Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

De imperio milenario a potencia global

Texto Onésimo Díaz, profesor de Historia, cultura y cristianismo en el siglo XX (Universidad de Navarra) Fotografía Unsplash

El 1 de octubre de 2019 se cumplirán setenta años del nacimiento de la República Popular China, un país que, en este tiempo, ha experimentado profundos cambios culturales y sociales. Un repaso a algunos momentos centrales de su historia reciente puede ayudar a conocer mejor al gigante asiático. En las últimas décadas, China, segunda economía del mundo en 2018, tras Estados Unidos, está retando el orden geopolítico heredado de la Segunda Guerra Mundial y mira desafiante a Occidente. Queda por ver la evolución política del país, cuyos Gobiernos se han mostrado flexibles con la economía de mercado pero muy poco sensibles a determinados derechos fundamentales de la ciudadanía.


Cuando terminó la segunda guerra Mundial en 1945, no pocos países de todo el mundo eligieron de manera libre o aceptaron sumisamente el sistema comunista. China se sumó a esta corriente, lo que significó que más de una quinta parte de la población mundial se encontrara gobernada por dirigentes comunistas; era la mayor potencia demográfica del mundo —por encima de los quinientos millones de habitantes, aunque todavía lejos de los más de mil trescientos actuales— y ocupaba el tercer lugar en extensión.

En 1946 estalló la guerra civil china entre las fuerzas comunistas de Mao Zedong y el Gobierno nacionalista del Kuomintang dirigido por Chang Kaishek. Más tarde, el 1 de octubre de 1949, el victorioso Mao proclamó la República Popular China. Los derrotados huyeron a la isla de Formosa, donde fundaron un estado nuevo llamado Taiwán.

 

Mao, fundador de la nueva China

 Mao Zedong (1893-1976) se había formado en un ambiente campesino. Trabajó de maestro, pero siempre se consideró poeta e intelectual. Su visión de la vida giraba en torno a sí mismo, tal como escribió a los veinticuatro años y recogen la interesante biografía publicada en 2006 por Jung Chang, autora de Cisnes salvajes, y el historiador irlandés Jon Halliday: «Por supuesto que en el mundo hay sujetos y objetos, pero están ahí tan solo para mí» .

El joven Mao leyó a Marx y se sintió atraído por la ideología comunista. En los primeros pasos del Partido Comunista de China, fundado en 1921, fue uno más sin formar parte del grupo promotor. Pero más allá del avance del comunismo, Mao deseaba alcanzar el poder y crear algo nuevo que, más tarde, dio lugar al maoísmo. Tras la derrota de Chang Kaishek, se inspiró en el Estado totalitario soviético, donde el partido controlaba todo. Los tribunales de justicia fueron reemplazados por comités del partido y la censura aherrojó a todos los medios de comunicación.

En 1950, Mao firmó un tratado de amistad con la Unión Soviética de Stalin. Gracias a la ayuda rusa y al destino del 40 por ciento del presupuesto del Estado para armamento, llevó a cabo una reforma profunda del Ejército.

Una de las primeras medidas del Gobierno de Mao fue la reforma agraria. Se aprobó un proceso gradual de colectivización, bajo el lema «La tierra, para el que la trabaja». El objetivo radicaba en conseguir la integración de todas las familias campesinas en cooperativas de productores agrícolas. La colectivización de la tierra tuvo éxito al acceder a ella los campesinos pobres. En cambio, algunos se opusieron y lo pagaron con su libertad o con su vida. Se ha calculado que murieron cinco millones de disidentes y que a otros diez millones los condenaron a campos de trabajo. Se sucedieron campañas contra los enemigos de Mao: contrarrevolucionarios, trotskistas, enemigos de clase, derechistas e imperialistas. 

Los católicos figuraron entre los perseguidos por el régimen de Mao. Como reacción, Pío XII publicó la carta Ad Sinarum gentes (1954) en la que pedía el cese del acoso y la llegada de la tolerancia a la Iglesia en China. Poco después, en 1957, el papa condenó la Asociación Patriótica Católica China, es decir, la llamada «iglesia patriótica» u «oficial».

En 1955 se nacionalizaron la industria y el comercio. Dos años después, se ordenó duplicar la producción de acero, involucrando a toda la población. El plan quinquenal iniciado en 1958, denominado el «Gran Salto Adelante», trató de convertir a China en el líder mundial en ese campo, a una altura mayor que Gran Bretaña. Cien millones de campesinos abandonaron sus tierras y recogieron acero por todo el país. Pero el resultado se limitó a la creación de hornos siderúrgicos caseros de escasa producción. Paradójicamente, el «Gran Salto Adelante» acabó con la vida de millones de chinos en la mayor hambruna de la historia de la humanidad. En algunas zonas se llegó hasta el extremo del canibalismo.

El símbolo del «Gran Salto Adelante» fueron las comunas populares, que pretendían crear una especie de cooperativas rurales donde la comida, la educación y la producción eran colectivos. Estas comunas populares combinaban un papel económico, político, social y militar, ya que facilitaban la industrialización del campo y la formación de milicias populares ante la creciente tensión con Estados Unidos por Taiwán.

El 17 de julio de 1958, Mao autorizó los preparativos para una campaña militar en el estrecho de Taiwán. Semanas después, los bombardeos chinos alertaron al Gobierno norteamericano, que se había comprometido mediante un tratado a defender a Chang Kaishek. Como respuesta, Eisenhower envió una flota y fuerzas equipadas con armamento nuclear. Ante estos movimientos, el líder soviético Kruschev mandó una carta amenazadora al presidente norteamericano en apoyo de la postura china. Finalmente, la crisis se resolvió cuando Mao, el 6 de octubre de 1958, dejó de bombardear las posiciones de Taiwán.

Unos años después, en 1966, la Revolución Cultural Proletaria lanzó una operación dirigida a descubrir traidores dentro del Partido Comunista. También se orientó hacia la purga de elementos sospechosos en las universidades y en los colegios. De este modo, se aceleró un proceso de purificación de la intelectualidad. Miles de profesores, escritores y periodistas recibieron castigos en los campos de trabajo y reeducación. La religión constituyó objeto especial de ataque por parte de la Guardia Roja, que destruyó estatuas budistas y cerró iglesias cristianas.

A finales de los años sesenta, China se aisló del escenario bipolar del momento al declarar enemistad a los Estados Unidos y a la Unión Soviética. Mao proclamó orgullosamente que China encabezaba los países del llamado Tercer Mundo, que no pertenecía a los bloques capitaneados por los norteamericanos y los países ricos de Occidente ni a los países comunistas del bloque oriental controlados por la Unión Soviética. En 1969 estalló una crisis con los rusos en la frontera noreste, que generó tensión e incluso un conato de guerra chino-soviética. El aislamiento diplomático terminó cuando China ocupó su asiento en la ONU después de más de dos décadas de exclusión, pues esta organización concedió legitimidad diplomática al Gobierno de Taiwán y no al de la República Popular.

Así, China regresó a la ONU en 1971. Al año siguiente restableció relaciones con Estados Unidos, gracias al empeño del secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, que preparó una visita del presidente Nixon a Pekín. A principios de los setenta, la distensión redefinió las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, lo que redujo la posibilidad de la amenaza nuclear.

 

Después de Mao

 Mao falleció el 9 de septiembre de 1976, después de tres años de deterioro físico progresivo. Entre sus logros cabe destacar la eliminación del complejo victimista de los chinos, humillados y ofendidos por Japón en la historia reciente. Sin embargo, no consiguió encumbrar a China al nivel de superpotencia, a la altura de la Unión Soviética y de los Estados Unidos.

Poco antes de morir, Mao profetizó el liderazgo de China como una superpotencia. Según él, entre los dos gigantes mundiales existía una vasta zona intermedia compuesta por los países oprimidos; y en este escenario China desempeñaba un papel creciente.

Tras la muerte de Mao, conocido por muchos como el «emperador rojo», le sustituyó el veterano Deng Xiaoping (1904-1997). Este había sufrido un fuerte descrédito durante la Revolución Cultural Proletaria, acusado de ser contrarrevolucionario, lo que le permitió
reflexionar sobre el régimen e intentar dar un giro al comunismo chino tras el fallecimiento de Mao. De hecho, los últimos años de gobierno maoísta se desmitificaron y se calificaron de años malos para China.

Así las cosas, Deng Xiaoping abrió una nueva etapa de la historia de China al olvidar buena parte de la herencia de Mao. En primer lugar, optó por modernizar la economía, tanto la industria como la agricultura, e invertir en ciencia y tecnología. Para la gran reforma económica, aceptó la inversión extranjera en la costa y en el sur del país. Además, proyectó otras medidas de cambio en la educación y en el ejército, bajo la consigna de reforma y apertura, que el propio Xiaoping explicó con estas palabras: «Ningún país que aspire a ser desarrollado hoy puede aplicar una política de puertas cerradas. Nosotros hemos probado esa amarga experiencia, y también la han probado nuestros antepasados».

Muchos pensaron que la reforma económica desembocaría en una apertura total, pero no sucedió así. El Partido Comunista de China perseveró en la tarea de controlar la sociedad, mientras toleraba una modernización económica, que elevó a China a la categoría de gran potencia comercial en los años ochenta. Lo que se había propuesto el dirigente supremo era dar prioridad absoluta a la construcción de un mercado fuerte. El resultado fue sumamente positivo, al incrementar la tasa de crecimiento económico.

En la política exterior llamó la atención la visita de Deng Xiaoping a Estados Unidos en 1979, lo que reforzó las relaciones diplomáticas entre los dos países. A partir de este momento, una parte importante de los jóvenes chinos realizaron sus estudios en universidades norteamericanas.

El desarrollo de China, que se convirtió en la economía de más rápido crecimiento de todo el mundo en los años ochenta, corrió paralelo a la pujanza industrial de Japón y de los cuatro «tigres asiáticos»: Taiwán, Singapur, Hong Kong y Corea del Sur. Sin embargo, la crisis financiera de aquella zona del planeta en 1987 terminó con el milagro económico de estos «Estados comerciantes», mientras seguía el auge económico chino. 

A finales de los ochenta, el viento de cambio político de la Europa comunista sopló en algunas ciudades chinas. En mayo de 1989, la visita del líder soviético Mijaíl Gorbachov a Pekín envalentonó a los disidentes y, unas semanas después, en lo que constituyó un icono de la resistencia frente al régimen comunista chino, el 4 de junio una multitud de opositores —muchos, estudiantes— se manifestó exigiendo libertades. Los carros de combate irrumpieron en la plaza de Tiananmén y acabaron con la vida de cientos de personas desarmadas.

De nada sirvieron las protestas internacionales. Además, poco después, los gobiernos occidentales reanudaron las relaciones comerciales sin atreverse a tomar medidas contra China. A raíz de las protestas de 1989, el Gobierno clausuró medio centenar de editoriales y confiscó millones de publicaciones consideradas subversivas. 

Deng Xiaoping cerró la puerta a una posible liberalización del régimen. De hecho, un poco antes de la masacre de Tiananmén, ya había dejado clara su firmeza en ese punto: «La clave de nuestro éxito en la modernización, la reforma y la apertura al exterior es la estabilidad… China no se puede permitir ningún desorden». 

La búsqueda de la consistencia y el control estatal tuvo una concreción especialmente significativa: la política de un solo hijo por familia aprobada en 1979 y que ha estado en vigor hasta 2016. En algunas zonas rurales se toleró tener un segundo hijo, incluso un tercero, con tal de que se cumplieran ciertas condiciones pero, en conjunto, pocas leyes han condicionado tanto la vida de un país y sus ciudadanos como esta.

En nuestros días

En las últimas décadas, el Gran Timonel ha seguido inspirando el comunismo chino; el retrato de Mao se ha mantenido en la plaza de Tiananmén hasta hoy, aunque han ido desapareciendo sus citas en las portadas de los periódicos y su fotografía de otros lugares públicos. El régimen se declara heredero de Mao y parece empeñado en perpetuar el mito fundacional. Como repitió insistentemente Deng Xiaoping, la estabilidad del régimen se basaba en el pensamiento de Mao, el liderazgo del partido, la dictadura del proletariado y el camino socialista chino.

China se ha ido transformado en una gran referencia económica mundial, gracias a que fabrica más barato que otros países a expensas de salarios bajos. La política económica de Deng Xiaoping se mantuvo con el presidente Jiang Zemin (1993-2003). 

También su sucesor Hu Jintao (2003-2013) logró que la pujante «economía socialista de mercado» de China sorprendiera en todo el mundo por sus resultados. De hecho, se habla de los cuarenta años del milagro económico chino, de los que se siente orgulloso el actual presidente Xi Jinping.

Acontecimientos de alcance mundial han contribuido a visibilizar la China de hoy, con sus luces y sus sombras. Quizá el ejemplo más claro fue la celebración en agosto de 2008 de los Juegos Olímpicos en Pekín. 

Los actos de la ceremonia inaugural y de clausura fueron encomendados al director de cine de gran proyección internacional Zhang Yimou, que realizó un trabajo artístico de exquisita belleza. En la competición, China brilló, pero la censura, la falta de libertades y la persecución a los cristianos no quedaron ocultas a los ojos de todo el planeta. 

China asusta. Sus dimensiones, su población por encima de los 1 300 millones de habitantes, su crecimiento sostenido durante las últimas décadas a pesar de la gran crisis vivida en los países occidentales, su fuerza comercial en sectores como el turismo, las telecomunicaciones o la automoción y la presencia de los diez millones de chinos que se estima que viven en otras naciones hacen que todo el mundo esté pendiente del siguiente movimiento del gigante. 

Por el momento, su éxito económico arrollador no se ha traducido en una influencia política o cultural de esa envergadura. Más bien son los chinos quienes asimilan los estilos de vida que encuentran. Su fortaleza y las complejidades y debilidades occidentales continuarán su pulso en los próximos años.


China y la iglesia católica

El pasado 22 de septiembre el régimen chino y el Vaticano firmaron un acuerdo relativo al nombramiento de obispos de forma conjunta. El origen de este importante paso se sitúa en el pontificado de Juan Pablo II, quien abrió el diálogo con las autoridades chinas después de muchos años de silencio. A pesar de su carácter provisional por dos años, estamos ante un acuerdo histórico porque ha terminado con siete décadas sin relaciones diplomáticas entre la República Popular China y la Santa Sede. De momento, el papa ha readmitido a los llamados «obispos oficiales» —ordenados sin el permiso pontificio— que todavía quedaban.

Esta decisión se vio en distintos ámbitos políticos como un paso decisivo hacia la mayor apertura y tolerancia con los cristianos en China, donde, en los últimos años, han mantenido vidas separadas una comunidad bajo la jerarquía nombrada por el Vaticano y otra cuyos obispos eran elegidos por las autoridades civiles. A pesar de la gran complejidad del asunto, hechos como este apuntan a que las iglesias oficial y clandestina caminan hacia la unificación. Conviene tener en cuenta que en China hay entre diez y veinte millones de católicos, lo que representa el 1 por ciento de los habitantes del país más poblado del mundo.

La valoración del acuerdo fue dispar. Por un lado, el arzobispo de Hong Kong, Joseph Zhen, no se mostró entusiasmado con su firma. Según Zhen, la iglesia patriótica aparece como la vencedora después de setenta años de sufrimiento de la no oficial. Por otra parte, el secretario de Estado de Vaticano, Pietro Parolin, calificó como «esperanzador» el camino abierto al entendimiento con China en un momento tenso a nivel internacional.

También el papa Francisco mira con esperanza esta solución temporal sobre el nombramiento de obispos en el que el pontífice se reserva siempre la última palabra. El papa desea seguir de cerca los posibles pasos y ha revelado su intención de realizar una visita pastoral a tierras chinas, tal como ya manifestó en su viaje a Myanmar y Bangladesh en noviembre de 2017. Otro gesto lleno de significado fue que el papa enviara, poco después de la firma del acuerdo, un mensaje a los católicos chinos y a la Iglesia universal.

Sin embargo, unas semanas después de la firma del documento, en octubre de 2018, fueron demolidos por orden del Gobierno dos santuarios cristianos. Esto no sorprende, porque China sigue siendo un país gobernado por el Partido Comunista, que no ve con buenos ojos la religión, y menos a la Iglesia católica.