Si a usted le molestaría que su hija se casara con un votante del partido contrario, probablemente haya caído en alguna forma de polarización. No se preocupe: es algo corriente en las democracias occidentales y tiene solución.
Un matrimonio ve la televisión desde el sofá: en el plató, dos personas se sitúan frente a sendos mapas meteorológicos. El presentador del telediario anuncia sonriente: «Ese fue Brad con el tiempo demócrata. Pasamos ahora a Tammy, que nos contará el tiempo republicano». La escena, de una viñeta publicada en The New Yorker en 2017, refleja con humor amargo cómo la polarización es uno de los rasgos distintivos de las sociedades occidentales contemporáneas, donde abundan las «circunstancias en las que las personas responden más a sentimientos y creencias que a hechos», como define el Diccionario Oxford el término posverdad.
Polarización y posverdad son dos fenómenos relacionados con el traslado de la vida social a la red que hemos vivido en las dos últimas décadas; un proceso que implica cambios de calado en la esfera pública. En primer lugar, el desarrollo de plataformas que han socializado la capacidad de publicar contenidos a bajo coste permite a un número enorme de actores producir y difundir información en este nuevo escenario. Como consecuencia, los medios de comunicación tradicionales ya no tienen el control exclusivo del mercado de las noticias. Queda así configurado un entorno comunicativo denso y poblado por un número creciente de fuentes de información (y desinformación) de naturaleza diversa que compiten por la atención de las personas en ciclos cada vez más acelerados. Paradójicamente, esta sobreabundancia de noticias no conduce a una mejor comprensión de la realidad, ya que, a menudo, el ciudadano carece de las habilidades o los recursos para distinguir la información fiable de la que es falsa o está intencionalmente sesgada.
Los medios han dejado de ser, para gran parte de la sociedad, la autoridad que ayudaba a los ciudadanos a tomar mejores decisiones, a entender mejor el mundo que les rodea y a participar de manera más plena en la discusión pública. Las razones de este declive son variadas, pero una fundamental es que su modelo de negocio —tradicionalmente basado en la publicidad y el pago por consumo— se ha desmoronado, y en muchos casos ha arrastrado consigo la regla editorial, sacrificando la calidad y el rigor para entrar en la batalla por la atención de los usuarios. Se hace con noticias que apelan a la curiosidad —luego raramente satisfecha—, con titulares llamativos y a menudo de temática ligera o hasta morbosa. En este nuevo ecosistema, con audiencias cada vez más atomizadas, proliferan iniciativas seudoperiodísticas donde las fronteras entre información, opinión e ideología están difuminadas y se busca ante todo la viralidad, activando las emociones y la identificación partidista.
LOS MEDIOS HAN DEJADO DE SER, PARA GRAN PARTE DE LA SOCIEDAD, LA AUTORIDAD QUE AYUDABA A LOS CIUDADANOS A TOMAR MEJORES DECISIONES, A ENTENDER MEJOR EL MUNDO QUE LES RODEA.
Que el espacio digital sea la plaza pública conlleva también cierta sentimentalización de la vida social y política. Como explica el politólogo Arias Maldonado, «el tono de la opinión pública constituye la atmósfera en que se desenvuelve la democracia»1, y las redes sociales —que se han erigido en mediaciones cada vez más importantes en la relación de los ciudadanos con la actividad política— son redes afectivas, cuyo empleo por parte de los usuarios habitualmente es más expresivo que deliberativo.
Esta nueva situación puede entenderse como beneficiosa en la medida en que facilita la participación de un mayor número de ciudadanos en la conversación. Pero, lamentablemente, también se constata que deriva en una «democracia de enjambre»2, con palabras de Byung Chul Han, donde las muchedumbres reaccionan en flujos masivos de halago o descalificación y sacuden el espacio público, que se llena de un ruido que dificulta la reflexión y la conversación sosegada.
En otras palabras: a pesar de que la tecnología digital hace aflorar nuevos hábitos cívicos —que, aunque alejados del ideal de debate público racional, pueden interpretarse como democratizadores—, esa conectividad emocionalmente cargada conduce con frecuencia a sentimientos políticos primarios como la indignación o la rabia y puede derivar en discursos de odio o alimentar campañas de ostracismo social bajo las señas de una cultura de la cancelación.
LAS FORMAS DE LA POLARIZACIÓN
Con todos estos elementos en juego, se entiende que el aumento de la polarización es una de las preocupaciones que frecuentemente se citan cuando intentamos explicar el estado de la opinión pública, tanto en España como en otros países. Se trata de un fenómeno que, si bien no es reciente, está creciendo —pasando de las élites a la sociedad en general— y se globaliza, en parte debido a este nuevo ecosistema comunicativo.
La constatación de que hay cuestiones de base que nos dividen cada vez más va acompañada del temor a que el fortalecimiento de los polos del espectro ideológico tenga un efecto negativo y difícil de revertir sobre el funcionamiento de las democracias liberales. Por un lado, nuestra forma de gobierno demanda modos de negociación y compromiso entre fuerzas políticas diversas y cuenta con mecanismos para expresar diferentes intereses sociales o resolver conflictos de manera pacífica. Por otro, la polarización es una amenaza en tanto que dificulta la búsqueda del bien común, refuerza prejuicios contra otros y socava el prestigio y la confianza en las instituciones, que se perciben como partidarias de uno u otro bando. En suma, este proceso simplifica la complejidad de las relaciones políticas y sociales, y cualquier diferencia se licúa en una sola dimensión identitaria.
Polarización es un término polisémico que engloba fenómenos distintos, como ha señalado la literatura académica. A grandes rasgos podemos distinguir dos tipos fundamentales. Si la brecha en el eje izquierda-derecha incide en creencias y opiniones, hablamos de polarización ideológica, mientras que si lo hace en emociones y sentimientos la llamamos afectiva.
La primera de ellas hace referencia a la divergencia entre los planteamientos programáticos de los partidos, que a su vez se trasladan al cuerpo social. Que los políticos presenten posiciones cada vez más opuestas entre sí puede considerarse como algo deseable, pues facilita la decisión de voto de la ciudadanía y permite que los parlamentos sean un espejo más fiel de los distintos puntos de vista que existen en la sociedad. Sin embargo, cuando los temas que estructuran el debate público son polarizantes —tal es el caso de las políticas de identidad—, configuran posiciones de un modo más eficaz y claro. El electorado acaba dividido en dos campos de desconfianza mutua, y eso sí es dañino para la democracia. En suma, las diferencias ideológicas cada vez más se reducen a una sola variable, y la política se percibe y define desde una lógica del enfrentamiento, como un conflicto nosotros contra ellos.
LA POLARIZACIÓN SIMPLIFICA LA COMPLEJIDAD DE LAS RELACIONES POLÍTICAS Y SOCIALES, Y CUALQUIER DIFERENCIA SE LICÚA EN UNA SOLA DIMENSIÓN IDENTITARIA.
La polarización ideológica —que a menudo se retroalimenta por el alineamiento de los medios periodísticos en bloques opuestos— suele ir acompañada de la afectiva. Esta dimensión se asienta en cuestiones de carácter emocional o psicológico y se manifiesta en términos de sentimientos y actitudes, más que de opiniones. En este caso, no se refiere a la distancia ideológica entre líderes políticos, partidos o votantes, sino a la animadversión que sienten los ciudadanos hacia quienes no son parte de su colectivo. La polarización afectiva se mide como la diferencia entre el afecto al partido con el que uno simpatiza y el rechazo a los partidos rivales, lo que da pie a la conformación de endogrupos (nosotros) y exogrupos (ellos).
Estas condiciones pueden generar un círculo vicioso de estrategias divisivas. En un clima así, las discrepancias provocan fisuras en la convivencia y emerge una «sociedad de la intolerancia»3. A este respecto, recoge el catedrático Víctor Lapuente en su libro Decálogo del buen ciudadano (2021) la siguiente estadística: «En la América de 1960, solo el 4 % de los votantes demócratas y el 5 % de los republicanos afirmaban que se sentirían molestos si su hijo o hija se casara con un simpatizante del partido contrario. Hoy son el 33 % de votantes demócratas y el 49 % de republicanos quienes serían infelices si eso ocurriera»4.
Estas dinámicas polarizadoras se manifiestan en estilos de vida y decisiones de consumo no solo informativo, sino también de bienes y servicios, que toma rasgos de tribus morales y que, en algunos países como Estados Unidos, deriva también en segregación socioespacial, pues alcanza a la elección del lugar de residencia, provocando procesos de distinción social donde las diferentes áreas urbanas y rurales experimentan una creciente homogenización interna de sus vecindarios.
UNA SIMBIOSIS PELIGROSA
La polarización es una estrategia política y mediática incentivada por las características de la comunicación contemporánea. Emplear una retórica agresiva da rédito, ya sea en términos de audiencia y publicidad como de recompensas simbólicas en las plataformas digitales, cuyos algoritmos otorgan más visibilidad a los contenidos polémicos, por ser vectores de contagio emocional.
Una prueba de ello es el auge de los medios hiperpartidistas, cuyas agendas editoriales están orientadas a activar la identidad política de su público y su respuesta emocional a las noticias. Es una espiral de odio: quienes están más polarizados consumen noticias partidistas, y la exposición a ese contenido los vuelve aún más radicales. Los medios que leen no conocen el equilibrio: a menudo describen al partido opositor en términos descalificadores y centran su atención en escándalos o temas controvertidos para inculcar hostilidad hacia el grupo rival.
En cualquier caso, la evidencia es compleja e insuficiente para sugerir que haya procesos causales unidireccionales y relativamente simples. Es el resultado de la suma de transformaciones comunicativas y políticas, combinado con las motivaciones de las personas a la hora de informarse.
En el ámbito digital convergen dos caminos que parecen propiciar la fragmentación mediática y social. Por un lado, un sesgo cognitivo que se manifiesta en la búsqueda intencional y selectiva de información que confirme creencias existentes, esquivando a su vez noticias que contradigan o desafíen las propias convicciones. Por otro, los algoritmos de los medios sociales, diseñados para reforzar dietas informativas a medida de los gustos y apetencias particulares, dentro de una lógica corporativa destinada a maximizar el tiempo de uso. Todo ello da pie a la creación de cámaras de eco que mantienen a los usuarios aislados en burbujas entre afines, sin apertura a visiones discordantes.
LOS ALGORITMOS DE LOS MEDIOS SOCIALES ESTÁN DISEÑADOS PARA REFORZAR DIETAS INFORMATIVAS A MEDIDA DE LOS GUSTOS Y APETENCIAS PARTICULARES, DENTRO DE UNA LÓGICA CORPORATIVA DESTINADA A MAXIMIZAR EL TIEMPO DE USO.
No obstante, las cámaras de eco en entornos digitales son un fenómeno bastante menos extendido de lo que popularmente se suele pensar. Un estudio reciente elaborado por la Universidad de Oxford, realizado con encuestas en siete países, ha detectado que en la mayoría de ellos apenas un 5 % de las personas utilizan solo fuentes informativas con una única inclinación ideológica. El informe también concluye que no hay una tendencia uniforme hacia una mayor polarización en todos los países. La ideológica ha disminuido en algunos lugares como Austria o Japón, la afectiva ha aumentado y la polarización de las audiencias de noticias presenta muchas variaciones. Son clave los factores específicos de cada nación. En aquellos donde los medios están más alineados con los partidos aumenta la exposición selectiva. Por el contrario, donde existe fuerte tradición de medios públicos la polarización disminuye.
Por otra parte, a veces se crea la impresión —porque se trata de un relato que tanto políticos como medios han reforzado— de que la sociedad está más polarizada de lo que realmente ocurre y que todo tema se filtra siempre con miradas ideológicas o partidistas.
ROMPER LA ESPIRAL
Asistimos a un panorama marcado por desafíos políticos y sociales de gran calado: desacuerdo en torno a qué es verdad, una política practicada como guerra entre opuestos más que como construcción de un futuro común, un ecosistema mediático con audiencias fragmentadas y configurado desde los intereses de las corporaciones tecnológicas, un peso creciente de las emociones en la esfera pública, etcétera.
Para construir lazos sociales en estos tiempos de polarización, las soluciones han de venir necesariamente desde instancias diversas. En primer lugar, los partidos políticos pueden contribuir cuidando las formas del debate público, evitando la retórica maniquea y populista que genera crispación social. Más aún, conviene superar esa concepción de la política como un juego de suma cero, dividida en campos irreconciliables, donde la confrontación constante se emplea como estrategia para marcar y profundizar las divisiones. Y promover, en cambio, una cultura política que respete al adversario, buscando acuerdos desde el reconocimiento de la diferencia.
Las organizaciones periodísticas tienen sin duda también su cuota de culpa: no pueden descuidar la función social que les ha sido encomendada en aras de la rentabilidad económica, y no trasladar a la ciudadanía la lógica binaria nosotros-ellos. A este respecto es interesante la corriente del periodismo constructivo, que procura tender puentes, promoviendo una conversación social que busque salidas a los problemas comunes. Y lo hace con una cobertura periodística realista pero esperanzadora, complementaria con el periodismo de denuncia.
En esta necesaria respuesta multinivel a los desafíos señalados no pueden quedar al margen las plataformas tecnológicas, porque su creciente protagonismo en el debate público trae consigo algunos riesgos para el mantenimiento de una esfera pública saludable. Para ello han de operar desde una responsabilidad social que conviva con su finalidad lucrativa, buscando mitigar el efecto polarizante de los algoritmos, para que puedan dar voz y más visibilidad a posiciones moderadas en lugar de alimentar dinámicas tóxicas que dañan el tejido social, dentro y fuera de la red.
Por último, desde la perspectiva individual, cada uno puede intentar despolitizar la mirada, como recomienda el analista Juan Meseguer: «A medida que lo identitario cobra peso en la política, tendemos a personalizar más nuestra opiniones —si las cuestionan, nos sentimos desaprobados o agredidos—; pero, al mismo tiempo, despersonalizamos al otro, al que solo vemos como miembro de una tribu enemiga». En otras palabras, una visión politizada de los demás empobrece las relaciones sociales, pues se guía más por estereotipos y por respuestas automatizadas de adhesión o repulsa que por virtudes cívicas5 como el respeto mutuo, la integridad, la magnanimidad o la presunción de la racionalidad y sinceridad del otro.
Por eso son tan interesantes, en países donde la polarización es más intensa, las iniciativas de la sociedad civil para propiciar lugares de encuentro cara a cara, y así conocer a otros que piensan diferente a uno mismo; en definitiva, sustituir el juicio de intenciones por un verdadero debate de ideas. Es la manera, siguiendo al mismo autor, de luchar contra la rigidez política y superar divisiones ideológicas demasiado estrictas. Para construir, en cambio, terreno común, que no es encontrar el punto intermedio entre posturas enfrentadas, sino avanzar hacia el consenso en cuestiones que ilusionan o preocupan a la mayoría.
A MEDIDA QUE LO IDENTITARIO HA GANADO PESO EN LA POLÍTICA, TENDEMOS A PERSONALIZAR MÁS NUESTRAS OPINIONES Y A SENTIRNOS AGREDIDOS SI SE CUESTIONAN; PERO TAMBIÉN DESPERSONALIZAMOS AL OTRO.
Frente a una visión polarizadora de la realidad que solo admite el blanco y negro, hemos de reivindicar una gama cromática mayor donde también quepan los matices y claroscuros. En el fondo, como explica Meseguer, «los millones de votantes de un partido no son un bloque monolítico, con opiniones intercambiables sobre cada tema». Por ello urge superar una visión de la identidad política que absorbe todos los otros rasgos de una persona, ya que conduce al antagonismo y la radicalización entre grupos irreconciliables, en lugar de tender puentes que mejoran la convivencia social.
NOTAS AL PIE
1. Arias Maldonado, Manuel (2016). «La digitalización de la conversación pública: redes sociales, afectividad política y democracia». Revista de Estudios Políticos, 173, p. 36
2. Han, Byung-Chul (2014). En el enjambre. Herder, Barcelona.
3. Vallespín, Fernando (2021). La sociedad de la intolerancia. Galaxia Gutenberg, Barcelona.
4. Lapuente, Víctor (2021). Decálogo del buen ciudadano: Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista. Ediciones Península, Barcelona, p. 192.
5. Gutmann, Amy y Thompson, Dennis (1996): Democracy and Disagreement. Harvard University Press, Cambridge.