Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Peregrinación del 'Naufragio' de Pedro Gobeo

Texto: Teo Peñarroja [Fia Com 19]. Ilustración: Itziar Barrios

Pedro Gobeo de Vitoria padeció hambre y sed, vio morir a sus compañeros, atravesó toda América y sobrevivió. Luego escribió un asombroso libro de viajes, Naufragio y peregrinación, en el que contó sus infortunios. La obra se leyó en toda Europa y América, pero se perdió por completo a inicios del siglo XVIII. En 2004, el profesor de la Universidad de Jaén Raúl Manchón localizó el único ejemplar del que se tiene constancia en una biblioteca alemana. El catedrático Miguel Zugasti, de la Universidad de Navarra, acaba de publicar con la editorial Crítica una nueva edición de este unicum que ha permanecido en silencio durante casi cuatrocientos años.


El camino es cuesta arriba, en zigzag, entre dos laderas. Lo recorre o más bien se arrastra por él un cadáver, un jirón de piel colgado de un esqueleto. Pedro Gobeo de Vitoria no ha cumplido aún los quince años y lleva tres días sin comer ni beber. Está «flaquísimo, consumido y deshecho, con sola la armazón de los huesos; y, por decirlo en una palabra, muerto en vida». Busca dónde morir con una lucidez terrible. 

Se detiene en un claro de arena rodeado de peñascos que apenas dejan recortarse allá en lo alto un pedazo de azul. Llora. Pedro Gobeo llora. ¿Cuánto tiempo puede tardar un adolescente desfallecido de hambre y desesperación en cavar su propia tumba? Porque eso es lo que hace ahora con una concha que ha traído de la playa; su único equipaje, además de unas hojas grandes que le sirvan de sudario y una cruz que se ha hecho atando dos palos para que si alguien encuentra sus huesos sepa que lo fueron de un cristiano. 

Con los ojos rojos secos mira su particular cadalso. Se arrodilla junto al hoyo y reza. Le pide a Dios misericordia de sus «pocos años, gastados todos en ofensa de Su Majestad». El cuerpo, en un momento dado, sucumbe por fin al cansancio y al hambre y Pedro Gobeo ve cómo la negrura se apodera de su vista. Pierde el sentido y al despertar ya no puede tenerse sobre las rodillas. Tiene el alma en vilo cuando pone un pie, luego el otro, en el agujero que va a ser su última parada. Solo y aterrorizado se tumba en el sepulcro, se cubre con el sudario y agarra, con la fuerza que le queda, la cruz sobre el pecho. Desde aquel agujero ve caer su última noche, tan desgraciada, a miles de kilómetros de Sevilla y de su madre, en esta isla sin nombre entre dos ríos en la costa de Esmeraldas, Ecuador.

En la oscuridad total, acechado por las fieras, repasa su triste vida. Cómo el 27 de septiembre del año anterior, 1593, se embarcó hacia América —con gran disgusto de su madre— con la estúpida ilusión de conocer el ancho mundo. Recordó la primera tormenta en Canarias, la llegada a Venezuela, la batalla naval contra el corsario escocés John Burgh. Reconstruyó el viaje hasta Panamá, los meses que pasó allí enfermo y cómo volvió a embarcarse en Puerto Perico hacia Lima. Se le vinieron a la memoria los días de mala mar y cómo se agotaban las provisiones a bordo sin que el barco, en dos meses, llegase más que a Colombia. Maldijo el día en que creyó al capitán que aconsejó a unos cuantos andar a pie los pocos kilómetros que quedaban hasta Manta. Desembarcaron cuarenta y un marineros, entre ellos el sacerdote, a casi ochocientos kilómetros de la siguiente ciudad española. Por el camino vio morir a muchos, algunos verdaderos amigos, de hambre y de sed, o despeñados o envenenados. Los que sobrevivían ya no tenían ropa ni herramientas ni armas ni zapatos. Por último, habían recalado en aquella isla en la que no había comida, agua ni cobijo, y habían perdido la balsa con la que arribaron.

Llega la mañana y la agonía no cesa. Las horas pasan lentas hasta que, a las cuatro de la tarde, oye una voz que lo llama de lejos y se pregunta si no será ya la hora del Juicio. Quiere responder, pero no puede. El cuerpo apenas le da para respirar. La voz no ceja y se oye cada vez más fuerte su eco rebotar en las rocas. Hasta que aparece —sombra a plena luz— el sacerdote. Ha perdido también el aseo y la carne, pero no la dignidad de ministro de Dios; conserva todavía la capa y el sombrero.

Pedro —le dice—, no es razón que muramos como salvajes, sin saber unos de otros, sino juntos. Ven a la playa con los demás.

No sin reticencias, el muerto en vida se levanta de su tumba, se agarra del brazo del clérigo y lo acompaña cuesta abajo, en zigzag, entre las dos laderas. En la playa habían encendido un fuego y un grupo de hombres a punto de entregar su último aliento contaba chistes. Así de contradictorio es, a veces, el ser humano. 

«¡Llueven cangrejos! ¡Dios llueve cangrejos!». El bramido debió de oírse desde el continente. Uno que había ido a por agua de un pozo salobre encontró una playa llena a rebosar de esos crustáceos. Se los comieron vivos. Los animales se defendían con sus pinzas, les cortaban la lengua y las mejillas. Pedro les arrancaba a mordiscos las pinzas para que no lo hirieran más y los devoraba. Todos lo hacían. Comieron hasta saciarse y luego se quitaron el taparrabos, que usaron para acarrear, completamente desnudos, tantos animales como pudieron. 

De nuevo junto al fuego vieron caer la tarde con la extraña felicidad de quien está vivo hoy, quién sabe si mañana. Un náufrago, «uno de los más alegres», se volvió al sacerdote:

Pater, para que sea el regocijo completo y nos entretengamos con algún recreo, háganos el placer de contar alguna historia de las muchas que sabe.

Los demás asintieron enseguida con unánime ilusión. Desde los albores del mundo los hombres hemos hecho lo mismo cuando todo se nos hacía extraño y nos veíamos tan pequeños: contarnos historias. El sacerdote accedió y les relató a aquellos náufragos la vida de santa Teotisa. Cómo debió de ser aquella narración para que Pedro Gobeo la recordara punto por punto dieciséis años después. Un pequeño grupo sobrevivió a aquel calvario. Con el tiempo, Gobeo ingresó en la Compañía de Jesús y publicó el Naufragio y peregrinación de Pedro Gobeo de Vitoria, natural de Sevilla, escrito por él mismo. De las 203 páginas que abulta el volumen contemporáneo, Gobeo dedica diecisiete a aquella hagiografía.

La forma en que las historias se cuentan y se recuerdan o se olvidan es en ocasiones misteriosa. El libro que narra las peripecias de Pedro Gobeo es una rareza inaudita. Solo se le pueden comparar los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca. El Naufragio y peregrinación es un texto escrito en primera persona, una de las primeras crónicas de viajes modernas de las que tenemos constancia. Sería razonable encontrarlo en los cánones de la literatura de viajes y en los de las letras españolas del siglo XVII, pero no sucede así.

 

EL ÚLTIMO EJEMPLAR

La verdad del asunto es que el libro de Gobeo sufrió también una suerte de naufragio similar al de su autor. El texto se editó en España en 1610 por mediación de la madre del autor, Isabel de Mena, ya que en aquel momento su hijo vivía todavía en Perú. La obra se distribuyó ampliamente en América. Miguel Zugasti, catedrático de Literatura de la Universidad de Navarra y responsable de la edición contemporánea del texto, señala en el estudio preliminar que hay noticia de un mercader peruano que, en 1620, vendió un lote de ciento cuarenta volúmenes con destino Concepción, Chile, entre los que se incluía este relato. 

 

Ilustración: Itziar Barrios

El bibliófilo Lorenzo Ramírez de Prado tuvo un ejemplar en su biblioteca personal hacia 1660. Un tal Nicolás Antonio, sevillano, que murió en 1684, juraba en su Biblioteca Hispana Nova haber conocido a Pedro Gobeo en persona y tener noticia de una traducción al latín de su obra. En 1622 se publicó en alemán una versión reducida de la traducción latina con un título irreproducible. En 1647, un jesuita alemán, Johan Bissel, publicó Los argonautas americanos, una versión ampliada del texto germano, pero traducida de nuevo al latín. Fue un libro, en definitiva, que se leyó y editó ampliamente en Europa y América en el siglo XVII. Pero desapareció. No existe ninguna referencia moderna a esta obra en ninguna parte porque todos los ejemplares se perdieron en la noche de la historia.

Se conoce que hubo un ejemplar en la Biblioteca Nacional de México en 1898, pero anda en paradero ignoto. En 1950, un librero barcelonés vendió el último ejemplar del que hay constancia documental a un particular y, más de setenta años después, no se sabe nada de ese último libro. Hasta 2004. Había un hombre en la Universidad de Jaén, Raúl Manchón, experto latinista, que había dedicado varios años a la búsqueda de ese libro extremadamente raro. Después de rebuscar en las bibliotecas de medio mundo halló el único ejemplar conocido en la Universidad de Mannheim. Este unicum es un ejemplar de la primera edición española de 1610 al que le faltan las últimas dieciséis páginas, que se arrancaron en algún momento de sus más de cuatro siglos de vida.

Ese mismo año, 2004, Miguel Zugasti estudiaba a otro viajero del Siglo de Oro, Pedro Ordóñez de Ceballos, y Manchón y él intercambiaron correos electrónicos con noticias e información inédita sobre sus respectivos campos de estudio. Esa clase de amistades que propicia la vida académica, tal y como consigna Zugasti en una entrevista. Su relación profesional se alargó casi dos décadas y era ya un hecho consolidado cuando llegó la pandemia. Por aquel entonces, Manchón constató con cierto desasosiego que su hallazgo, como sucede con más frecuencia de la que nos gusta pensar, no encontraba quien lo estudiara. «Raúl me telefoneó —cuenta Zugasti— y me invitó, casi rogó, a que me ocupara del asunto, que se estaba quedando yermo».

Después de pensarlo durante una semana —el tema requería meses de trabajo casi exclusivo—, Zugasti decidió recoger el guante de Manchón y hacerse cargo de la reedición contemporánea del libro de Pedro Gobeo. Primero preparó una edición filológica y académica. Después, Carmen Esteban, editora de Crítica —el sello de Planeta especializado en ensayo y no ficción—, tuvo el tino de plantearle a Zugasti la posibilidad no ya de hacer una edición crítica del texto, sino de actualizarlo para el lector contemporáneo.

Tanto el naufragio de Pedro Gobeo como el de su libro constituyen dos tramas inverosímiles y sin embargo verdaderas. «Todo esto es muy peliculero —declaró Zugasti— y en mi cabeza ya estoy construyendo un guion con efecto flashback que abrace ambas vertientes de la historia». 

El resultado, publicado en mayo de 2023 con prólogo de Luis Gorrochategui, es un apasionante libro de aventuras del todo actual, una de esas rarísimas ocasiones en las que un lector moderno puede asistir a la reedición de un texto que llevaba cuatrocientos años fuera de circulación y que, sin embargo, nos habla todavía hoy, de un modo brutalmente sincero, de la condición humana.

Queda ahora un interrogante abierto: dónde están las dieciséis páginas que faltan al final del libro. La obra moderna sí tiene final, traducido de una de esas versiones alemanas, pero mucho más corto que el original. El profesor Zugasti confía en que la publicación de Naufragio y peregrinación y la repercusión mediática del hallazgo espoleen la investigación de otros colegas hasta que la historia de la literatura pueda averiguar cómo termina esta narración épica.