Vagón-bar
Adiciones y dependencias
Estuve en Pamplona para celebrar con retraso pandémico el veinticinco aniversario de las dos promociones de la Facultad de Comunicación que se graduaron en 1996. No sé qué esperaba, pero me volví a Galicia muy contento. Cuando una promoción se despide, me quedo algo inquieto, temeroso de que las mareas embravecidas se los traguen y los arrojen desfigurados cualquier día en cualquier playa. Pero no. Fue verlos y retomar sin esfuerzo las conversaciones que habíamos dejado abiertas casi tres decenios atrás. Como si el tiempo no se hubiera interpuesto, como si nunca hubieran estado alejados ni hubiera vivido cada uno por su cuenta. Se mantenía la misma cercanía y un afecto casi más grande, recrecido quizá por los años y las evocaciones exageradas de la memoria. No recuerdo quién me dijo, todavía en el siglo anterior, que la memoria tiende a la apoteosis.
El caso es que los encontré mejor que como los dejé, más serenos, más sabios, más felices incluso. Supe ese día de grandes tormentas profesionales y penas familiares que han logrado atravesar sin permitirse posos de amargura ni resentimientos. Me entró un orgullo casi insano de aquellos chicos y de estas chicas, más fuertes ahora, más valientes.
Me hicieron reír mucho, porque la relación es hoy más suelta, desprovista de los rigores y jerarquías de lo académico. Dicen cosas más ligeras que, en su época universitaria, acaso considerarían impropio abordar en presencia de un profesor. Un grupo de chicas, por ejemplo, comentaba que sus compañeros llevan el paso de los años peor que ellas. Asunto espinoso en el que no me atreví a intervenir ni para hacer una broma. Además, hablaban como si no estuviera ninguno presente, porque hubo quien señaló con tono comprensivo, quizá más cercano a la conmiseración: «Las mujeres disponemos de herramientas que ellos no tienen. Y en cuanto se les cae el pelo o engordan…».
También me reí con el relato de una escritora que trabaja bastante en casa y lo pasa mal con sus hijos, porque le riñen si fuma y no tiene modo de esquivarlos. Se quejaba de la intolerancia de los chavales con una observación ruidosamente certera, propia de quien está acostumbrada a buscar comparaciones e imágenes que expliquen las cosas con un fogonazo de claridad: «Me escondo más ahora de mis hijos de lo que me escondía antes de mis padres». El comentario me hizo gracia, pero también me dio miedo. En el caso de los niños entiendo la intransigencia: «Me dicen que no quieren que me muera». Ahí, por supuesto, no caben las componendas.
Vi muchas fotos de hijos de todas las edades: unos pocos ya graduados, algo a lo que no termino de acostumbrarme. Al principio se me hacía raro que se casaran; luego, que tuvieran hijos; más tarde, que esos hijos llegaran a la universidad, y, ahora, que sus hijos tengan más edad que cuando los conocí a ellos, con las caras adolescentes que recuperaba aquel día el vídeo mural del edificio de la Facultad de Comunicación que ellos estrenaron.
Tuve que marcharme pronto y seguía llegando gente. Faltaron pocos pero los echamos mucho de menos. Los que no pudieron acudir, por lo visto, reclaman otro encuentro y cuanto antes. Si no los conociera, pensaría que eso es lo que se dice siempre. En el avión de regreso le daba vueltas a cómo era posible que, sin tratarse, siguieran queriéndose tanto. Me acordé de que lo había explicado don Eduardo Terrasa en la homilía de la misa que nos celebró: son las personas que Dios quiso poner a su lado para ayudarles a crecer. Fueron muy felices juntos y la felicidad genera un tipo de dependencia que solemos identificar como agradecimiento.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.