Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Recuerda que sonreirás

Texto: Felipe Muller [Fia 11 Com 13]

Rafael Alvira (Madrid, 1942-2024), catedrático de Filosofía, enseñó en la Universidad de Navarra desde 1980 hasta su jubilación, en 2013. Fue un pensador excepcional, interesado en la vida —la voluntad, el deseo— y un platónico convencido. Sobre todo, fue un maestro. Formó a más de treinta promociones de filósofos en el campus de Pamplona a través de un magisterio basado en la amistad. Uno de sus alumnos recuerda —recordar es volver a pasar por el corazón, como él solía explicar— su sonrisa.


Los profesionales de la caricatura dicen que la tentación del principiante es tirar de nariz. Exagerar este rasgo supone asegurarse de que el retratado sea reconocido y, seguramente, objeto de burla. Como mínimo. Sin embargo, y a pesar de las apariencias, la nariz apenas da a conocer a la persona. El soneto que Quevedo dedicó «a una nariz» dice poco —casi nada, de hecho— del hombre que resultaba estar pegado a ella. Al parecer, a la hora de clavar el retrato, el reto está en describir la danza entre los extremos de los ojos y las comisuras de los labios, entre la expresión de los ojos y la de la boca. Si hubiese un gesto sobre el que trazar un retrato del profesor Rafael Alvira, fallecido el 4 de febrero, sería su sonrisa, siempre coordinada a la perfección con la mirada. Más que escrita en el alma, se quedaba clavada en la memoria.

Cosa rara en un filósofo, el profesor Alvira tenía estilo al vestir y al hablar. Era elegante. Su oratoria desconocía la servidumbre de lo teatral y los excesos —a menudo, faltas— de una supuesta personalidad. La sonrisa era la marca de la casa. Digna del Gato de Cheshire, tranquila y segura, callada y enigmática, permanecía en el aire bastante tiempo después de que el profesor hubiese abandonado el aula. Era amplia y generosa, de oreja a oreja. Solían acompañarla unos ojos reducidos a una única expresión. ¿Conciencia o satisfacción ante lo que había expuesto? ¿Complicidad con su audiencia? Cuando Alvira sonreía en sus clases de Filosofía Antigua, las arrugas de las comisuras de los labios se solapaban con las de los extremos de unos párpados sobresalientes. Su frente —redondeada, amplia, despejada— coronaba el gesto.

Lejos de ser capricho o arrebato, esa sonrisa tenía una función específica. En la mayoría de los casos, era el colofón de cuentos, historias, respuestas y explicaciones. Tales, el pozo y la risa de la tracia, Pitágoras en el estadio, las desavenencias entre Parménides y Heráclito, los sofistas y su descubrimiento del discurso, Sócrates y su irónica ignorancia, Platón y las alas rotas del alma, Aristóteles y las deficiencias del hilemorfismo… Alvira zanjaba la cuestión o remataba una anécdota con la sonrisa. Indicaba un final, sin duda; pero también el retorno al punto de partida, al pistoletazo de salida. Como recurso y declaración de intenciones, funcionaba. ¡Recuerda que, al final, sonreirás! Como si bastase con sonreír para transformar la tragedia del mito de Sísifo —o, perdón, de la historia de la filosofía— en la belleza del susurro de unas olas que, tranquilas, nunca callan.

Pese a las apariencias, no era una sonrisa inofensiva. (Ojalá existiese algo así como una filosofía inofensiva). Para enmarcar este gesto en la contienda de la contemporaneidad, basta con repetir una pregunta que planteó Michel Foucault en 1970: «¿Y si definiésemos, en última instancia, como filosofía cualquier empresa encaminada a invertir el platonismo?». Esta inversión —al menos, el intento ensayado por el mismo Foucault— se ríe a carcajadas de su propia agonía, que desconoce la vuelta atrás y el punto final. Sísifo, una vez más. ¡No hay regreso posible, ni descanso! En lugar de invertir el platonismo, la sonrisa de Alviracontrapunto de la sospecha— lo presentaba en su anterioridad y permanencia. Sonrío porque recuerdo y recuerdo porque sonrío. Regresa y descansa. Al final, quién sabe, las carcajadas pasan y las sonrisas, como las olas, nunca acaban. 


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