Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

¿Qué sabía yo de Japón?

Texto Beatriz Martínez [Fia 09]

La mezcolanza cultural y el intercambio comercial han sido casi nulos hasta el siglo XX en Japón, donde el sistema de escritura kanji es realmente complicado.


Kyoto [japón]. ¿No tienes miedo?, me preguntó una íntima amiga días antes de partir hacia el país del sol naciente. Su preocupación era en cierto modo lógica, ¿qué sabía yo de Japón? Nada. Y, sobre todo, porque decir Japón, suena demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado extraño. Dirigir la mirada al Este no es algo que estemos acostumbrados a hacer.

Aunque en su día respondí que no mucho, ahora esta pregunta se ha convertido en algo hasta casi irónico. No cierro la puerta de mi apartamento desde hace tres meses, mi bici suele estar abandonada con las llaves puestas y me desentiendo de mis cosas en el sitio mas transitado de Kyoto durante horas, sin tener que pasar después por la comisaría. 

Todas las mañanas, mis vecinas octogenarias, literalmente dobladas por la edad, pasean tranquilas y riegan sus bonsais. Tsudasan, el ama de llaves de mi edificio, me da un plato de nudles caliente cada vez que espero una llamada de mis padres. Mis vecinos me dicen hola y adiós cuando entro y salgo de mi edificio. Parece que decir miedo suena un tanto extraño.

El resultado de todos estos detalles nimios de mi vida aquí, es que mi antigua imagen mental de una cara japonesa, uniforme, pelo negro y ojos rasgados va perdiendo fuerza. Y los japoneses han pasado de ser esas personitas pequeñas que pasean por las ramblas en grupos de treinta sacando fotos a las aceitunas y a los platos de paella, o peor, frikis otaku vestidos de negro con ganas de suicidarse, amantes del manga; a ser Michie, Suka, Megumi Kota, Shun, Noriko, Kota… Mis amigos.

Es fundamental para una mente europea individualizar esta cultura con manifestaciones tan inusuales. En estos casi nueve meses que llevo viviendo en Kyoto, la ciudad más japonesa de todo Japón, no he parado de plantearme qué tiene Japón para que, a pesar del avance y la globalización continua, siga siendo incomprensible. 

Quizá el primer impacto que cualquier viajero recibe es “No puedo leer nada”. Yo lo experimenté agudamente. El hecho de caminar entre ojos rasgados, farolillos voladores, edificios multicolores, infinitas luces de neón y carteles, en los que la mente se siente incapaz para interpretar nada, es una sensación de frustración y extrañeza difícil de explicar, que te recuerda que esto es otro mundo. Todavía hoy, después de meses de estudio y de tener un nivel aceptable, soy incapaz de leer el menú de un restaurante en el que he comido muchas veces, el nombre de una tienda que suelo visitar o el de las estaciones de tren. La causa es el sacrificado y difícil sistema de escritura kanji (esos símbolos tan famosos por su belleza), que se importaron de China y se incorporaron a la japonesa. Así es como un estudiante, hasta llegar a los catorce años, no tiene el nivel suficiente en la lengua para poder leer un periódico. O algo mas preocupante: hay miles de personas que emigraron a Japón hace décadas, que poseen un dominio lingüístico del japonés y que, en cambio, son analfabetas en la escritura.

El centro de las miradas. La dificultad del idioma ha sido una razón poderosa para que la difusión de la cultura haya sido tan lenta. Y si finalmente alguien toma la decisión de embarcarse en esta aventura, la fiesta de pelar la cebolla comienza, y descubre que debajo de la última capa aparecen más. Pero también cada capa es una pista, en la que poco a poco la cultura japonesa se muestra como una unidad, un pañuelo con cuatro esquinas que finalmente se pueden anudar formando un universo cerrado y lleno de sentido. Y entonces se entienden los viajes en masa a los otaku, el gusto por la fotografía o el manga.

El extranjero sigue siendo el centro de todas las miradas, a pesar del número de alumnos internacionales que hay y de que muchos japoneses han vivido en otros países. Puedes caminar tranquilamente por la universidad y te abordan para decirte: “ ¿Puedo hacerme una foto contigo?, ¿podemos ser amigos?”. Y si vas más allá, al Japón profundo de trenes de un solo vagón y campos de arroz, el impacto es mucho mayor. El extranjero es un héroe que viene de otra tierra y del que hay que escuchar su juicio sobre la propia cultura. Siempre con preguntas “japocéntricas”, del tipo: “¿Qué te parece Japón?, ¿te gusta la comida?”. En estas conversaciones, no hay noticias del otro lado, de lo que pasa más allá de esta isla.

La mezcolanza cultural y comercial ha sido casi nula hasta el siglo XX. En un principio, porque nadie le prestaba atención. Después, los mandatarios japoneses, conscientes del retraso (en sentido técnico), descubrieron que sólo había dos posibilidades: o cerrarse en banda, o ser absorbidos. Es así como hoy, la mente de los japoneses ve al extranjero como una novedad arriesgada, que provoca curiosidad, algo que rompe con su uniformidad y que, al mismo tiempo, no va a interferir realmente en sus vidas. Ellos están aquí y nosotros, al otro lado, como siempre. ¿Espíritu isleño o síndrome?

Dentro de un mes abandono la isla. Hace una semana fui a comprar unos regalos a la casa de una mujer. Después de hacerle abrir millones de cajas y mover todo lo que tenía, me dijo que volviera, que me quería regalar un kimono. El precio de un kimono de fiesta es de 2.000 o 3.000 euros. Estaba totalmente desconcertada: ¿quizá me había confundido en los verbos?

Hoy he estado en su casa toda la tarde, un auténtico museo de un Japón que está a punto de desaparecer. Dos vecinas y mi benefactora me han probado kimonos y me han enseñado las diferentes maneras de vestirlo (que obviamente necesita años de práctica). La sesión se terminó. Tomamos té verde, dulces de castaña y arroz. La anfitriona comenzó a doblar los kimonos descartados. Sus manos viejas seguían con elegancia los pliegues grabados por el tiempo, intentando encontrar la lógica del ropaje. Sólo había una manera de hacerlo y ella la encontró. Todavía no he entendido porqué me ha regalado el kimono, tampoco las cosas que me han dicho esta tarde a pesar de mis empeños. Probablemente ese doblaje es lo único que he entendido de verdad en toda la tarde, pero es suficiente. Así es Japón: un fino, antiguo y delicado ropaje, el que hay que descubrir la forma correcta de encajarlo para que se conserve como hasta ahora.