Netflix (4 temporadas)
Creadores: Brian Yorkey
Por trece razones (13 Reasons Why) comienza por un final: «Estoy a punto de contaros la historia de mi vida. Más específicamente: por qué mi vida terminó. Si estás escuchando una de estas cintas, tú eres una de las razones». Las razones de un suicidio, ni más ni menos; ¡como si el alma atormentada de la adolescencia (valga la redundancia) pudiera descifrarse en trece horas! Desde que se estrenó, la pasada primavera, el drama —dramón— juvenil de Netflix se ha convertido en un fenómeno de masas: es tema de conversación entre los primeros pitillos furtivos de instituto, producto de inquietud entre papás analógicos y grito de eureka entre pedagogos oportunistas y críticos catastrofistas. Esa es la parte más latosa de 13 Reasons Why: su pretensión educativa y moralizante. ¡Qué diferentes eran las Lisbon [cuya historia contó Sofia Coppola en Las vírgenes suicidas]!
Porque 13 Reasons Why no necesita exégetas ideológicos para sustentar su éxito ni apuntalar su mensaje. Empecemos por esto último: es una serie cristalina, pone las cartas sobre la mesa en el primer minuto y no se guarda ni un solo as en la manga. Habla de abusones, de violaciones, de cyberbullying, de cobardes que miran para otro lado, de adultos que no se empapan y de chavales que agrupan tanto dolor en su costado que, por doler, les duele hasta el aliento. Las culpas del suicidio se reparten salomónicamente y la única venganza posible —extraño maquiavelismo— será el remordimiento. Aquí la serie pega un brinco sociológico que le resta punch y le suma monserga: no, no toda la sociedad es culpable —como de manera implícita sugiere la coralidad walkman del relato— de la inmolación de una adolescente. Un instituto no es el Orient Express y un verbo transitivo se conjuga de forma diferente a uno reflexivo. Matar. Suicidarse.
La adolescencia es una etapa de lucha contra uno mismo. Esos años donde la tribu suplanta a la familia, la mentira emerge como zona de confort, y las hormonas despiertan, agitando el sentido de la propia identidad hasta límites patológicos: con quince años, un grano de pus en la frente puede convertirse en un Titanic personal. Imaginemos si añadimos al cóctel fotos robadas, primeras borracheras, amores imposibles y otros alcoholes más letales que la serie va desvelando. La buena noticia es, como escribió Earl Wilson, que «la nieve y la adolescencia son los únicos problemas que desaparecen si los ignoras el tiempo suficiente». Pero, hasta entonces, cada gesto es una montaña. Y ahí es donde 13 Reasons Why lo clava. Es lógico que haya cautivado a legiones de jóvenes seriéfilos: les ha situado ante un espejo molón, que empatiza con su forma agónica de ver —y de sentir— el mundo, siempre a flor de piel. Es como repetirle a un quinceañero un «ey, no estás solo; yo te entiendo».
El gigantesco éxito de 13 Reasons Why reside en la manera estética y narrativa de abordar un relato tan difícil. El adolescente está abonado al cliché, puesto que el miedo al qué dirán uniformiza bastante. No hay que extrañarse, pues, al encontrar secundarios planos, caracterizaciones poco sutiles y brochazos narrativos o giros sin mucho sentido. Cosas de la edad, tan caprichosa y veleta. Sin embargo, la serie es adictiva y logra imprimir vida a los personajes principales gracias al excelente trabajo de la joven pareja protagonista. Katherine Langford y Dylan Minnette están contenidos, intensos, enigmáticos. Además, el vaivén temporal les permite desplegar una mayor variedad de registros, generando ecos desdichados entre la felicidad del pasado y la tristeza del presente.
Es una pena que la fuerza emocional que proyectan quede debilitada por varios capítulos de relleno, un peaje autoimpuesto por la estructura: cada capítulo se centra en un nuevo mensaje, una nueva persona, una nueva razón. Visualmente es una serie potente, masticable, bien dirigida, con una banda sonora de aúpa, que multiplica la intensidad de los conflictos. No, no creo que su constante estetización implique un blanqueamiento de las dificultades de la adolescencia ni una glamourización del suicidio, como han apuntado tantos críticos. No. Pero sí resulta innegable que su caracoleo sobre la tragedia valida uno de sus mensajes más antipáticos: el de que cortarse las venas era la única escapatoria para Hannah. Pues no. Había otras salidas, más valientes y humanistas, como advertía Napoleón: «Abandonarse al dolor sin resistir, suicidarse para sustraerse de él, es abandonar el campo de batalla sin haber luchado». Pero también es cierto que a todos nos aterra la guerra y que 13 Reasons Why jamás será un manual de instrucciones.