febrero comenzaba la infección por un agente desconocido, dos meses después, el 21 de abril, la secuencia completa del genoma del virus estaba disponible en las bases de datos. Si lo comparamos con el sida, mientras que el primer caso se diagnosticó en 1981, el aislamiento y la identificación se prolongaron dos años.
Muchos brotes de enfermedades infecciosas emergentes se originan después de una alteración del ecosistema. La acción del hombre sobre el medio ambiente afecta también a los virus. La deforestación o la construcción de grandes presas se asocian a brotes de fiebres hemorrágicas de origen vírico.
Lo mismo se atribuye al cambio climático y al calentamiento global, ya que numerosas infecciones se transmiten a través de artrópodos, mosquitos y garrapatas, cuya distribución geográfica depende de las condiciones ambientales. Pequeños cambios en la temperatura y humedad pueden modificar su hábitat y, como consecuencia, la extensión de estas infecciones. Así ha sucedido con el mosquito tigre (Aedes albopictus), que desde el año 2004 ha aparecido en países del sur de Europa —Italia, Francia, España…—, y ha traído consigo enfermedades tropicales como la fiebre de Chikungunya o el dengue, de las que se han detectado los primeros casos autóctonos.
El cambio climático está alterando los límites geográficos de muchos vectores que trasmiten virus. Estos se desplazan hacia el norte en el hemisferio norte y hacia el sur en el hemisferio sur. También alcanzan altitudes mayores a las observadas hasta ahora. Según los expertos, las enfermedades tropicales pueden dejar de ser solo tropicales.
El conocimiento más exhaustivo acerca de la transmisión y mutación de los virus ha arrojado otra clave: la mayoría de nuestras enfermedades infecciosas virales se originan en virus de animales. Las denominadas zoonosis son enfermedades de los animales que «saltan» al hombre, como sucedió en el VIH. El sida está causado realmente por retrovirus de simios que en distintos momentos a lo largo de los últimos cien años «saltaron» la barrera de la especie y se adaptaron al hombre.
El virus de la gripe nació como un virus de aves, sobre todo silvestres, patos y gaviotas. Por eso las aves portan todas las combinaciones posibles de virus de la gripe y de ellas parten nuevos brotes, como la famosa gripe A o gripe aviar.
El último organismo en poner en jaque la seguridad sanitaria mundial ha sido el virus del ébola, cuyo origen se encuentra en tres especies de murciélagos que habitan los bosques que se extienden desde Kenia hasta Guinea, de donde salió para infectar a los monos y al hombre.
Puede ser que el próximo «agente del caos» sea otro coronavirus hallado recientemente en camellos de algunas tribus de Oriente Medio y que ha causado los primeros casos de un síndrome respiratorio agudo.
Como vemos, existen distintos factores, desde los propios virus hasta el ambiente externo, que condicionan su evolución de un origen en algunos animales hasta adaptarse al ser humano. Precisamente una de las claves de la investigación actual radica en anticiparse a esos virus potencialmente peligrosos antes de que «salten» al hombre. En ello trabaja Global Viral, que mantiene laboratorios de virología en África central y en el sudeste asiático para buscar nuevos virus en animales salvajes. Los investigadores toman muestras de animales silvestres y, mediante análisis de metagenómica (secuenciación y análisis de todos los genomas de la muestra), detectan virus que infectan a los animales y que podrían suponer un riesgo para el ser humano. Los avances logrados ayudan a entender cómo evolucionan los nuevos patógenos. En realidad nos hallamos sobre la punta de un iceberg que mide en micras su tamaño pero no su peligrosidad.
Entonces, ¿sería posible la vida en el planeta sin microbios? ¿Qué pasaría si no hubiera microorganismos en la superficie terrestre? ¿La Humanidad sería «viable»? Con el análisis previo, la simplificación más sencilla nos llevaría a pensar que como muchos microbios son patógenos, sin microbios no habría infecciones. No existirían ni el ébola, ni el sida, ni la malaria… Por lo tanto, habría menos enfermedades y viviríamos más y mejor. Sin embargo, la inmensa mayoría de los microbios son «unos buenos tipos». Los microorganismos patógenos no son muchos comparados con los millones de microbios que abundan en la naturaleza. Pasteur fue el primero que predijo que la vida de los animales no sería posible sin microorganismos.
Los primeros afectados con la ausencia de microbios serían los ciclos biogeoquímicos de la materia que permiten el reciclaje de los elementos. En un supuesto mundo microbe-free, el ciclo del nitrógeno se colapsaría. Los microorganismos intervienen en la fijación del nitrógeno atmosférico —el paso del N2 a amonio, NH3—, la nitrificación —la transformación del amonio en nitrito y de este en nitrato— y la desnitrificación —los pasos inversos: de nitrato a nitrito y de éste a N2—. Sin ellos, las plantas no serían capaces de fijar el nitrógeno de forma natural, lo que afectaría a los cultivos.
También influiría en el ciclo del carbono, ya que gran parte de la actividad fotosintética corre a cargo de los microorganismos. Además, las bacterias desempeñan un papel esencial en la degradación de la materia orgánica en condiciones anaerobias (sin oxígeno). De no existir, los residuos se acumularían por todas partes.
Los rumiantes, por ejemplo, no podrían llevar a cabo la degradación de la celulosa —las vacas no se nutren de la hierba que comen, sino de la inmensa cantidad de microbios que tienen en su panza y que son los responsables de degradar la celulosa—. Por lo tanto, sin microbios los rumiantes desaparecerían.
En definitiva, la mayoría de los ciclos biogeoquímicos del planeta se detendrían. Casi la totalidad de las especies de seres vivos se extinguiría, y la población de las especies supervivientes quedaría muy disminuida. Mejor, no hagamos la prueba de prescindir de ellos. ¡Larga vida a los microbios!
Somos más microbios de lo que pensamos: el número de bacterias en nuestro cuerpo puede llegar a ser diez veces superior al número de células humanas. ¡Se calcula que casi dos kilos del peso de una persona corresponde a los microbios!
La microbiota es el conjunto de microorganismos que se encuentran en el cuerpo en individuos sanos. Hace unos años comenzó un ambicioso proyecto denominado Proyecto Microbioma Humano para conocer las microbios que pueblan nuestro organismo. Se trata de obtener un «mapa» de nuestras bacterias, que algunos ya consideran como nuestro segundo genoma. En este proyecto han colaborado más de doscientos científicos de ochenta instituciones distintas. Se han secuenciado y analizado muestras de 242 personas sanas (129 hombres y 113 mujeres). De cada una de ellas se han tomado muestras al menos tres veces durante veintidós meses, procedentes de dieciocho partes distintas del cuerpo (nueve de distintas zonas de la cavidad oral, cinco de la piel, una de heces y tres de vagina). En total, más de 11 000 muestras. ¿Cuáles han sido las principales conclusiones?
La diversidad de microbios en nuestro organismo es enorme. Se estima que en nuestro cuerpo habitan más de diez mil especies bacterianas diferentes. En general, nuestras comunidades microbianas están compuestas por unos pocos tipos bacterianos muy abundantes y frecuentes, y por muchas bacterias distintas pero representadas en pequeño número. O sea, que aunque la diversidad es enorme, nos llevamos muy bien con pocas bacterias que aparecen mucho en nuestro cuerpo.
No sabemos por qué, pero también el tipo de bacterias es muy variable entre personas. El microbioma es único en cada individuo. Además, la comunidad de bacterias en una persona cambia a lo largo del tiempo, depende de la edad, el sexo, la dieta, el grado de obesidad, la inmunidad, la genética del individuo y de otros factores como el clima o la propia higiene personal. Cuando se compara la microbiota en distintas zonas del cuerpo, se observa que las bacterias de cada parte son muy diferentes. La mayor diversidad microbiana se halla en el tracto intestinal y en la boca; la piel tiene una diversidad media, y donde menos tipos distintos de bacterias hay es en la vagina, con predominio, curiosamente, de Lactobacillus.
¿Y qué hacen ahí tantas bacterias?, ¿cuál es su función? Nuestra salud depende de nuestras bacterias. Por una parte, nos ayudan en la digestión del alimento, producen vitaminas esenciales que necesitamos y no podemos sintetizar. Además, nos protegen contra la colonización de otros microorganismos que pueden ser patógenos. Desde hace unos años se ha establecido una relación entre la composición de los microbios del intestino y la obesidad: los sujetos obesos presentaron una menor diversidad bacteriana en su intestino que las personas con peso normal. La microbiota puede estar implicada también en el desarrollo de enfermedades autoinmunes como la diabetes, la artritis reumatoide, las alergias e incluso la esclerosis múltiple. Las bacterias no son meros pasajeros que llevamos dentro, sino que tienen un papel fundamental en nuestra salud.
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