Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

China no pudo censurar el silencio

Texto: Sofía Caruncho. Fotografía: Alamy y Wikimedia Commons

El gigante asiático estrenó a finales de enero el año del conejo. Parece también el comienzo de una época sin restricciones. La política «covid cero» que dictó Xi Jinping ha acabado por colmar el vaso. En la región de Xinjiang, donde la minoría uigur sufre persecución, se desataron en noviembre y diciembre de 2022 las protestas del folio en blanco. Miles de chinos salieron a la calle en todo el país con pancartas que no decían nada, porque no se puede censurar un no-lema. Pero su mensaje hizo temblar al Gobierno de Pekín, que tuvo que recular.


Una chica vestida de blanco está sentada y sujeta un ramo de margaritas, parece una novia. Pero, en vez de un velo, lleva un folio en blanco que le cubre el rostro. Su pelo negro contrasta con la albura que la envuelve. Hace frío este 2 de diciembre, pero solo la abriga un manto de hojas blancas que también se despliega a su alrededor. En torno a ella, en el suelo, más folios blancos. Detrás aparece una figura enfundada en un traje plástico níveo con las costuras selladas en azul. Pertrechada con mascarilla y una pantalla de protección en la cara, comienza a fumigar a la chica de blanco con tinta roja. Parece una sangría. Se trata de dos estudiantes emigrados de China en el campus de la UCLA, en California. Denuncian de forma artística la censura la censura que enmudece a sus compatriotas. Quizá vuelven a encarnar ese lema de Mao: «El pueblo chino se ha puesto en pie».

Nueve días antes, el 24 de noviembre de 2022, un grupo de bomberos intentaba aplacar las llamas en un bloque de viviendas en Urümqi, capital de la región de Xinjiang, al noroeste de China. No quedó claro si el problema que les impidió el paso fueron unas vallas que cercaban el edificio para prevenir el contagio de la variante ómicron o más bien la cantidad de coches residentes aparcados, aunque más adelante las autoridades insistieron en que no había obstáculos para acceder al lugar del incendio. Las imágenes, que se viralizaron, mostraban un chorro de agua que no alcanzaba el fuego de la planta 15. El suceso acabó con la vida de diez personas y dejó heridas a otras nueve. El motivo, según un funcionario local, fue «la falta de conocimiento o habilidades de los residentes para ponerse a salvo».

Un grupo de taiwaneses mantienen hojas en blanco en la Plaza de la Libertad de Taipei durante una manifestación el 4 de diciembre de 2022 en apoyo a los manifestantes en China. FOTO: © Brennan O'Connor / ZUMA Press Wire / Alamy 

La indignación pública explotó y los vídeos se propagaron por Weixin —el equivalente chino a WhatsApp, conocido en Occidente como WeChat—. El asunto era especialmente sangrante porque, a mediados de ese mismo mes de noviembre, el Gobierno central había anunciado que la política de «covid cero» iba a flexibilizarse. Pero, ante la habitual falta de precisión de las instrucciones, los gobiernos locales las interpretaron a su manera, y los comités vecinales las reinterpretaron a la suya. Así, ese barrio no abrió el cierre perimetral el sábado 12 de noviembre, sino que lo mantuvo hasta el día 20, y el jueves 24 las vallas seguían en el edificio.

Por eso, el 25 de noviembre de 2022, la ciudad de Urümqi, que llevaba recluida más de tres meses, se llenó de manifestantes. «¡Terminad el confinamiento!», gritaban los xinjiangren en su marcha hacia un edificio del Gobierno regional. El Gobierno prometió levantarlo por fases, pero ni dijo cuándo ni abordó las protestas, que se propagaron en cuestión de horas por todo el país. Ese mismo día, un ciudadano de Chongqing, a tres mil kilómetros de allí, se manifestó solo ante sus vecinos: «Solo hay dos enfermedades en el mundo: la falta de libertad y la pobreza. Ahora las tenemos todas». Se abría algo nuevo.

 

EL ESTALLIDO EN XINJIANG

Xinjiang ocupa un sexto del territorio de China —más de tres veces España— y se la conoce por sus vastos desiertos, los que atravesaba la Ruta de la Seda. La inmensa Xinjiang la habita una mezcolanza étnica de mayoría turco-uigur. Son musulmanes, al igual que otro grupo de la provincia sureña de Guizhou, los hui, a quienes envidian por tener muchas más libertades. 

Cada vez que, a lo largo de la historia, la civilización china conquistaba nuevas tierras, observaba y asimilaba poco a poco a los pueblos oriundos, que aportaban rasgos culturales o lingüísticos al grupo dominante, los han. Cuanto más sabio y virtuoso era el gobernante chino-han, mayor era el número de extranjeros que adoptaban sus costumbres. Pero, en ocasiones, los nativos preservaron sus tradiciones, como fue el caso de Xinjiang, que se adhirió a China en el siglo XVIII, con el ascenso de la dinastía Manchú-Qing. Después de la invasión, se dio orden de no discriminar a los indígenas en lo económico, ni imponer restricciones religiosas, ni permitir que empresarios y comerciantes hanes se aprovechasen de ellos. Pero lo cierto es que esa normativa nunca se cumplió, en parte porque los han consideraban a los uigures y demás xinjiangren culturalmente inferiores, una percepción que sigue vigente casi trescientos años después, tras haber pasado por una época de independencia entre 1911 y 1950. Desde 1955 forma parte de China como región autónoma.

 Los estudiantes chinos continentales de la Universidad de Hong Kong protestaron, mostrando su apoyo contra la política, con velas, flores y pancartas, el 29 de noviembre de 2022. FOTO:  Alex Chan TSZ Yuk/SOPA Images/Sipa USA/Alamy.

La conciencia de invadidos no ha abandonado a los uigures ni siquiera hoy. En 2017, con la segunda candidatura de Xi Jinping —de la etnia han— a la presidencia de la república, se establecieron unos «centros reeducativos» que la mayoría de la población china ignora y que han sido criticados con dureza en Occidente. «Crímenes contra la humanidad» los definió el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos. Ese año, cuando la población uigur de Xinjiang ascendía a once millones, el Gobierno central llevó a cabo un testeo biométrico —incluyendo de ADN— a los ciudadanos de entre 12 y 65 años, a quienes clasificó como «fiable» o «no fiable». El Gobierno aseguró que fue una medida para aliviar la pobreza y que los centros tenían una misión reconductora de comportamientos religiosos extremos. Una investigación de  BuzzFeed News calculó que en estas «prisiones al aire libre» recluyeron hasta 2021 en torno a un millón de turco-uigures en sus 347 campos para su adoctrinamiento, donde duermen hacinados y les someten a trabajos forzados, torturas y violaciones. El último censo de Xinjiang, en 2020, cifraba la población uigur en 11,6 millones (frente a los 10 millones de 2010), aunque la etnia han creció aún más, de los 8,8 millones de hace una década a los 10,9 millones en 2020.

«Los chinos-han saben que no los castigarán si hablan en contra del confinamiento», explotó una vecina a propósito del incendio de Urümqi. «Los uigures somos diferentes. Si nos atrevemos a decir esas cosas, nos llevarán a la cárcel o a los campos». Y a pesar de todo gritó desde su ventana: «Jiefeng!», que significa «¡Levantad el bloqueo!», y que acabó convirtiéndose en «Jiefang!», «¡Liberación!» 

Quizá por el pasado de la región, quizá debido al carácter indomable de los uigures, o quizá porque la opresión les dio un último soplo de fuerza, el incendio en Urümqi, capital de Xinjiang, y no cualquier otro incidente —como el del autobús en Guizhou— provocó el fenómeno que hizo temblar a Pekín.

La noticia se propagó. La noche del sábado 26 de noviembre se organizó una vigilia en una calle de Shanghái que lleva el nombre de Urümqi para llorar por las víctimas. Los shanghaineses, que no protestaban por primera vez, llevaron flores, velas, notas de condolencias y folios en blanco; y la Policía, armas y pantallas de protección. «No queremos confinamientos, queremos libertad», cantaron los manifestantes de Shanghái. Repetían los lemas de un disidente que había desplegado una pancarta sobre el puente Sitong de Pekín unos meses antes, en vísperas de la reelección de Xi Jinping: «No queremos ser esclavos, queremos ser ciudadanos». Al día siguiente, domingo, Pekín replicó la escena a mayor escala: cientos de personas se aglomeraron en torno al río Liangma —un famoso lugar de pícnic— para velar por los muertos y oponerse a la restrictiva política «covid cero». La manifestación se prolongó hasta las tres de la mañana y acabó con detenciones de veinticuatro horas, igual que sucedió en 2015 por la proliferación de protestas feministas durante el primer mandato de Xi Jinping, y que se extendió a 37 días de arresto en el caso de las organizadoras. 

 

MAREA DE FOLIOS EN BLANCO

La estrategia «covid cero» se volvió impopular cuando, ya superado el episodio originario en Wuhan, empezó a significar confinamientos de 48 horas que se justificaban con un solo caso positivo: edificios residenciales o de oficinas, universidades y hasta colegios. A esta medida se sumaron los testeos masivos de las zonas colindantes cada 72, 48 y hasta veinticuatro horas durante los picos más altos de 2022. Además, para los que querían entrar en el país, las cuarentenas oscilaron entre siete y veintiún días, además de restricciones para obtener visados, precios desorbitados en los billetes de avión (hasta ocho mil euros llegó a costar una ida Madrid-Shanghái entre 2021 y 2022) y constantes cancelaciones. La pesadilla se repetía una y otra vez. Algunos llegaron a viajar envueltos en trajes plásticos blancos y con viseras protectoras, idénticos al equipo de control de la epidemia, para asegurarse el negativo al llegar.

«¡Venid a por nosotros y arrestadnos! ¡Mejor estar en la cárcel que morir de hambre!», gritaron los ancianos de barrios como Bao’shan, al norte de Shanghái, que solaparon encierros desde marzo hasta junio de 2022 sin alimentos ni medicinas, y cuyos vídeos se censuraron a los pocos minutos de emitirse. Las imágenes impregnaban las redes y se eliminaban a la misma velocidad. Centros de cuarentena infectos, bebés separados de sus padres en hospitales y mayores sin asistencia médica eran algunos de los casos que luego conformaron el vídeo de protesta «Voces de abril», que documentó las duras consecuencias del cierre de Shanghái durante el primer mes. «Algunas cosas no deberían haber ocurrido, y no deberían olvidarse», publicó el creador en su perfil de Weixin poco antes de que lo censuraran. 

 Plaza de la Libertad de Taipei durante la manifestación del 4 de diciembre de 2022. FOTO: © Brennan O'Connor / ZUMA Press Wire / Alamy 

El color blanco, que había pasado a ser la insignia del régimen «covid cero», fue el arma de los manifestantes de noviembre. Los papeles DIN A4 multiplicaron una metáfora contra la censura. «El folio en blanco representa todo lo que queremos decir pero no podemos», declaró a Reuters Johnny, de 26 años, que participó en las manifestaciones de Pekín. Pero también era una burla a las autoridades, ya que no podían arrestar a nadie por portar carteles sin mensaje. Además de en Shanghái y Pekín, miles de personas enarbolaron aquellas hojas vacías en Guangzhou, Wuhan y Chengdu, y pronto en otras ciudades dentro y fuera de China. 

Si bien es frecuente ver protestas locales en el país por disputas ambientales, laborales y territoriales, esta ola de papeles silenciosos desafiaba al Gobierno. Los chinos vivían teléfono en mano, atentos a compartir cualquier actualización en Weixin, Weibo, Douyin y demás redes sociales. Ipso facto, irrumpían pantallazos en negro con una exclamación roja que anunciaban que el contenido había sido eliminado. Memes con una clara estética de propaganda maoísta ironizaban ante esta injusticia: tres puños alzados sobre un fondo rojo sujetaban smartphones bajo el rótulo de moda: «Actualmente sin permiso para ver esta actividad».

Según Pekín, la censura ayudaba a controlar la propagación del coronavirus, ya que las imágenes de manifestaciones podían conducir a la desobediencia y, en consecuencia, a olas masivas de contagio y muerte. Tras los primeros días de revueltas, el 28 y 29 de noviembre de 2022, la Policía empezó a registrar y confiscar teléfonos y otros dispositivos a los transeúntes, una medida que hasta entonces solo había aplicado a los detenidos. Los chats de Weixin estaban en blanco: ni un punto rojo, nada pendiente por leer. En algunos grupos circulaban mensajes de alguien que conocía a otro alguien de un periódico occidental que buscaba declaraciones en vivo. Todos contestaban lo mismo: «No queremos problemas». Muchos optaron por comunicarse vía Telegram, Instagram y otras redes prohibidas en China.

 

INJERENCIA EXTRANJERA

Las agencias de noticias chinas y los canales de información en Weixin —similares a los canales de Telegram— hicieron como que no pasaba nada durante la semana que duraron las protestas. Mientras, en los medios occidentales parecía que por fin China se había despertado. «Han aprendido algo de Hong Kong», dijo Chongyi Feng, profesor asociado de Política China en la Universidad de Tecnología de Sydney. En 2003, los hongkoneses se manifestaron contra una ley de censura por difamación sobre China; en 2014, contra la influencia de China en las elecciones; y en 2019, durante más de seis meses, contra una ley de extradición que la política Carrie Lam, ex jefa ejecutiva, terminó por abolir.

En las redes sociales se compararon también ambos escenarios midiendo la participación de Estados Unidos en ellos. Ya se había demostrado que la Agencia de Global Media financió con más de un millón ochocientos mil euros las últimas protestas de Hong Kong a través del Fondo Open Technology, que provocó una amonestación del Ministerio de Asuntos Exteriores de China. Pero no está tan claro que los norteamericanos intervinieran en las protestas del folio en blanco con una estrategia de minorías. Aunque no sería de extrañar que los rumores se refirieran a la National Endowment for Democracy, una fundación estadounidense que promueve los valores democráticos, o, según el Ministerio de Asuntos Exteriores de China, el intervencionismo a favor de sus intereses geopolíticos. Esta entidad invirtió más de seiscientos mil euros en Hong Kong a lo largo de 2019, de los cuales más de 181.352 euros se destinaron a «promocionar el desarrollo de la sociedad civil», según The Eurasian Times

 Velas encendidas, flores y pancartas, el 29 de noviembre de 2022 en la protesta en la Universidad de Hong Kong. FOTO:  Alex Chan TSZ Yuk/SOPA Images/Sipa USA/Alamy.

Algunos también apuntaban a la Open Society Foundations, una red de subvenciones que aboga por la tolerancia, la justicia y la independencia mediática, de la que George Soros es su polémico fundador: «Mi interés en derrotar a la China de Xi Jinping va más allá de los intereses nacionales de EE. UU.», aseguró en The Wall Street Journal en 2019. El embajador de China en Francia, Lu Shaye, resultó más diplomático en su acusación: declaró a unos periodistas en una recepción que fuerzas extranjeras aprovecharon las protestas para «destruir» a China. 

«¿Dónde están ahora las fuerzas extranjeras? ¿En la Luna?», gritaba un manifestante en Pekín a modo de burla a los medios de comunicación estatales en un vídeo censurado. Según informó la CNN, el abogado y activista Teng Biao —que en 2011 estuvo encarcelado durante setenta días por defender los derechos humanos— admitió que «la revolución del folio en blanco ha conmocionado de verdad a las autoridades. Y el Gobierno quiere saber quién está detrás de las protestas».

 

UN FUNERAL Y LA DERROTA DEL GOBIERNO

Mianzi —que literalmente significa rostro— es la percepción que otros tienen sobre determinada persona, un equivalente al honor occidental. Define el lugar de dignidad que ocupa una persona en su entorno y en la sociedad, y es también la principal forma de medir su capital social. La mianzi se puede perder con malas palabras o actos, pero también se puede ganar con premios y reconocimientos públicos. A los que tienen más mianzi les suele resultar fácil utilizar su red de contactos para obtener recursos, por lo que aquellos que tienen menos mianzi pueden «pedirla prestada» como un favor o invitar a los más reputados a ciertos actos —como una boda o un funeral— para aumentar la suya.

El 30 de noviembre, en medio del caos provocado por las manifestaciones, falleció Jiang Zemin, antiguo secretario de Estado. A Jiang se le ha comparado en numerosas ocasiones con respecto a Xi por sus habilidades en las relaciones internacionales y su relativa apertura a Occidente. Sobrevolaba entonces la duda de si aquello podría desencadenar más protestas, como las vividas en la Plaza de Tiananmén en 1989 tras la muerte del exjefe del Partido Comunista Chino Hu Yaobang. Quizá por eso el Gobierno central organizó tan rápido el sepelio de Jiang Zemin, o quizá lo hizo por enmendar su propio mianzi, elevando así el funeral a la categoría de hito histórico, y avergonzar al «puñado de estudiantes», como los llamó Xi Jinping, que se estaba manifestando.

Folios en blanco pegados en los caracteres chinos "自由", que significan «libertad», en la Universidad de Xidian, el 27 de noviembre de 2022. FOTO: Wikimedia Commons

El asunto de la reapertura estaba entonces más tenso que nunca, y la situación económica demasiado debilitada por la política «covid cero». China tenía un crecimiento anual del PIB del 2,7 por ciento en 2022, muy por debajo del 5,5 por ciento que el Gobierno había pronosticado, y un alto desempleo: uno de cada cinco jóvenes chinos estaba sin trabajo. 

El día en que murió Jiang Zemin se levantaron las restricciones en la ciudad de Guangzhou. La noche anterior, una multitud se envalentonaba frente a los antidisturbios que, vestidos con trajes protectores blancos y cubiertos con escudos, avanzaban en formación sobre vallas derribadas mientras los rebeldes les lanzaban objetos. Al día siguiente, el gobierno local anunció el cese de la estrategia «covid cero»: equiparó la variante ómicron a una gripe, e instó a los vecinos a ser responsables de sí mismos. A Guangzhou le siguieron Chongqing y otras urbes, y se empezó a hablar de que a finales de enero acabaría el aislamiento. Así, de la noche a la mañana, China eliminó toda sospecha de un virus que había sido adjetivado como altamente peligroso y mortal.

«Esta reapertura no estaba planeada, fue una decisión repentina. China no tenía un plan de salida y no estaba para nada preparada», dijo en una entrevista en enero de 2023 Yonden Lhatoo, antiguo editor del diario de pago más creíble de Hong Kong, South China Morning Post, actualmente propiedad del grupo Alibaba. Un ejemplo: el desabastecimiento de las farmacias. Hasta entonces, quien quería comprar un medicamento para aliviar síntomas de fiebre o resfriado debía hacer una declaración escrita. De modo automático, su QR de salud se volvía naranja o rojo. Convertirse en sospechoso potencial de covid le impedía circular con normalidad. «La industria farmacéutica había dejado de producirlos por la política “covid cero”», aseguró Lhatoo

 

HACIA EL AÑO DEL CONEJO

En el momento del anuncio de apertura —que fue diferente en cada región—, los chinos entraron en pánico: no se atrevían a salir. Las calles de las megaciudades estaban desiertas, la gente se quedó en casa hirviendo jengibre para reforzar el sistema inmunológico, compró por las apps de servicio a domicilio Elema y Meituan tarros de melocotón en almíbar —una especie de capricho-placebo para curar enfermedades— y se lanzó a la búsqueda del tesoro de las medicinas. Por Weixin circulaban memes con las más cotizadas: el nombre de Chanel encima de una caja de Flowflex, un kit de prueba de covid-19; Prada encima de Nin Jiom Pei Pa Koa, un jarabe de regaliz para la tos; Burberry sobre una caja de aspirinas Bayer contra la fiebre.

Cuando la población china por fin salió, a principios de diciembre, hubo olas de casos positivos y las noticias resultaron confusas. El Ministerio de Sanidad dejó de contar a los asintomáticos a mediados de ese mismo mes, dada la rápida propagación. Y, en cuanto a las muertes, aseguró que estaba todo controlado. Que si en el encierro de Shanghái —el más ruidoso—, que se alargó del 1 de abril al 1 de junio de 2022, hubo 588 muertes y unas 600.000 infecciones. Que si en Xinjiang los casos positivos fueron solo 3 089 y nadie murió. Pero las redes mostraban otra realidad: hospitales abarrotados y crematorios desbordados.

Las pautas de la Comisión Nacional de Salud de China establecían que solo aquellos «cuya muerte está causada por neumonía e insuficiencia respiratoria después de contraer el virus se clasifican como muertes por covid». Una definición que a la OMS le pareció bastante limitada: «Quienes mueren de covid mueren por fallos de muchos sistemas diferentes, debido a la gravedad de la infección. Por lo tanto, limitar un diagnóstico (…) subestimará en gran medida el verdadero número de defunciones», dijo Michael Ryan, jefe de emergencias de la Organización Mundial de la Salud.

Vigilia con velas la noche del 27 de noviembre de 2022 en la Universidad de Chicago por el incendio de Urümqi. FOTO: Wikimedia Commons

Según un estudio de la Universidad de Hong Kong de mediados de diciembre, se estimó, de cara a la apertura de fronteras, que las muertes por infección del virus ascenderían a casi un millón en una población que supera los 1.400 millones de personas. Puede que por la presión de la OMS, que pidió más datos «rápidos, regulares y fiables», o puede que por la poca credibilidad de las solo doce muertes registradas en todo el mes de noviembre, China decidió hacer un nuevo recuento. Y el 15 de enero publicó sus cifras oficiales: 59.938 muertes en todo el país desde el 8 de diciembre. Unos días después, el 19 de enero, actualizó también su porcentaje total de vacunación: 89,52 por ciento.

Liuanhuaming, decía un poema de la dinastía Tang, el Siglo de Oro chino: «Los sauces son oscuros y las flores brillantes». Por fin la luz al final del túnel. Las líneas de teléfono arden, los billetes de tren se agotan, la gente empapela los dinteles de sus puertas con poesías chinas, compra los icónicos caramelos del Conejo Blanco Dabaitu naitang, cuelgan pósters con liebres enjoyadas y, en las redes, fotos de una pletórica Michelle Yeoh, la actriz de origen malayo, con su Globo de Oro. Los que aún se preocupan del virus no hacen planes, y los que planean viajar al extranjero piden cita para su última —su increíblemente última— PCR. 

La fecha de apertura de fronteras con Hong Kong se anunció para el 8 de enero, y ese mismo día, a las ocho de la tarde, 45.000 personas cruzaron en ferry a la China continental para reunirse con su familia. El Ministerio de Transportes estimó dos mil millones de traslados en los siguientes cuarenta días desde el 8 de enero, el doble que en 2021 y un 70 por ciento más respecto a 2019. La cifra incluía el periodo vacacional del Año Nuevo Chino, entre el 21 y el 27 de enero, que antes de la pandemia provocaba las mayores migraciones del país.

Un estudiante de la Universidad de Hong Kong sostiene un folio en blanco en señal de protesta. FOTO: Wikimedia Commons

«Los chinos disfrutan de un cálido y seguro Festival de Primavera», rezaban los titulares del Global Times, el periódico insignia del Gobierno, durante las vacaciones, enmarcados entre dragones dorados, luces y caras sonrientes. «A diferencia de algunos informes de los medios occidentales, que predijeron que las áreas rurales y las ciudades pequeñas de China verían infecciones masivas después de las vacaciones, (…) la cantidad de casos positivos ha disminuido en gran medida (…) y las megaciudades ya han superado el pico de infección». 

Así despunta el año del conejo, el animal que tiene el mayor equilibrio de fuerzas yin y yang de todo el zodiaco chino. El conejo representa la protección, el afecto y la magia. Este es el año del fin de la pandemia.