Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Los cuentos de Gabriel García Márquez

Texto: Joseluís González [Filg 82], profesor y escritor.  

Reconocido indiscutiblemente como novelista repleto de personal genialidad, García Márquez (1927-2014) compuso desde sus años juveniles cuentos singulares. Media docena, al menos, entran en los dominios de lo perfecto.


A mediados de los años sesenta, cercano a sus cuarenta de edad, a García Márquez se le conocía en algunos ambientes literarios de México, donde vivía con su mujer y sus dos hijos —pequeños aún—, y lo consideraban bien en círculos de escritores de Colombia, su país natal. Tenían más nombre sus trabajos periodísticos, aunque ya habían aparecido cuatro libros suyos, con fechas dislocadas con respecto a la escritura y a su a veces azarosa publicación. Tres novelas no demasiado largas —la muy marcada por Faulkner La hojarasca, La mala hora y la sobresaliente El coronel no tiene quien le escriba, con un realismo de doble fondo y esperanza— y un libro de cuentos colosal, Los funerales de la Mamá Grande, donde se ensartaban relatos terminados entre 1954 y 1962, el año en que llegaron juntos a la imprenta.

No se habían vendido con holgura, a pesar de ser bajas sus tiradas, en torno al millar de ejemplares. La crítica había recibido esos primeros libros con aplauso, reconociendo el talento de aquel hombre que había llegado a las letras de molde antes de los veinte años. El público mayoritario no lo conocía. Sin embargo, aún no había sobrevenido Cien años de soledad, la novela, el fenómeno, que empezó a soñar todavía casi adolescente, que concibió en 1952 pero culminó en año y medio desde 1965 y que estalló el 5 de junio de 1967 en Buenos Aires diez mil veces. Treinta meses después estaba traducida a trece idiomas. La novela, insólita, dejaba claras las muchas virtudes de este hombre milimétricamente imaginativo: la facilidad para moldear un mundo novelesco, su inclinación al humor y al disparate, la forma carnal de atestiguar su versión de la felicidad, sus estratagemas de enhebrar episodios propios y de amigos o familiares en el telar de la ficción, su habilidad para trascender latitudes y hacer de lo que pasa en un pueblo materia del género humano.

Luego vinieron otras grandezas: su temprana facilidad para el reportaje y otros géneros periodísticos que exigen saber narrar, esa joya posmoderna que es Crónica de una muerte anunciada, la justicia del Nobel en 1982, una exhibición de maestría en Doce cuentos peregrinos, el primer tomo de sus memorias (Vivir para contarla) y el desfiladero de un largo etcétera. Y, por el camino de abajo, los estudios que ensalzaban el universo que había fraguado, conquistado ya, este hombre lírico de palabra y de imagen, sutil de tramas y comprometido con denunciar la realidad o con lo que veía de la realidad.

Pero aun siendo GGM un novelista inconfundible, sugiero aquí sus libros de cuentos. Fueron cuatro. Siempre recomiendo «La siesta del martes», «El ahogado más hermoso del mundo», «Un señor muy viejo con unas alas enormes», «El rastro de tu sangre en la nieve», la conversación de «La mujer que llegaba a las seis», el dantesco «Solo vine a llamar por teléfono»...

Quien relea «La siesta del martes» saboreará uno de los cuentos que más le gustaban al propio autor. Una madre joven pero avejentada y su hija, apenas una niña, son las únicas pasajeras de un vagón extremadamente pobre. Ese tren las lleva a un pueblo donde se extiende implacable un martes caluroso. Traen unas flores desventuradas envueltas en papel de periódico. Arde agosto a esas horas del Caribe. Las dos se encaminan —nadie en la calle— hasta la casa del párroco para pedirle la llave del cementerio. Buscan la tumba de un ladrón al que hace siete días una anciana volcó de un balazo arcaico que traspasó una puerta. Son la madre y la hermana del muerto. Los habitantes del pueblo interrumpen el sopor de la siesta y se asoman medio a escondidas por las ventanas. «Los dormidos despertaban antes de tiempo». ¿Cómo seguiría usted esta narración? ¿Qué añadiría? ¿Qué situación buscaría retratar? ¿Le interesaría criticar cierta condición de vida, denunciar penurias sociales, honrar el comportamiento de alguno de los personajes? ¿Acusar de algo a alguien? ¿Plantear determinada solución?

Para escribirlo, GGM se apoyó en el primer cadáver que vieron sus ojos infantiles, cuando vivía en Aracataca con sus abuelos. Y aprendió de un cuento de Hemingway que también empieza con un tren que traspasa la hendidura de un túnel: «A Canary for One» (1927). Por la capilaridad de la obra garciamarquiana —personajes, episodios, nombres, lugares conectados—, quien haya recorrido las habitaciones y parajes de Cien años de soledad reconocerá, en esa mujer que dispara, a Rebeca.

Los cuentos. Todo un bosque perdido entre los árboles.