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La materialidad de un espíritu

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«L’esperit català» de Antoni Tàpies transporta al espectador a tierras catalanas durante los años de posguerra. Sobre madera, dos colores: amarillo y rojo, y un espíritu que se transmite con fuerza a través de materiales arenosos y pintura. Esta obra de arte destaca en la sala Tàpies del Museo Universidad de Navarra, que alberga una colección de obras del artista donadas por la mecenas María Josefa Huarte.
Sus cuatro barras de color rojo sangre sobre fondo amarillo logran transmitir el espíritu catalán que quiso expresar Antoni Tàpies cuando lo pintó en 1971. L’esperit català mide 2 x 2,75 metros y pesa trescientos kilos por estar compuesto de materias compactas como arena y polvo de mármol. Las palabras en catalán que arañan el lienzo de tan grandes dimensiones sirven de anzuelo para cualquier espectador que entra en la sala 3 de la primera planta del Museo Universidad de Navarra.
Se puede percibir en él la negación de cualquier tipo de figuración y la apuesta por nuevas formas y métodos que, con una pincelada suelta y gruesa, sugieren otras sensaciones. Destaca por ese arte abstracto que envuelve todo el lienzo: los colores, los materiales arenosos, la textura de la pintura, las manchas rojas y el conjunto de palabras: ni un solo elemento pasa inadvertido. Captura fácilmente a todo aquel que se encuentra delante del cuadro y le transporta hasta tierras catalanas.
Sin embargo, para entender mejor el cuadro, es necesario situarse en el contexto artístico en que se pintó. Después de la Segunda Guerra Mundial, en los años cuarenta en Nueva York, se desarrolló el expresionismo abstracto, que, como se explica en El ABC del arte, fue una corriente pictórica en la que la mayoría de sus seguidores eran pintores enérgicos o gestuales. Utilizaban lienzos de gran formato y aplicaban la pintura con rapidez y fuerza, unas veces usando grandes pinceles y otras derramando la pintura o incluso arrojándola directamente sobre el lienzo.
En Francia, en paralelo al expresionismo abstracto estadounidense, se inició otro movimiento artístico: el informalismo. La palabra francesa informel significa «sin formas», más que «informal». En la década de los cincuenta, los artistas adeptos al art informel buscaban una nueva manera de crear imágenes sin utilizar las formas reconocibles que gustaban a sus predecesores cubistas y expresionistas; pretendían abandonar las formas geométricas y descubrir un nuevo lenguaje artístico a través de métodos que surgían de la improvisación.
El informalismo, por tanto, seguía las tendencias del arte gestual y abstracto dejando atrás toda figuración. Para resaltar la expresividad del arte con nuevos modos, los informalistas utilizaban en sus obras una pincelada suelta y gruesas capas de pintura. Dentro de este movimiento, se desarrolló la pintura matérica o art brut, que se diferenciaba del resto de corrientes por incluir sobre la pintura materiales desechables como madera, serrín, arena, vidrios, cartón o harapos. La influencia del informalismo se extendió a otros países de Europa, especialmente a España, Italia y Alemania.
Y al mismo tiempo que en Nueva York el pintor Jackson Pollock se expresaba vertiendo botes de pintura sobre enormes superficies blancas, en Barcelona Antoni Tàpies se forjaba como un pintor informalista esparciendo en sus obras estos materiales heterogéneos y de reciclaje.
Pero ¿quién era ese artista catalán? Nació en Barcelona el día de Santa Lucía de 1923. Hijo de los políticos catalanistas Josep Tàpies y María Puig i Guerra, respiró un ambiente liberal desde su niñez. Se formó como abogado pero no terminó la carrera, pues su pasión por la pintura le llevó a una dedicación plena al mundo del arte.
Su despertar a la pintura se dio en 1934, gracias a la revista D’Ací i d’Allà, que le abrió el panorama modernista internacional. A partir de ese momento, de forma autodidacta, el talento empezó a cuajar en sus primeras obras de carácter surrealista.
Durante los años cincuenta Tàpies conoció las técnicas pictóricas más innovadoras en París, y desde entonces, su principal medio de expresión fue el informalismo, sobre todo la pintura matérica. En la década de los setenta, sus obras fueron tomando cauces políticos sin perder una pizca de su fuerte acento informalista. En sus últimos años de vida realizó grandes esculturas de cerámica que representan objetos cotidianos, como bañeras y sillas.
De entre sus contemporáneos, Francesc Subarroca Ferrer, un pintor barcelonés de 81 años, todavía hoy en activo, conoció a Tàpies cuando este fue a visitar al pintor Manuel Bea, en su estudio de la calle Jaime I, número 8 de Barcelona. Allí se encontraba también Francesc Subarroca, con el que, por aquel entonces, compartía estudio.
Según Subarroca, «Tàpies era un persona que tuvo muchas inquietudes, y eso se reflejó en su paso por distintos movimientos artísticos. Perteneció al Dau al Set (La séptima cara del dado), un grupo que se creó durante el surrealismo, y poco a poco su pintura fue evolucionando hasta llegar a hacer pintura matérica, con gran observación del mundo real». «En la actualidad —añade Subarroca—, hay muchas personas que al pasar por algún lugar no se dan cuenta de que, por ejemplo, una pared puede tener un gran interés y, puesta en un lienzo, la calidad de su materia le concede este atractivo».
Por otra parte, el contexto histórico que vivía Cataluña, sus ideas políticas, así como sus vivencias personales influyeron en su forma de expresión. «La obra de Tàpies ha estado siempre fuertemente marcada por los acontecimientos políticos y sociales del momento en que se encontraba. En los setenta, su compromiso contra el régimen franquista le daba un carácter de protesta. De forma habitual, él, como otros artistas de la época, personalizaba objetos con su particular lenguaje, otorgándoles su propio sello. Todo este periodo coincidió con cambios importantes en Estados Unidos y en casi toda Europa», afirma Francesc Subarroca.
L’esperit català es una unión perfecta entre el modo de expresión del autor y el periodo histórico que lo enmarca. El año en el que se pintó, 1971, fue cuando empezaron a cristalizar los ideales nacidos en la Generalitat de Cataluña en el exilio y que se concretaban en tres puntos: «Llibertat, amnistía, Estatut d’Autonomia». Tàpies quiso hacer la misma petición política por medio del arte: el arte era su vía de protesta. Quiso reivindicar este espíritu catalán que, a sus ojos, se vio afectado por motivos políticos durante la posguerra. Por eso, además de las cuatro barras rojas sobre el fondo amarillo-ocre, colores de la bandera catalana, se leen palabras como «Visca Catalunya», «llibertat», «veritat», «cultura», «democracia», «espiritualitat» y «Catalunya viu», que expresan signos de libertad arrebatados. También son perceptibles unas manchas rojas semejantes a huellas, que actúan como testimonio de una colectividad anónima.
La elección de un soporte tan grande para plasmar las cuatro barras no es casual, ya que el tamaño viene a simbolizar una pared por medio de la cual expresar, además de un espíritu, la protesta. Las dimensiones del lienzo y todos estos símbolos pueden recordar a un grafiti pintado en un muro, tanto por lo que se grita como por el modo, un tanto desenfadado e improvisado. Sobre la idea de muro, como se recoge en Tàpies de Roland Penrose, el artista afirmaba lo siguiente: «Ya desde 1945 mis obras tenían algo que ver con los grafitis de la calle y con todo mi mundo de protesta reprimida, clandestina, pero llena de vida».
El director del Museo Thyssen-Bornemisza y profesor de Estética en la Universidad Autónoma de Madrid, Guillermo Solana, ahonda en esta idea: «L’esperit català es una bandera y al mismo tiempo un muro. El muro es una idea central en Tàpies. Sus pinturas buscan ser paredes escritas y arañadas con grafitis. En esta pintura el muro tiene tres líneas de fondo: el muro como memoria, como depósito de huellas, y como meditación».
«Es impresionante —sigue Guillermo Solana— cómo el muro se expresa tan bien a través de su formato. Es un cuadro de éxito porque reúne estos cabos políticos, históricos, artísticos en una creación muy espontánea, en la que detrás hay toda una reflexión. Además, en el siglo xx, la pintura ya no es una ventana por la que mirar la realidad, sino que se convierte en una superficie opaca donde se expresan los signos. La pintura es un arañado, un grafiti, un raspado; ya los surrealistas lo habían descubierto».
El muro catalán, en esencia, representa una protesta política de la que se desprende un concepto de arte muy particular del autor. El propio Tàpies en su libro L’art contra estètica afirma: «El gran artista siempre ha intuido la auténtica realidad. No cree tener nostalgia ni sueños absurdos de ninguna clase. Con sus tozudas constantes de universalidad y perdurabilidad, su afán tampoco se dirige a los catalanes. Su voz quisiera ser colectiva, casi anónima». Francesc Subarroca cuenta que Antoni Tàpies era un hombre culto y entregado, y que en su vida intelectual se preocupó mucho de que su obra tuviera dimensión internacional y un lenguaje profundo que llegara a cualquier persona a través de sus raíces marcadas.
En definitiva, L’esperit català fue el resultado de su ideal: ir más allá de una mera ventana para comprender mejor los mensajes propios de una cultura y un momento histórico, hasta dar con una pared. Un muro que representara un manifiesto permanente de los sentimientos del autor, y que pudiera transmitirse a cualquier espectador, fuera o no catalán, en cualquier tiempo.
Un muro es un lenguaje universal que recoge un modo de ver la realidad, y Tàpies consiguió así congelar su manera de pensar gracias a su pasión preferida: los colores, las texturas de la pintura, los materiales de reciclaje y arenosos. Consiguió transmitir, sí, impacto sensorial, pero sobre todo la energía de un hombre enamorado de sus raíces. Y lo sorprendente no es tanto esto, sino que la materialidad del lienzo, paradójicamente, desprende un espíritu.
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