Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El museo en una sociedad hipermoderna

Texto: Teo Peñarroja [Com Fia 19]  Fotografía: Efe y Manuel Castells [Com 87]  

Los centros de arte han experimentado una importante mutación en el siglo XXI: han dejado de ser lugares de conservación y exposición del patrimonio para convertirse en espacios didácticos abiertos a la sociedad y sumergidos en lo más profundo del capitalismo. La hipermodernidad de la que habla el filósofo Gilles Lipovetsky tiene implicaciones muy hondas para estas instituciones que se han demostrado clave en los procesos de globalización de las ciudades del mundo.


No es que tenga nada en contra de la plaza Indautxu de Bilbao, pero no es una buena idea escogerla como icono para una postal: resulta insulsa como un clip. La tarjeta en cuestión es de 1980, y muestra un edificio de viviendas de ladrillo rojo que podría estar en cualquier pueblo grande de España. También se ve parte de una plaza, y un algo que parece una marquesina de autobús. Lo único pintoresco, por salvar los trastos, es un coche de línea azul y blanco con las formas redondeadas de las caravanas de los hippies, y que hace adivinar que se trata de una imagen ochentera. Si, en cambio, retrocedemos un poco más —a las postales, por ejemplo, de los años cincuenta, que son en blanco y negro y tienen un saborcillo de época que invita a coleccionarlas—, lo que se suponía icónico en la capital vasca eran la plaza Redonda y la iglesia de San Nicolás. Hoy, cualquier quiosquero bilbaíno sabe que el 90 por ciento de las postales que vende muestran la caprichosa silueta del Guggenheim, ese invento de Frank Gehry.

«Todo comenzó con el Centre Pompidou de París», dice el filósofo Gilles Lipovetsky. Antes, el museo era un lugar de culto, como el templo de Apolo o la Kaaba o la basílica del Santo Sepulcro. También arquitectónicamente imitaban el palacio renacentista o el templo griego: ahí el Louvre, el Prado, el Hermitage. «Ahora, sin embargo, se construyen muchos museos de formas espectaculares que celebran, sobre todo, el ocio, el entretenimiento, más que al aspecto sagrado del arte. Bilbao es un ejemplo extremo y una obra maestra del museo-espectáculo-shock».

Lipovetsky no cree en la posmodernidad, en toda aquella corriente basada en la crisis del progreso y el agotamiento de las grandes utopías. Muy al contrario, el pensador francés considera que vivimos una época hipermoderna, «una modernidad extrema marcada por una espiral hiperbólica, una escalada paradójica, una dinámica de radicalización de los propios principios de la modernidad: la tecnología, el mercado, el individualismo», grita casi, en francés, delante de un auditorio expectante en el teatro del Museo Universidad de Navarra.

 

 

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«Ahora se construyen museos de formas espectaculares que celebran el ocio, el entretenimiento, más que el aspecto sagrado del arte»

Gilles Lipovetsky, filósofo y escritor francés

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El marco es la conferencia inaugural del Building Museum Reputation, un congreso internacional sobre reputación museística que organizó en septiembre la Universidad con el Museo del Prado y Corporate Excellence. «La lógica híper se ve en la mutación de los museos: lugares de seducción destinados al consumo visual y recreativo del gran público turístico». Les habla, fundamentalmente, a profesionales de este ámbito: gente que lleva americanas oscuras y jerséis de cuello alto, que tiende a usar gafas sin montura y expresiones como marco referencial, devenir o praxis constructiva. Personas preocupadas por el futuro de los museos. 

El mundo ha cambiado, y los antiguos templos del arte también. ¿Cuál es su espacio en un entorno frenético, global y proletario? Contra lo que cabría esperar, la respuesta tiene que ver con el arraigo geográfico: los museos han demostrado ser un punto de vertebración para las ciudades. Se convierten en la imagen de sus lugares, en espacios de dinamización urbanística, en centros de formación ciudadana y, en última instancia, en atractivos turísticos que generan millones de euros por su reputación.

 

MOTOR DEL DESARROLLO URBANO

«Lo que quisiera mostrar —continúa el filósofo— es cómo el mundo del arte y el consumo estético ilustran de modo ejemplar la escalada hipermoderna en la que nos encontramos». Y a continuación da algunos datos: que la cantidad de museos en el mundo aumenta un 10 por ciento cada cinco años, que en Europa existen  más de 30.000, que hay uno para cada cosa, que estamos en una lógica hipertrófica del museo.

En Málaga, por ejemplo, se han abierto más de treinta en los últimos veinte años. La capital de la costa del Sol inició con la llegada de la democracia un proceso de ordenación urbanística profundamente exitoso —que incluía, por ejemplo, la apertura de la ciudad al mar— y desde el año 2003 entró también en la autopista cultural. Entre las tres decenas que se han abierto desde que el Museo Picasso dio el pistoletazo de salida se cuentan el Centro Pompidou, el Museo Carmen Thyssen y el Museo Ruso de San Petersburgo. Esto ha transformado el urbanismo, la sociología y las relaciones económicas de Málaga con el mundo: ha dado un paso del sector industrial al de los servicios que se ha visto reflejado en la estructura física de la ciudad y en el que la proliferación de museos ha sido crucial.   

No ocurrió por casualidad. Su alcalde, Francisco de la Torre, es un tipo risueño, regionalista, un alcalde como los de antes, vamos, que lleva veinte años en el cargo. Contó en el congreso celebrado en el Museo los pormenores y las batallitas de todo el proceso de modernización de Málaga, y cómo la apertura bulímica de museos era una cuestión estratégica de la nueva imagen que pretendían dar a la ciudad. Lo mismo que pasó en Bilbao.

Vista satélite de la ría de Bilbao antes y después de la construcción del Guggenheim, en 1991 y 2018 | Imagen: Google Earth, Formato: Teo Peñarroja

 

El nacimiento del Guggenheim en 1997 tampoco fue como el de los robellones. Bilbao quería convertirse en «una pequeña metrópolis regional», tal y como explicó Juan Ignacio Vidarte, director del museo. En ese contexto, la ciudad y el Gobierno vasco ya estaban emprendiendo otros esfuerzos, como construir el metro o limpiar la ría, el gran elemento desaprovechado: una zona oscura, sucia y, a esas alturas del siglo XX, inútil. Los astilleros habían cerrado, las chimeneas de los altos hornos ya no echaban humo, y quienes más frecuentaban aquellos lares eran los heroinómanos. Era un muro: en la margen derecha, el casco viejo, la gente de bien; en la izquierda, la decrepitud de un pasado industrial.

Como casi siempre, el urbanismo fue sociología, y transformar esa zona de la ciudad fue transformar la sociedad bilbaína. O al revés. Con el plan de ordenación urbana de 1992 la ría dejó de ser industrial para volverse comercial: se construyeron nuevos puentes, un paseo agradable también al otro lado del canal, un tranvía y la puerta Isozaki. Y el buque insignia de la reforma fue el Guggenheim.

La imagen de Bilbao es el Guggenheim. París estuvo cerca: la pirámide del Louvre tenía ínfulas de yo qué sé, pero era imposible competir con la torre Eiffel. Valencia, hasta cierto punto, ha colocado la Ciudad de las Artes y las Ciencias en el top of mind de las estampas que a uno le vienen a la cabeza cuando piensa en la capital del Turia. Lo mismo la Ópera de Sidney. Barcelona ya es la Sagrada Familia. En fin, que el museo compite no solo por ser un buen museo en el sentido tradicional —un lugar donde se conserva y expone una gran colección de arte— sino también por su arquitectura, por ser un icono de sí mismo, de su ciudad, su región o su país. «Hoy por hoy —explica Lipovetsky— lo que la gente viene a ver es el museo, más que su colección».

 

VERTEBRADOR SOCIAL

El T-Rex Stan participa en distintas acciones sociales del Museo de Mánchester | Flickr

 

Una cuestión repetida hasta la saciedad en la discusión sobre el arte es si la estética es para la élite o para todos. En el siglo XXI, sin duda, la balanza cae del lado de la masa, y esto es un fenómeno posiblemente nuevo: un museo para la gente. ¿La cultura pop es cultura? ¿Hay alta y baja cultura? ¿Deben los museos subirse a la ola de dar a la gente lo que quiere? Lipovetsky critica una característica de los museos contemporáneos: su disneyización, es decir, su tendencia a parecerse cada vez más a parques temáticos. «Este tipo de exposiciones-espectáculo —continúa el pensador— se caracteriza por puestas en escena espectaculares en las que se da prioridad a la emoción y al juego más que a descubrir los contenidos del museo». Así, se difuminan las fronteras entre educación y entretenimiento, eso a lo que los americanos llaman edutainment, por education y entertainment.

Esta tendencia, que el francés califica de «proletarización del sentido estético», tiene manifestaciones no obstante entrañables. Por ejemplo, la que contó en el congreso Wendy Gallagher, directora del departamento de Participación Cívica y Educación del Museo de Mánchester —una entidad que, por otra parte, ha gastado varios millones de libras en reinventarse y para la que salir a buscar a su público es una línea estratégica—.

Una de las últimas iniciativas de la institución británica fue exponer el esqueleto de Maharajá, un elefante de circo muerto en el siglo XIX y una de las piezas más impresionantes del museo, en Picadilly Station, la más concurrida de Mánchester. Esme Ward, directora del centro, explicó a los medios de comunicación que pretendía «llevar la colección del museo hasta la gente que probablemente no tenga la oportunidad de visitarla, además de crear conciencia sobre el riesgo de extinción del elefante asiático». Y no ha sido la única actividad de este tipo. Sin ir más lejos, el dinosaurio Stan, un esqueleto de tiranosaurio rex, participó en la huelga por el cambio climático y no quiso ser exhibido ese día. O al menos eso dijo Gallagher. El 25 de mayo de 2019, Stan celebró una fiesta de cumpleaños para su tocayo Stanley, un niño de siete años con distrofia muscular, a la que acudieron cientos de vecinos de Mánchester disfrazados de dinosaurio para aprender sobre estos animales, acompañar a Stanley y sensibilizar sobre esta enfermedad rara.

 

Maharajá, el elefante del Museo de Mánchester, se exhibió en Picadilly Station | Manchester University

 

La relación entre el museo y la sociedad —the neighborhood, el vecindario, en palabras de Gallagher— se ha estrechado o, al menos, ha cambiado radicalmente este siglo. Cualquier museo que se precie busca encontrarse con su gente con toda clase de proyectos. El Guggenheim, por volver al ejemplo, tiene más de 20.000 amigos, más de cien empresas colaboradoras y más de mil desempleados que entran gratis y participan asiduamente en sus actividades.

Otro fenómeno interesante es el modo en que un museo puede cambiar la percepción que una comunidad tiene de sí misma. «El museo tenía que transformar la psicología de Bilbao», explicó en el Building Museum Reputation Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim. «Ha sido un agente de vertebración social. No fue importante solo como inyección de autoestima, sino de confianza para la ciudad». 

 

FUENTE DE RIQUEZA

Como afirma Garganta Profunda en Todos los hombres del presidente: «Sigue el rastro del dinero». A fin de cuentas, casi todo tiene que ver con el dinero. El mundo del arte también. «El museo ha entrado al servicio de la economía —anuncia Lipovetsky— y está sometido por imperativos de competencia y rentabilidad. Los museos se gestionan como empresas, ¡se les piden resultados! Por eso aplican políticas de comercialización y publicidad orientadas a vender más entradas».

La transformación empezó con Andy Warhol y su famoso «I am a business artist» [«Soy un artista comercial»]. Incluso los más antisistema —ahí tenemos al bueno de Banksy— se venden por cifras millonarias.

 

 

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«El museo ha sido un agente de vertebración. No fue importante solo como inyección de autoestima, sino de confianza para toda la ciudad»

Juan Ignacio Vidarte, director del Guggenheim

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Sin embargo, Lipovetsky no es pesimista al respecto. De hecho, no hace una valoración moral de este fenómeno; simplemente lo constata. Y es innegable que los museos, los buenos, generan riqueza. El Guggenheim, sin ir más lejos ­—que se financia con un 30 por ciento de contribución pública y un 70 por ciento repartido a partes iguales entre donaciones privadas e ingresos por venta de entradas—, cerró 2018 con una aportación al PIB de 470 millones de euros, unos ingresos adicionales para las Haciendas públicas vascas de 73 millones y un impacto indirecto en la economía del País Vasco de casi 540 millones de euros.

Está claro que el museo, como institución, ya no es lo que era en los siglos XVIII, XIX y XX: ahora es una realidad mucho más compleja y de gran importancia sociopolítica. «El museo ya no se piensa solo desde una perspectiva de conservación y presentación de las obras del patrimonio —afirma Lipovetsky—. Se ha convertido en un instrumento de desarrollo urbano y regional, una herramienta para el desarrollo turístico por su propia reputación y, por todo eso, en un elemento estratégico».

 

Un congreso pionero

 

El congreso Building Museum Reputation, organizado en septiembre de 2019 en Pamplona por la Universidad de Navarra, el Museo del Prado y Corporate Excellence - Center for Reputation Leadership, ha sido el primero en el mundo en reunir a investigadores y profesionales del sector de los museos para reflexionar sobre el intangible de la reputación y cómo gestionarlo en estas instituciones. Patrocinado por la Fundación Telefónica y la Caixa, el simposio reunió a treinta y cinco ponentes, entre los que se contaron altos directivos del Museo del Prado, el Hermitage, el Museo Universidad de Navarra, el Calouste Gulbenkian, el Guggenheim, el Museo Nacional de Escultura, el Reina Sofía o la Royal Academy of Arts de Londres. En el encuentro participaron más de ciento cincuenta profesionales de siete países.