Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Marta San Miguel: «Uno no puede saltar solo. El amor es el impulso»

Texto: Paola Bernal [His Com 23]. Fotografía: Miriam Mora

Marta San Miguel [Com 03] ha probado suerte en todos los géneros: poesía, relatos, textos periodísticos, novelas… Y ha triunfado en cada uno. Ha recibido premios —el José Hierro de Poesía por Meridiano— y ha publicado la crónica Una forma de permanencia (Libros del K.O., 2019). Trabaja en El Diario Montañés y en octubre de 2022 estrenó su novela, Antes del salto (Libros del Asteroide).


Marta San Miguel tuvo la fortuna  de conocer desde muy pequeña lo que le apasionaba. Tiraba del brazo de su familia cuando veía un caballo al que pudiera acercarse. Ante tal fascinación, a sus padres les pareció buena idea que recibiera clases de equitación. Ahí conoció a un amigo para toda la vida: su caballo Quessant. La acompañaba durante los entrenamientos los fines de semana y las competiciones que los llevaban a distintos puntos de España. Sacrificó dormir hasta tarde los sábados por compartir tiempo y medallas con él. Su madre fomentó otras de sus pasiones: la escritura y la literatura. A ella y a sus tres hermanos les aparecían mágicamente a mano libros que los embarcaban en nuevas aventuras. Falleció en 2007, un año después del caballo que le siguió desde los doce. Su ausencia fue uno de los saltos que más ha afectado a su vida y que, ahora que es madre de dos niños, tiene más presente que nunca. Para superar la pérdida se refugió en los libros y en mujeres que se convirtieron en sus referentes.

A pesar de su trayectoria profesional en la literatura y el periodismo, no se considera una persona especialmente talentosa. Cree que la perseverancia, la sabiduría y la fe que los demás depositan en ella es lo que la impulsa a saltar. Las prisas del día a día se frenaron cuando al esposo de Marta le ofrecieron una oportunidad de investigación en Lisboa y la familia se trasladó a la capital portuguesa. Empacó las maletas pensando que podría dedicarse a la escritura y antes de irse rescató un manuscrito de un cajón que se convertiría en ciento cincuenta folios. En esa nueva ciudad escribió Antes del salto, donde entre la realidad y la ficción, la maternidad y un caballo, descifra hasta qué punto la memoria configura nuestra identidad. Rescata del fondo de la caja sus recuerdos más felices y también los más amargos. Tiene la convicción de que los momentos que más nos marcan se consolidan como columnas sobre las que construimos quiénes somos y que, al agrietarse con el olvido, debilitan nuestros objetivos. 

 

¿A qué edad y sobre qué temas comenzaste a escribir?

Empecé a escribir antes de ser consciente de ello. Cuando iba en el coche con mis padres imaginaba ficciones. Pensaba que lo hacían todos los niños y a la vista está que no. En 1991, con nueve años, escribí mis primeros cuentos en casa de mi abuela. Ella vivía con mi tía e iba a verla casi todos los fines de semana. Tenían una alacena llena de libretas y de bolis nuevos. ¿Sabes ese olor de las librerías a promesa, a potencial? Así me sentía cuando la visitaba. Mi tía Rosa Mari guardó mis cuentos manuscritos y los pasó a máquina. 

Escribía sobre la cotidianidad que me rodeaba. Había un punto de fantasía, como un realismo mágico de parvulitos: animales que hablan, naturaleza que reacciona… pero siempre con un pie en la tierra. Con el tiempo, me he dado cuenta de que necesito ese anclaje a la realidad para hacer que las historias eclosionen. 

 

Has cultivado varios géneros: relato, poesía, ensayos y ahora novela. ¿Hay uno favorito o es como preguntarle a una madre cuál es su hijo predilecto?

[Ríe] Cada registro te proporciona unas destrezas diferentes. He tenido la suerte de adentrarme en los distintos géneros y de ellos he aprehendido —con hache intercalada— esas herramientas. Todas me han servido para superar el siguiente salto. Sin la poesía no sería capaz de escribir como escribo, y el periodismo me ha ayudado a ver imágenes poéticas en lo cotidiano. 

 

En Antes del salto se nota la influencia de la poesía en el estilo, en la palabra cuidada, en la sensibilidad. 

Después de los primeros cuentos, enseguida empecé con la poesía. De hecho, la culpa de ese meridiano desde el que se cuenta el tiempo para mí está en un poema de Miguel Hernández. Mi madre era muy lectora y nos sugería títulos; nunca insistía, pero los libros aparecían casualmente a mano. En la Elegía de Ramón Sijé hay unos versos que dicen: «Tanto dolor se agrupa en mi costado,/ que por doler me duele hasta el aliento». Lo leí en octavo de EGB, con trece años, y, como cualquier niña a esa edad, como mis dos hijos ahora, interpreté el poema de manera literal. Hasta que de pronto, corriendo por el pasillo del cole, pensé «¡Ah!». Guardo el recuerdo tan vívido porque comprender ese verso, comprender la literatura, fue una experiencia muy fuerte. Desde entonces estoy buscando ese flashazo en lo que escribo y en lo que leo.

__________________________________

«Necesito un anclaje a la realidad para hacer que las historias eclosionen»

__________________________________

¿Crees que la maternidad aporta una mirada distinta?

Ser madre me ha vuelto más precisa y certera por una razón práctica: tienes menos tiempo. Y también mucho más valiente. Antes dudaba. Sentía que lo que había contado se podía expresar mejor. Mi manera de escribir es algo espeleológica. Sin saber claro de qué o cómo voy a hacerlo, comienzo a escarbar y, al final, descubro lo que quería contar mientras lo estoy escribiendo. 

 

¿Cómo armonizas la maternidad y la escritura?

Es tan difícil compatibilizar la escritura con la maternidad como la escritura con el periodismo. A veces mis hijos perciben que no paso tanto tiempo en el ordenador como quisiera y he sido muy franca y tajante con ellos en ese sentido: «Los dos libros que he escrito [Una forma de permanencia (2019) y Antes del salto (2022)] y los premios que he ganado han sido desde que vosotros existís». Lo cierto es que conciliar es muy muy complicado, y escribir ha supuesto una renuncia a pasar tiempo con mi familia.

La novela Antes del salto la gesté cuando nos mudamos a Lisboa. A mi marido le concedieron un proyecto de investigación y yo pedí una excedencia en el periódico. Por eso pude enfocarme en un texto de largo recorrido. Hasta entonces, los ritmos de un periódico solo me habían permitido escribir formatos pequeños. En ocasiones, mientras cubría una rueda de prensa, de repente, se colaba una idea en forma de semilla. A eso lo llamo el hueso de aceituna, porque ronda y a veces no sacas nada, pero otras germina y florece hasta que ocupa todos tus pensamientos. Yo escribo mucho con la cabeza; las manos vienen después.

Para San Miguel, su escritura lleva impresa la sabiduría de los que la rodean.

En la novela te muestras vulnerable. ¿Recortaste o eliminaste fragmentos porque sentías que quedabas muy expuesta?

No, más que cortarme yo tuve que frenar a la Marta periodista. A esa le dije que me dejara en paz. Llevo veinte años intentando ser lo más fiel a la realidad. En eso soy extremadamente responsable y pudorosa. Y después de tanto tiempo con esa pulcritud, al escribir ficción la periodista me paraba la mano al principio y borraba lo que redactaba [Ríe]. Me lo pasé muy bien.

A la protagonista le presto mi escenario vital, y sobre eso se construye la novela. Muchas cosas son mías, pero otras voy inventándomelas para llegar al lugar que quiero. En el siguiente libro me apetece juguetear más con la ficción. Me gustaría que el chispazo que sentí con los versos de Miguel Hernández lo vivan otros lectores; que se ilumine una parte de sí mismos que hasta ese momento no conocían. La inquietud hace que la tinta salga húmeda. Un periodista, un escritor, un poeta sin inquietud es como un boli seco.

 

¿Montar a caballo por primera vez y lanzarte a escribir provocan nervios similares?

No hubo una primera vez en ninguna de las dos. Nací con eso en la placa base: interpretaba el mundo como una escritora cuando no sabía qué significaba esa palabra. Sentarme a escribir era muy natural para mí. Y con los caballos, mi madre siempre me contaba que de chiquitina se me iba la cabeza: desde muy pequeña pedía uno a los Reyes Magos y quería que me llevaran a verlos. ¿Por qué somos lo que somos? Muchas veces no hay explicación: uno nace así. Lo que tienen en común escribir y montar a caballo es que has de ser humilde, dejarte llevar y a la vez confiar.

__________________________________

«Me gustaría que el chispazo que sentí con unos versos de Miguel Hernández lo vivan otros lectores; que se ilumine una parte de sí mismos que hasta ese momento no conocían»

__________________________________

¿Hay alguna actitud que ayude a saltar?

Depende del tipo de salto que quieras dar. Tú galopas encima de un caballo que está entrenado para eso, se acerca el momento y estás preparada para no hacerlo demasiado cerca ni desde muy lejos. Interpretas el espacio, mides la distancia, y cuando ves que el caballo llega bien, le dejas ir y confías, aunque no sabes si va a saltar. 

Al principio me daba muchísimo miedo, pero me encantaba. ¿Por qué volvía una y otra vez? ¿Por qué me exponía a caer de nuevo? Por el amor que sentía por ese animal; por el amor que sentía por la Marta que era capaz de pegar ese salto y volar a dos metros del suelo; por el amor que sentía por esa sensación de me propongo algo, lo intento y lo consigo.

Creo que el amor es el impulso para dar muchos saltos. Uno no puede saltar solo. Siempre se dice que la escritura es un ejercicio muy solitario. Es verdad, pero, cuando escribo, las manos de todos los escritores y periodistas que he leído están conmigo. He sido muy afortunada de rodearme de buenos libros que, a su vez, me han nutrido de nuevas lecturas. 

 

¿Cómo afrontas el momento de la entrega, de saber qué opinan sobre tu obra?

En el libro cito a Marguerite Duras, que dice que, si supiéramos lo que vamos a escribir, no escribiríamos nunca. Después de veinte años, veo la página en blanco y pienso «¿Voy a ser capaz?». Debes confiar en el método, en lo que sabes, en lo que has leído… y, de repente,  ¡pum! Sale porque tienes una capa de sedimentos —saberes, experiencias propias y ajenas— que te ayudan a llegar hasta ese punto final.

Al acabar, siempre le digo a mis colegas «Léelo bien», y me sigue temblando la mano. No es un temblor que paraliza, sino que reconoce la importancia de lo hecho. Sé que una palabra mal puesta cambia el sentido. El día que deje de sentirme así cuando entrego una página, tendré que pensarme lo de continuar como periodista. 

En el libro cito una película donde el padre de Batman le pregunta a su hijo para qué nos caemos. El niño está muy asustado, no dice nada, y el padre responde: «Para aprender a levantarnos». A mí eso me enfada, porque no: nos caemos para aprender a caernos. Es mucho más útil en la vida saber caerse y saber convivir con el temblor de la mano. Porque hay cosas que no podemos controlar

__________________________________

«Ser madre me ha vuelto más precisa y certera por una razón práctica: tienes menos tiempo. Y también mucho más valiente»

__________________________________

Además de los saltos con Quessant y de la estancia en Portugal, ¿qué otros saltos han marcado tu vida? 

Hay saltos voluntarios e involuntarios. De los primeros, me marcó ir a estudiar a Pamplona. El primer curso me pasó un poco por encima, pero en segundo cogí postura y fui muy feliz. A menudo sueño que estoy en el aula seis de Fcom. Otras veces no me dejan entrar a la facultad porque no llevo la tarjeta. 

Tuve la suerte de que uno de los periodistas y escritores que más admiro, Ander Izaguirre, fuera mi profesor. Me gustaban muchísimo las clases de Alejandro Navas y María Teresa Laporte. Entrar en contacto con personas inspiradoras, con tanto conocimiento y entusiasmo, es un lujo. 

Me acuerdo también de Jesús Zorrilla, Enrique Sueiro y Gonzalo Redondo. Suspendí su asignatura, Historia Universal, y me dijo: «Señorita, usted me está contando lo que pone en el libro de texto y yo no quiero saber lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial, eso lo sabemos todos. Yo quiero saber por qué pasó». Sentí otro clac. Echo de menos esas sacudidas mentales. A eso vas a la universidad: a que te sacudan y a ordenar los muebles.

 

¿Y a qué saltos involuntarios te has enfrentado?

Otro de los saltos que di obligada fue perder a mi madre. Me convertí en una hija sin madre y esa identidad nueva conllevó reajustar mi vida, convivir con su pérdida y adquirir otro rol. El libro es un alegato de que, si quieres saltar, la fuerza para hacerlo está dentro de nosotros: en la memoria y en esos apegos fundacionales que nos convierten en quienes somos. Conforme creces, tomas decisiones, cierras algunas puertas para abrir otras. Yo dejé atrás el caballo porque iba a empezar algo gigantesco, que era convertirme en periodista. Pero es importante no olvidar. A veces en nombre del progreso, de lo pragmático, de conseguir estabilidad, del relato lineal, renunciamos a cosas que no somos conscientes de necesitar.

En mi caso, la escritura y el caballo siempre han ido en paralelo. Cuando empecé a trabajar en el periódico, el caballo desapareció. Pero ahora, dos décadas después, reaparece como uno de los temas centrales de la novela. Es curioso cómo lo que nos gusta es lo que nos define. Cuando escribo o estoy cerca de un caballo, siento que todo está en su sitio, que mi identidad está en paz, completa.

La gente dice que Antes del salto es un libro sobre las ausencias. Yo prefiero decir que es un libro sobre la presencia, sobre lo presente que está aquello que habíamos dado por perdido.

Al llegar a Lisboa, recuperó un manuscrito que convirtió en novela en Antes del salto.

¿Crees que la nostalgia nos permite detenernos para percibir sentimientos o, por el contrario, nos puede paralizar?

Yo reivindico la memoria y recordar sin nostalgia, porque es un sentimiento que nos ancla en un momento en el pasado y no nos permite avanzar. En cambio, si tomas decisiones sabiendo de dónde vienes —los apegos que has tenido, de dónde has aprendido a querer, a sentir miedo, a ser valiente—, es mucho más fácil alcanzar ciertos hábitos.

 

En el libro también abordas la fuerza de la memoria.

Antes yo ponía un cerrojo cuando alguien recordaba a mi madre. Tampoco hablaba con nadie de la época del caballo porque me parecía inútil. Durante muchos años lo práctico era lo importante. También, lo más fácil. Pero entonces me convertí en madre y ahí empezó el desdoblamiento. «¿Esto cómo se hace?», pensé. Comencé a recordar la figura de mi madre. Llorando solo reavivaba el dolor que me provocaba la pérdida. Mientras que en la memoria encontré la fuerza, la respuesta, que me ha devuelto los pedazos de ella que siguen ahí

La escritura de este libro ha resignificado el duelo. Esta novela la lees con media sonrisa, con ese bienestar que te da encontrar algo que habías dado por perdido. Ahora mi madre está más presente en mi día a día y me relaciono de forma mucho más sana con su ausencia. Todos en algún momento, aunque parece que nunca tenemos tiempo porque nos arrastra la rutina, la vorágine, podemos pararnos y buscar dónde nace ese malestar, esa inquietud.

__________________________________

«Yo reivindico la memoria y recordar sin nostalgia, porque es un sentimiento que nos ancla en un momento en el pasado y no nos permite avanzar»

__________________________________

¿Qué representan los recuerdos en nuestra vida?

Me fascina esa pregunta y llevo muchos años reflexionando. En El tiempo vertical, uno de mis libros de poesía, la premisa es que visualizamos nuestra línea temporal de forma horizontal, que parece muy larga pero luego se acorta. El tiempo se convierte en una masa homogénea hasta que sucede algo inesperado que provoca un brinco. Te acuerdas perfectamente de qué pasó, la fecha, el sitio… ¿Por qué recuerdas justo eso? Por su capacidad para transformarte, de revelarte algo que hasta entonces no habías visto. Solo cuando pasan los años empezamos a comprender o a incorporar ese aprendizaje. Por eso reivindico lo cotidiano. La novela es una reflexión sobre las cosas que nos rodean, el protagonismo que tiene un tarro de pimienta para medir etapas. Si posees esa inquietud y la capacidad de asombrarte propia de los niños, el tiempo vuelve a estirarse. Somos máquinas de sentir, de percibir, y nuestra resonancia, que es como la de un grandísimo contrabajo, la estamos reduciendo a la de un instrumento diminuto. No debe ser así.

__________________________________

«El libro es un alegato de que, si quieres saltar, la fuerza para hacerlo está dentro de nosotros: en la memoria y en esos apegos fundacionales que nos convierten en quienes somos»

__________________________________

En ese doble viaje a Portugal y a la identidad, ¿qué papel juegan los recuerdos en un momento de transición?

Cuando te mudas a otro lugar y comienzas de cero, debes tener claro qué es lo que quieres empezar. Yo había olvidado lo que quería hacer. Y en ese momento crítico recurres a lo fundacional para recordar quién eres. En la novela, Lisboa es otro personaje. Planteo este juego para reflexionar sobre cómo reconstruimos nuestras identidades. En el fondo funciona como espejo de la protagonista. «¿Recupero quién era a costa de no avanzar o avanzo incorporando quién era?» es lo que se pregunta durante toda la novela. Para eso tiene que hacer las paces con la ausencia de su madre. 

 

¿Uno regresa distinto de una travesía por el recuerdo?

Los viajes a la memoria, como a otros países, cambian nuestra manera de mirar. Recordar es como ponerte las gafas: la realidad adquiere contornos nítidos. La memoria ayuda a comprender los pilares sobre los que has asentado tu presente.