Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Aventura peruana

Soledad Maldonado Ayuso

Soledad Maldonado Ayuso [Fia 12 Com 14] llegó a Perú desde Madrid para lo que iba a ser una estancia de seis meses como profesora en la Universidad de Piura. La historia sigue cuatro años después.


LIMA [PERÚ]. Llegué al Perú en marzo de 2016 para trabajar en la Universidad de Piura (UDEP). Es hermana de mi alma mater, la Universidad de Navarra, donde cursé la doble carrera de Filosofía y Periodismo. No mucho después de terminar mis estudios, me ofrecieron un puesto de profesora en la Facultad de Humanidades de la UDEP y, como tenía ganas de aventura, acepté. 

Piura está situada al norte del país. Se encuentra en una zona desértica, la temperatura varía poco a lo largo del año y casi siempre hace calor. Por eso los piuranos suelen decir de broma que en su ciudad solamente hay dos estaciones: el verano y el infierno. Del tiempo que llevo a este lado del charco, tres años y medio los he pasado en Piura. Hace seis meses me mudé a Lima, la capital, donde la vida es muy diferente. A pesar de la variedad cultural y las diversas regiones que conforman el país, Perú está muy centralizado y todas las decisiones de gobierno se toman aquí. Esto hace que Lima, con sus diez millones de habitantes, parezca un lugar ajeno al resto de la nación. 

Como profesora de asignaturas de Filosofía me he esforzado en hacer amable esta disciplina a alumnos procedentes de todas las carreras. Este reto es lo más bonito de mi trabajo: intentar compartir el amor a la sabiduría con unas mentes más acostumbradas al espíritu utilitarista predominante. En el campus de la UDEP en Lima soy la directora del Programa Académico de Historia y Gestión Cultural, una carrera que, a través de la profesionalización del sector, puede contribuir al desarrollo del Perú. 

Recién llegada a Piura, todo me parecía tan pintoresco que se me hacía difícil procesar la información. Intentaba caminar o subirme a unos vehículos llamados mototaxis porque mirar a mi alrededor me ayudaba a ir tomando conciencia de dónde estaba. 

 

Sole conoció a Carlos en la UDEP. Se casaron el verano pasado.

 

Me llamaba la atención cómo se construían las casas, el continuo ruido de miles de cláxones pitando a la vez como reclamo de pasajeros; las voces de los conductores, «Taxi, señorita», «Moto, señorita»; el sonido de la cumbia o la salsa a todo volumen desde temprano; los vendedores ambulantes ofreciendo comida… 

Ese trasiego hace imposible la indiferencia. Como extranjero se corre el riesgo de dejarse embaucar por este ambiente e idealizarlo. Sin quererlo, una se contagia de la vitalidad que se desprende en todos esos detalles cotidianos. Cuando ese entorno se convirtió en mi día a día, acabé comprendiendo que detrás de lo que me resultaba exótico existían realidades muy duras, complejas, dolorosas. Especialmente en lugares alejados de las grandes capitales, o en entornos rurales, impacta cierta suciedad, las carencias en la infraestructura, el desorden, la pobreza —lamentablemente extrema muchas veces—, el contraste entre el nivel de vida de los distintos barrios, etcétera.

 

SÁBADOS EN LA TORTUGA

Desde que aterricé en el norte peruano entré en contacto con la que ahora es mi gran amiga Gabriela Rentería, la directora de la ONG CANAT, el centro de ayuda a niños y adolescentes trabajadores de Piura. Empecé a acompañarla en algunas de las labores sociales y los sábados me volví asidua a La Tortuga, un pequeño pueblo de pescadores ubicado en el desierto costero a 71 kilómetros de Piura.  Aunque la distancia es corta, se tarda mucho en llegar porque la ruta de acceso es un camino de arena. Esto hace que esté bastante aislado.

En La Tortuga, todas las familias viven,  de una u otra manera, del mar. Algunos padres pescadores construyen de forma artesanal unas balsillas con unos troncos largos que traen de la selva. Las mujeres suelen encargarse de limpiar el pescado a su regreso y de venderlo en Paita, el puerto más cercano, o en el mercado de Piura. Es un mal augurio que ellas salgan a la mar, así que no lo hacen.

El lugar de pesca por excelencia en Tortuga es Playa Lobo. Y ahí íbamos Gaby y yo con los niños del pueblo a jugar. Los hombres se inician en la pesca desde muy pequeños y por eso queríamos que vieran el mar no solo como un sitio de trabajo sino como un lugar de diversión. Por su parte, para las niñas suponía un parón en las responsabilidades domésticas que asumen, como cocinar para los hermanos varones y los padres, lavar la ropa y limpiar la casa, cuidar a los pequeños... Tareas arduas porque en La Tortuga no hay agua corriente. «¿Vamos a Lobo?», preguntábamos casa por casa a las familias que Gaby conocía. Y, entre los chillidos de emoción de la chiquillería, la respuesta era un griterío donde se distinguía el «sí».

 

Sole con alumnos de Antropología Filosófica en la Facultad de Empresas de la UDEP

 

Mi mejor amiga tortuga se llama Roxana y tiene unos 26 años. Es la mayor de los pequeños que nos acompañan. Cuenta que, hace un tiempo, llegaron unos médicos para examinar a los habitantes y que a ella le dijeron que era una niña especial. Con ese diagnóstico ya no tenía por qué preocuparse y podía seguir jugando con los más pequeños: «Porque lo que pasa es que yo también soy una niña». 

Gaby cuenta que hace años Roxana era violenta, no quería jugar con otros niños. Algunos vecinos le tiraban piedras y creemos que pudo sufrir algún tipo de agresión o de abuso. Poco a poco empezó a ir a Lobo con los demás y cambió. Ahora le divierte buscar entre la arena las piedras blancas más bonitas y nos las trae como regalo. Roxana es sin duda alguien especial: poca gente es capaz de convertir en obsequio las piedras que en su día otros usaron para herirle.  

Gracias a Gaby he conocido a muchas personas que han vivido con un espíritu sencillo y bueno en contextos de extrema pobreza, como Roxana. De igual manera que poseer garantías materiales no hace a los seres humanos mejores necesariamente, ser pobre no implica ser feliz o tener buenas intenciones. Pero en una situación con tantas carencias la bondad se nos muestra con mayor radicalidad. 

Cuatro años no caben en esta carta. Resumiría mi experiencia diciendo que aquí he visto la vida de una manera nueva, me he contagiado de la vitalidad del alboroto y he intentado tener un espíritu más sencillo y agradecido. Mis alumnos y colegas en la universidad, mis niños de La Tortuga y mis amigos me han ayudado a vibrar con todas las oportunidades que ofrece este país y al mismo tiempo pisar suelo con lo cruda que puede ser la realidad. 

El mejor regalo del Perú, y sin duda la verdadera aventura personal, ha sido conocer a Carlos, mi marido.  Es arquitecto y hemos hecho algunos proyectos sociales juntos con las poblaciones vulnerables con las que trabaja Gaby. De él admiro su disposición para servir a su país a través de su profesión. Ojalá que tanto Carlos como su tierra —que ahora es un poquito mía también— me sigan enseñando a ver las cosas con esos ojos distintos, y que yo sea capaz de devolver todo lo recibido a través de mi trabajo.