Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

Ana Iris y el ratón

Texto: Judith Alegría [LEC 22 Fil 23] y Antonio Rubio Martínez [LEC 22 His 23] Fotografía: Manuel Castells [Com 87]

Tras el gran éxito de Feria, un relato sobre su propia historia y la de su familia, Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) visita la Universidad arrastrando un debate del que prefiere hacer oídos sordos. A través de una prosa certera e ingeniosa, defiende que el amor se entiende mejor con unas flores que con un tratado filosófico, que Machado es tan popular como Don Patricio, y que la mayor herencia puede residir bajo la sombra del almendro que plantó su abuelo Vicente para ella.


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Un buen día, un ratón quiso hacer turismo. Pero no a la Alhambra ni al corral de comedias de Almagro, aunque este último le quedara más cerca. Escogió como destino una clase de Inglés del Vicente Aleixandre en Aranjuez. Como suele pasar, nadie pensó en los derechos de tránsito de una criatura tan pequeña, el conserje lo invitó a abandonar el aula, y la profesora de Lengua pidió a sus alumnos una redacción sobre el incidente. El padre de Ana Iris Simón, que era una de las estudiantes, le sugirió la que luego sería una de sus máximas: ponerse en el lugar del ratón. Entonces ganó un diccionario Vox y un estuche, pero ahora ha conseguido que miles de lectores discutan sobre cada línea de su primer libro, Feria (Círculo de Tiza, 2020). En él, a través de su familia y de su propia vida, reflexiona sobre temas tan variados como el amor, la política, el sentimiento de pertenencia a algo que la trasciende, la religión, la cultura popular y los problemas de este siglo. El texto ha suscitado una gran controversia entre quienes piensan que es una defensa de la familia y de la patria y quienes ven en Feria un espíritu reaccionario.

El 9 de septiembre, Ana Iris se encargó de cerrar (ella, que tantos melones ha abierto) el curso de Escritura autobiográfica femenina, organizado por la Facultad de Filosofía y Letras, en el que también participaron, entre otros autores, Ana Caballé y Clara Obligado. Ana Iris ha hecho a sus lectores añorar Ontígola, un pueblo de Toledo que nunca han conocido y donde ella se crio, y que reconstruye con mucho cariño. ¿A quién le iba a interesar que el abuelo Vicente preparara las tostadas el día anterior? A cualquiera que, aunque no sea manchego ni nieto de feriantes, tenga una familia, un lugar al que volver, algo de lo que sentirse tan orgulloso como avergonzado. Porque, como dijo Julio Cortázar, al que citó la autora en la presentación, cuando uno subraya un libro, el subrayado es él, porque este no acaba sus días hasta que no deja de haber personas capaces de emocionarse con las vidas ajenas, en este caso con un matrimonio de carteros. Por un lado, Javier, su padre, hijo de Vicente y Mari Cruz, familia de tradición comunista, y, por otro, Ana Mari, su madre, hija de Gregorio y María Solo, dueños de un puesto de juguetes. 

 

DOS INFANCIAS

Ya a solas con Nuestro Tiempo en la biblioteca del Museo, y mientras daba de mamar a su hijo, «que tenía más hambre que el perro de un ciego», definió el arte de la escritura como «robarle trocitos al mundo». Y Ana Iris Simón, porque, según su padre, no sabía inventarse nada, decidió tomárselos prestados a su familia y, de paso, a ella misma. En esos momentos que comparte en soledad con una criatura que aún no dice palabra, no puede dejar de explicarle lo que aprenderá en la escuela o de imaginarse cuando vayan a regar el árbol de San Isidro que plantó su bisabuelo en Ontígola. En este mundo de contenidos, de inmediatez, dar de mamar es una ocasión en la que «no se consume nada; al contrario: le estás dando a alguien tu cuerpo, se está alimentando de ti». «Es como estar enamorado —continúa—, la forma de gratitud más pura». Para su hijo, anónimo por decisión de la pareja, el pecho es «la solución a todos los males: a su estreñimiento, a su hipo, a su sueño y, por supuesto, a sus ganas de cariño y a su hambre», como dice en una columna en El País. Para ella, en cambio, es «la revelación primigenia de que casi nunca hay salida individual a los problemas ni alegría posible si no hay un otro con quien celebrar». 

Ana Iris querría para su hijo la infancia que ella tuvo, porque «de a poco que hayas sido feliz, quieres que vea lo mismo». No obstante, como le recuerda su padre, eso es imposible. Su Ontígola es más un recuerdo encerrado en las calles en las que jugaba que un lugar al que se vuelve por Navidad. Ella misma tampoco es la niña que, aunque sociable, «estaba mucho sola, y me gustaba». Una de las sensaciones más placenteras era la libertad que sentía, como todos, cuando sus padres dormían la siesta. La casa pasaba a ser cómplice de sus andanzas, aunque no hubo hasta los diez años un hermano al que echarle la culpa. Siempre tuvo, además, la manía del cuento de la lechera, la de adelantarse al futuro, que se remonta a la tarde vergonzosa en la que su padre le descubrió una dedicatoria grandilocuente para un libro aún sin escribir. «Me di cuenta de que había hecho algo mal, porque había perseguido la gloria sin hacer nada». Sí que tenía un diario, en cambio, de esos que uno nunca sabe si guardar o quemar, en el que se prometía que sería o política o periodista. 

 

EL DILEMA DEL PROGRESO

Ahora, como le ocurría a su padre cuando ella era niña, le irrita la manida pregunta del qué quieres ser de mayor. «Él me decía que respondiera que buena persona». Y tenía razón. ¿Por qué angustiarlos con un futuro en el que todavía no tienen que pensar? Quizá antes tenía más sentido. La generación de sus padres estrenó la democracia y aún no había perdido la confianza en el progreso. Este es el mismo motivo, a su juicio, por el que no se tienen hijos. Al contrario, se promueve la vida individualista, la pobreza del iPhone y el Netflix. «El hombre moderno piensa que la historia es lineal, que el uno es mejor que el cero solo por venir después, pero esto únicamente es parte de la soberbia y de la inocencia», reflexiona. Si, como recuerda, en la Revolución francesa fusilaron relojes, nosotros condenamos a las generaciones previas por no tener nuestros mismos criterios morales. En este punto, recurre a una sentencia de C. S. Lewis que ha citado en varias ocasiones: «Cuando uno se está acercando a un acantilado, lo más progresista es dar dos pasos atrás». 

Ante esto, Ana Iris se encoge de hombros y sentencia que la historia se rige por «movimientos pendulares», es decir, que, como los pantalones de campana, algo desaparece para volver a la palestra décadas después. En el arte, comenta, como en todo, si la subversión es un fin en sí mismo, si se ha convertido en la norma, entonces lo clásico es lo que rompe con el sistema. El péndulo no garantiza la repetición literal; así lo dice la cita de Marx reformulando a Hegel que aparece en el libro: la primera vez ocurre como tragedia, y la segunda, como farsa. Hay quien no quiere ver que la historia pueda ser el badajo de una campana, porque se ha creído en el mito del progreso, en ese para el que Ana Iris no encuentra una definición, ni tampoco los jóvenes que buscan una tabla en el naufragio del mundo moderno. Se les ha vendido que con soñar es suficiente para cumplir los planes más ambiciosos. Ana Iris señala que este «pensamiento piruleta, liberal y capitalista» es la otra cara de la autodeterminación, de la búsqueda ilusoria de unos ciudadanos libres de las ataduras no escogidas, como la familia, la lengua o la patria. Muy pocos se atreven a hablar de esto, dice; por eso ella lo hace, y suscita tanto revuelo. En definitiva, no aceptan las circunstancias que resultaban tan importantes en la idea del yo de Ortega y Gasset, y solo valoran aquello que, a juicio de la autora, tienen derecho a elegir por considerarla la única forma de manifestarse y, aún peor, de ser.

 

Vista de Ontígola (Toledo), el pueblo donde la escritora pasó su infancia y que reconstruye en Feria | Wikimedia Commons

 

Quizás lo más fácil sería acusar a una millonaria fábrica de ilusiones como Disney de habernos convencido de que somos capaces de todo, y sin necesidad de mover un dedo. Sin embargo, considera que no hace falta irse tan lejos. Unos días antes de la presentación, cuenta la escritora, escuchó la entrevista de Javier Gómez, guionista de La casa de papel, en El faro de la Cadena SER, en la que argüía que, si había llegado a ese puesto, era exclusivamente por haber estudiado en el sistema público. Ante estas declaraciones, coincide con la respuesta de Sergio del Molino, autor de varios libros sobre la España vacía, que acababa así: «Más nos valdría dejar de poner velas a la fe familiar y reconocer de vez en cuando que también hemos tenido mucho de eso que en el barrio llamábamos potra». Si se entiende la vida como un sistema de causa-efecto, el 68 por ciento de los jóvenes, que son los que estudian en la enseñanza pública, tendría asegurado un trabajo acorde a sus más ambiciosas ensoñaciones. Pero la trágica cifra de que uno de cada dos esté en el paro desmiente esta afirmación. 

«Mi padre me decía que iba a ser la cajera más lista del Mercadona», recuerda. Y, aun trabajando en lo suyo, en algo, según muchos, infinitamente superior, Ana Iris cobra lo mismo que ella, y tampoco la ha librado de sufrir tres ERE. En uno de sus trabajos, cuenta, viajaba mucho, y pasaba de hoteles de seis estrellas, que los hay, al piso de Malasaña, a la habitación compartida con su madre y su hermano. Ana Iris explica que su generación, por haber ido a la universidad, piensa que tiene el futuro asegurado. «Pero cuanto antes nos caigamos del caballo, mejor», dice. «La mayoría de los de mi curso no trabajan en lo suyo». Y, sin embargo, se creen clase media, cuando son, como dice en un punto del libro, lumpen-burguesía, incapaces de pagar una mala hipoteca y mucho menos de tener un hijo. Esta es la conclusión a la que llega: que su abuela no conoció a su nieto porque no pudo nacer a tiempo, que «el problema es mío por haber elegido la universidad antes que nada en el mundo y el centro de Madrid y las exposiciones de La Casa Encendida y las noches en el Dos de Mayo con todo lo que eso excluye, y todo lo que eso excluye es lo que realmente soy». 

 

ESPAÑA Y EL FIN DE LA EXCEPCIONALIDAD

Mientras le cambia el pañal a su hijo, concluye que ella es producto de esa España que «dejó de ser excepcional», y que, al volver a sus orígenes, ha encontrado su fundamento. Ella presenció el paso de la papelería El Abanico y los disfraces de la Corales de su pueblo al Leclerc de mostradores brillantes y olor a suelo recién fregado. Y no hay que irse a Ontígola para ver la ruina de unos por el monopolio de otros. Ana Iris, como muchos españoles, fue testigo de un cambio que, de tan sutil, pasó desapercibido. De toda aquella vorágine se ocupa en otra de sus columnas de El País, protagonizada por un zapato rojo que, viudo de futuro, alguien olvidó en el mostrador de Calzados El Rápido, una zapatería de Ontígola que cerró por la falta de clientes. Pero si España ha dejado de ser diferente, como promocionaba el eslogan turístico de los años sesenta, ¿qué era entonces? Lo mismo que ahora, responde Ana Iris: esa pregunta con la que unos se empecinan de por vida y otros, en cambio, evitan constantemente. 

Tal vez, menciona, una de las singularidades de este país es que el orgullo que se permiten los humildes mana de las cosas más cotidianas: la comida de casa, los paisajes, las tapas. Porque, como descubrió un amigo suyo, también en Nueva York tienen sobremesa, pero no como la nuestra. Adopta de un libro en el que se refleja el cambio que ha sufrido el paisaje tras la burbuja inmobiliaria el concepto de nación-rotonda, que dio lugar a algunas especialmente extravagantes. ¿En qué otro país podrían dedicarse a una encajera, a una paellera de récord Guinness o a una patata punky? Puede que, al leer esto, dé vergüenza sentirse orgullosos del país, pero cuando partimos, llevamos, como Juan Ramón Jiménez, una brújula siempre apuntando a España, recuerda Ana Iris. Vamos, que tenía razón Juanito Valderrama al cantar aquello de que «aunque soy un emigrante jamás en la vida podré yo olvidarte».

 

Ana Iris Simón firma un ejemplar de Feria a un alumno de la Universidad en la presentación que tuvo lugar en el Museo | MANUEL CASTELLS

 

Aunque lo tome como anécdota, formar parte de una sociedad, de un país, no es solo reconocerse en los monumentos de las rotondas, sino también considerar los muertos del vecino como propios. Eso le hizo a la abuela feriante de Ana Iris insultar a los asesinos de Miguel Ángel Blanco, y puede que motivara a la chica nicaragüense de la que habla en su columna sobre la Hispanidad a ofrecerse para llevarle «un ramito de flores» a su tío abuelo misionero que murió en aquel país. Génesis, que así se llamaba, se sintió hermanada con ella por la lengua, que sin duda es el mejor puente entre dos pueblos, y, como dice en ese artículo, por «nuestra querencia por los vínculos fuertes y nuestra manía de anteponer —aún y menos mal— lo afectivo a lo productivo». Porque ya lo sabían los exiliados republicanos, que abandonaron su casa para irse a la de sus parientes, y Carlos Cano, quien, citando a Lola Flores, cantaba aquello de que «La Habana es Cádiz con más negritos, / Cádiz es La Habana con más salero». Hoy, esta «familia extensa, humilde y rural» se ha visto reducida, según Ana Iris, como La Mancha, a ser la periferia del mundo. 

 

AMAR EN TIEMPOS DE PERREO

De esa familia, y de la suya propia, mantiene viva una herencia que no precisa de notario: su refranero, esa sabiduría popular a la que uno puede aludir cuando quiere zanjar una conversación. Y es que cosa hecha no corre prisa, diría el abuelo Vicente, que se dejaba «las pastillas del día siguiente preparadas, la bolsa de manzanilla en el vaso» y la escoba presta para barrer las migas del desayuno. Sin embargo, lo estamos perdiendo. A esta reflexión llegó Ana Iris cuando, preocupada por si un día se quedara sin leche para su hijo, le respondió la Ana Mari, que, como dice la autora, se expande como el universo y resulta ser su madre: «Nada, hija, que cuanto más llama, más aclama». Pero la cultura popular no está solo en los dichos, sino que abarca desde Tijeritas hasta Campos de Castilla, que a los dos se los puede citar sin que se sea ni un clasista ni un marrullero, argumenta en Feria. Sostiene también que «populares y plebeyos son también Machado y Hernández y Lorca, y mi abuelo Gregorio los recitaba a los tres». Se ha impuesto la idea de que hay que aparentar ser de la calle pero no serlo, porque hay que «tener plantas tropicales en vez de geranios para parecer menos provinciano» y «que si no le gusta Camela es porque es un elitista», sentencia. Todo esto, y no solo McDonald’s, es el liberalismo. Como dice en el libro, «es también un señor cantándole a que “estar soltera está de moda / por eso ella no se enamora” porque se conoce que amar es una cosa antiquísima y que la revolución será perreando hasta abajo o no será». 

Aquí, como siempre para las cuestiones trascendentales, hay que recurrir al abuelo Vicente, un hombre rudo, poco dado a mostrar sus sentimientos hasta que murió su Mari Cruz. Entonces, puso en palabras y en pequeños gestos lo mucho que la quería, porque «si enamorarse significa la posibilidad de un futuro, no tenerla cerca es lo más parecido a carecer de presente». Por él, y no por el horóscopo, sabe que el amor, como la fe, no es fácil, y que tal vez por eso se niega tanto su existencia, porque es materia de película navideña y poeta cursi. ¿Y a qué se debe esta obsesión? A que «éramos y somos unos mediocres y a los mediocres no les gusta intuir nada que aspire a lo sublime y a lo épico», dice en su libro, y que «las relaciones cada vez son más líquidas porque parece como si le exigiéramos cada vez más al amor a la par que somos, paradójicamente, más incapaces de trabajar y esforzarnos por él cada día». La autora aprendió de su abuelo que «el amor es dejar de plantar solo cosas que sirvan y regar, cada día, un tiesto con flores en su honor», y de Juli y Tamara, dos amigos suyos de los que habla en otra de sus columnas, que «cuando algo se rompe no se tira sino que se arregla». 

«Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad». Cómo debe estar el patio para que, de una frase tan sencilla, de reconocer que ellos poseían algo, poco pero suyo, se haya armado tal marimorena. Entre sus páginas, Ana Iris habla del arte de escribir y de tener hijos, de la infancia añorada, de esa que consistía en «guardar secretos», y del temido abismo de la adultez, de España y de sus vecinos, de la cultura popular y de la religión, pero, sobre todo, de los afectos, que es como decir de la familia. En su libro, ya lo anunciaba el prólogo del músico Pablo Und Destruktion, refleja «el amor a un hermano, a una amiga, al PCE, a un feto metido en un bote, a un oficio, a un país y a todo lo que se ponga por delante», incluso a un ratón que, un buen día, explicó a Ana Iris sin saberlo que, como cantaba El Último de la Fila en Mar antiguo, «No hay otros mundos, pero sí hay otros ojos»