La sinrazón
El Clásico
Rosa Chacel Editorial Comba, 2015 705 páginas, 19,95 euros.
Dicen que La sinrazón, de la republicana exiliada Rosa Chacel (1898-1994), le pareció a Borges una novela asombrosa y que aconsejó publicar sus setecientas páginas. El libro apareció en la editorial bonaerense Losada en 1960.
Quién sabe si al agudo autor de El Aleph —conocedor de que sinrazón equivale a injusticia y a algo fuera de lo razonable, entre prodigioso y sin explicaciones— le atrajo la convicción de que , en esos numerosos folios de aquella vallisoletana madura y dolorida, la representación novelesca de la realidad no se limitaba a la vetusta fórmula de
Stendhal de poner en el camino de la vida un espejo sumiso, para reproducir cuanto se repetía en su superficie. Más bien consistía ahora, apostándose en la vanguardia, en liberar a la percepción del automatismo, del cansancio monocorde, con que se percibe lo diario. Ortega y Gasset, maestro de Rosa Chacel narradora, dio en llamarlo «deshumanización del arte». O sea: desnaturalización, alejamiento de lo humano. La realidad no son las cosas. Ni solo el yo. Lo estético ha de ser inteligente. Más valor que la intriga de la trama y los sucesos tenía la clarividencia minuciosa de la psicología de los personajes. Y se apreciaba el desafío de explorar o escarbar maneras nuevas de contar.
La sinrazón, larga, minuciosa y racionalmente, va desmigando divagaciones y vicisitudes de la existencia. Calca la vida de su autora, además, en dos de los personajes.
La novela no tuvo demasiada fortuna editorial. Exigía leer entre lo denso que narra Santiago Hernández, un químico descendiente de españoles que anota en sus gruesos cuadernos lo que más que un dietario acaba siendo una confesión. La narración tupida de la trayectoria de su altanería y su poderosa capacidad —su soberbia— de conseguir con su voluntad aquello que desea. Pero no todo. El amor puede quedar lejos de su alcance.
La emoción de la última página es tan inolvidable como el desenlace de La Regenta, de Crimen y castigo o del Quijote. La fuerza de ser débil.
Amparo González de Aldunate