enero - marzo 2013
Texto: María Antonia Labrada [Fia 79]. Fotografía: Manuel Castells [Com 87]
Singular filósofo español del siglo XX, la obra de Leonardo Polo se hacía palabra y gesto en sus clases, inolvidables para sus discípulos.
La profesora María Antonia Labrada recuerda a su maestro, un filósofo singular que fue clave en los primeros años de la Universidad.
Los que hemos tenido la suerte de asistir a las clases o seminarios de Leonardo Polo añoramos —al leer sus libros— su modo tan genuino de filosofar. Aunque muchas de las publicaciones al respecto sean transcripciones de su enseñanza oral, el texto no puede reproducir los gestos, el énfasis, las repeticiones, los silencios, la tensión intelectual en definitiva, en que se decantaba el sentido de sus palabras.
Cuando el profesor Polo entraba en el aula colocaba sobre la mesa una gran cartera que jamás abría. Nadie supo nunca qué contenía. Después se sentaba, se encogía sobre sí mismo y empezaba un monólogo apenas audible. Sin embargo, nadie desconectaba. Se imponía más bien un silencio respetuoso en el que intentábamos descubrir el contenido de su exposición. Poco a poco, a medida que se iba incorporando, miraba a las personas que tenía delante y sus palabras empezaban a oírse. Se iniciaba entonces una exposición in crescendo. Notábamos la energeia del pensamiento, que jamás era pensamiento pensado, sino pensamiento en acto: la famosa praxis teleia que tantos aprendimos de su magisterio.
A esas alturas de su discurso la expectación en la clase era total. El tema desarrollado llegaba a su cumbre, donde se advertían conexiones con otros campos del saber: ciencia política, sociología, psicología, física, matemáticas o teología. Se abría ante nosotros un panorama inabarcable y todos participábamos del gozo de su descubrimiento.
En 1958, durante una de sus clases, cuatro años después de su llegada a la Universidad de Navarra. Polo fue el primer profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, inaugurada en 1955.
En ese momento el maestro ubicaba a cada una de las ciencias o de los autores mencionados en su sitio; y lo hacía de un modo rotundo, casi desgarrado, con expresiones de lo más castizas: «Eso cuénteselo usted a un guardia» (una frase que se empleaba hace años en Madrid para referirse a las excusas que se contaban a los guardias de tráfico como disculpa ante una infracción).
Entonces interpelaba directamente a los asistentes. Por ejemplo, al exponer la relación entre la acción moral y la perfección —que siempre puede crecer porque no tiene término— advertía con voz rotunda: «Señores, tengan ustedes esto siempre en cuenta, ¡cualquier éxito es prematuro!». No es que descendiera de la teoría a la práctica, sino que desde la cumbre de la teoría iluminaba las cuestiones más existenciales.
Sus interpelaciones no tenían un carácter moralizante. Eran verdaderos hallazgos especulativos que descubrían el sentido del actuar humano. En una ocasión, después de explicar su teoría sobre la intencionalidad del conocimiento, se descolgó con el siguiente comentario: «Mientras que desde el punto de vista físico o material lo inferior está al servicio de lo superior, en la jerarquía propia del espíritu lo superior está siempre al servicio de lo inferior, y en ello radica su superioridad».
Al terminar se multiplicaban los diálogos y las preguntas venían de todos lados, incluso de aquellos que solo habían registrado la frase final y quedaban estupefactos. En ese momento el profesor Polo retomaba la exposición del tema y alcanzaba una nueva cumbre. Sus clases podían durar tres cuartos de hora (rara vez), una hora o más… Imposible saber cuándo iban a terminar, y como eran al final de la mañana, nada las interrumpía. Aquello facilitaba que la clase se prolongase en charlas y discusiones, casi siempre en pequeños grupos. Y la transmisión oral continuaba fuera del aula. A las pocas horas de que finalizara la clase ya se comentaba su contenido en las distintas facultades del campus. Un “boca-oreja” que ha trasladado sus enseñanzas hasta hoy, cuando siguen presentes en las vidas de tantos.