Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La debacle demócrata en Estados Unidos

Esteban López-Escobar Profesor emérito de la Facultad de Comunicación. Presidió la World Association for Public Opinion Research (WAPOR) en 2005 y 2006.

Los ocho años de mandato del primer presidente afroamericano supusieron un lastre para Hillary Clinton en su camino hacia la Casa Blanca. Al descontento de los estadounidenses con las medidas demócratas se sumaron los errores de la candidata para conquistar a los indecisos. La llamada «venganza de los deplorables» inclinó la balanza a favor de Trump.


El 18 de enero, Barack Obama, 55 años, presidente saliente de los Estados Unidos, celebró su última rueda de prensa con los periodistas acreditados en la Casa Blanca. El 20 de enero, siguiendo la tradición política, Donald Trump, 70 años, juró su cargo en Washington D. C. como cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos ante la fachada oeste del Capitolio, The Hill, sede de la Cámara de Representantes y del Senado. ¿Cómo ha llegado a la presidencia este empresario sin experiencia política o militar, tras derrotar en las primarias a los numerosos candidatos republicanos? ¿Cómo pudo vencer a su rival del Partido Demócrata, Hillary Clinton, en las elecciones del 8 de noviembre de 2016? Aquel día, más de setenta y un millones de personas siguieron por la televisión o por las redes sociales la victoria de Trump, con la que culminaba la debacle demócrata tras dos mandatos de Obama, uno de los presidentes con mayor atractivo personal. Edward Morrisey publicó en The Week un artículo titulado «La catastrófica caída del Partido Demócrata».

Obama se despidió con un bello discurso en Chicago, pero dejando a su partido en situación precaria. Desde que accedió a la presidencia en 2009, los republicanos han consolidado una mayoría tanto en la Cámara de Representantes (241 frente a 194) como en el Senado (52 contra 48). Solo pertenecen al Partido Demócrata dieciséis de los cincuenta gobernadores estatales, apenas domina un tercio de cámaras legislativas estatales (31 de las 99) y solo ha obtenido la mayoría en uno de cada seis condados. Por su parte, los republicanos ocupan ahora 4 170 escaños en esas cámaras, frente a los 3 129 de los demócratas: mil escaños más que en 2008, cuando se eligió a Obama. Finalmente, aunque Obama se retira con un alto índice promedio de aprobación (más del 54 por ciento), deja un país más dividido que nunca, de acuerdo con la serie de encuestas de Gallup, aunque esta polarización sea una tendencia progresiva.

A esas calamidades de los demócratas hay que añadir la derrota de Hillary Clinton a pesar de haber obtenido casi tres millones más de votos populares que su contrincante. En realidad, nada sorprendente, si tenemos en cuenta que en California y Nueva York —estados en los que Trump apenas hizo campaña— Clinton consiguió alrededor de 5 800 000 votos más que su oponente.

Sin embargo, la estrategia electoral de Trump resultó acertada; con poco más de cien mil votos de diferencia en su conjunto, triunfó en tres estados decisivos, Pennsylvania, Wisconsin y Michigan que le aportaron cuarenta y seis votos electorales cruciales. Como se ha escrito, el equipo de Clinton no detectó los riesgos que corrían en estados que daban por ganados y mantuvo fielmente su modelo de campaña. Al final, Hillary no ha logrado ser la primera presidenta de los Estados Unidos; y, como contraste, otra mujer —la republicana Killyanne Conway— ha sido la primera mujer que ha dirigido con éxito la campaña de un candidato a presidente.

A la derrota personal de Hillary Clinton, se unió la de los demócratas en todos los frentes, una derrota anunciada por su progresiva decadencia con Obama, cuya participación en la campaña no aportó nada en Florida, Carolina del Norte y Ohio, en donde declaró que votar a favor de Hillary era votar por su legado. El problema es que la mitad del país lo rechazaba, tras experimentar el significado real de sus tres eslóganes electorales en 2008: Change We Need («El cambio que necesitamos»), Yes, We Can («Sí, podemos») y Hope («Esperanza»).

Hillary tuvo que cargar con el legado de Obama, pero no heredó su coalición de votantes, compuesta por las principales minorías (hispanos, negros, asiáticos, jóvenes y mujeres con altos niveles de instrucción); y tuvo que afrontar el descontento de los estadounidenses que habían sufrido la sordera del presidente. En resumen, en 2016 los estadounidenses se han inclinado por un cambio hacia lo menos malo.

A medida que se calma la decepción de quienes deseaban la derrota de Trump, se van publicando análisis sobre los ocho años de mandato del primer presidente afroamericano. Entre los aspectos más relevantes de su presidencia destaca la ruptura partidaria de una nación más empobrecida en términos sociales y con una tensión racial evidente.

Michael Dimock, presidente del Pew Research Center, en su nota «How America Changed during Barack Obama’s Presidency», señala que la actual división estadounidense es la más grande de las últimas seis décadas. No se trata solo de la diferente opinión sobre el presidente saliente (solo el 14 por ciento de los republicanos lo aprueban, frente al 81 por ciento de los demócratas), sino que, por razones diversas y complejas, la escisión se aprecia en muchas políticas clave (como inmigración, control de armas, cambio climático, etcétera).

Al alcanzar la presidencia en 2008, Obama encandiló al mundo con la esperanza de un futuro mejor, pero bajo su presidencia los más ricos han visto cómo crecía su patrimonio y disminuía el de los demás: en 2013, el 1 por ciento de la población controlaba casi el 37 por ciento de la riqueza nacional. Es decir, al mismo tiempo que la pobreza crecía, la política demócrata favoreció a los bancos e instituciones financieras. Mientras que con Reagan como presidente el número de pobres se redujo en más de tres millones y medio, con Obama el número de pobres se incrementó en más de tres millones. La tasa de pobreza ha crecido incluso más durante los años de la presidencia de Obama que durante los años en que George W. Bush fue presidente.

Recientemente, la Young American Foundation ha publicado su último índice de pobreza juvenil que arroja datos significativos: durante los dos mandatos de Obama, ha crecido en un 36 por ciento. En 2008, treinta millones de estadounidenses recibían subsidios para alimentación; en 2014, eran ya cuarenta y seis millones y medio.

En otro plano, la campaña de Obama de 2008 suscitó gran entusiasmo por la posibilidad de alcanzar unos Estados Unidos pos-raciales. Poco después de que jurara su cargo, un 62 por ciento de estadounidenses pensaban que las relaciones raciales eran generalmente malas. Hoy, tras ocho años y según estudios recientes de Pew Research Center, el 19 por ciento de los ciudadanos considera que las relaciones raciales han mejorado, un 38 piensa que se han deteriorado, y el 41 que las cosas siguen igual. El filósofo afroamericano Cornel West, miembro de Socialistas Democráticos de América y profesor en la Universidad de Princeton sobre cuestiones de raza, género y clase en la sociedad, acaba de publicar un artículo en The Guardian, que concluye que el candidato de la esperanza y el cambio ha dejado un triste legado.

Unas elecciones sorprendentes

Si todos los procesos electorales son diferentes, el de 2016 ha resultado particularmente sorprendente. Se inició con unas elecciones primarias con demasiados candidatos en el Partido Republicano, y dos principales en el demócrata, Clinton y Bernie Sanders, que desde el comienzo se acusaron de mentir. Más tarde diversas fuentes periodísticas reforzaron la idea de que ambos mentían. Hillary Clinton encontró un sólido competidor en el veterano senador Bernie Sanders, pero ella era la candidata del aparato (establishment) demócrata y del frente de los medios de comunicación libertarios. En realidad, muchos se han planteado estas elecciones como la elección de un mal menor. Y el lingüista y filósofo izquierdista Noam Chomsky, a toro pasado, ha declarado que bastantes libertarios cometieron el error de no votar a Hillary Clinton, ni siquiera como un mal menor.

Donald J. Trump se impuso como candidato en un partido que inicialmente lo rechazaba. En julio de 2016, ambas formaciones políticas ya habían celebrado sus convenciones para proclamar a sus candidatos a la presidencia y vicepresidencia: los republicanos, en Cleveland (Ohio), donde se eligió a Donald Trump y Mike Pence para competir con los demócratas Hillary Clinton y Tim Kaine, proclamados en Filadelfia. Frank Luntz, consultor político, en un análisis sobre «el mito del votante indeciso», afirmaba entonces que a los votantes indecisos no les gustaba Trump, pero tampoco Hillary. No se atrevía a decir quién iba a ganar porque la situación política no tenía precedentes en su deterioro, y sí aseguraba que una parte de los indecisos se inclinaría por la persona que creía que estaba «de su lado». A finales de ese mismo mes de julio, una encuesta de CNN aseguró que el 61 por ciento de los votantes no consideraba «honesto y fiable» a Trump, pero que el 65 por ciento decía lo mismo de Clinton.

La conocida columnista de The Wall Street Journal Peggy Noonan publicó el pasado diciembre un artículo afirmando que las palabras más inteligentes que había escuchado en 2016 las había dicho el senador negro Tim Scott. Este había afirmado que la elección era impermeable a las encuestas, es decir, no iban a servir de nada porque la gente no quería confesar su voto. Durante un tiempo, las encuestas predijeron la victoria de Hillary, pero, poco a poco, la victoria de Trump pasó de «posible» a «creíble». Un pronóstico temprano lo aportó Allan Lichtman, profesor de Historia de la American University, que desde hace treinta y dos años basa sus predicciones en un método propio que explica en su libro Predicting the Next President. Lichtman afirmó que su estimación indicaba una victoria de Trump. La derrota de Hillary Clinton pasó a ser «posible»; y se convirtió en «probable» cuando la elección era ya inminente. Aunque las encuestas de alcance nacional la favorecían, en un país que elige al presidente por los votos electorales, y no por el voto popular, las que importan son las de cada estado. Así lo advirtió Jim Messina, el jefe de la segunda campaña electoral de Obama, el 3 de noviembre en The New York Times: «las mejores campañas ni se molestan por las encuestas nacionales» porque lo que importa es lo que se vota en cada Estado.

Cuatro días después, víspera de la jornada electoral, el Cooperative Congressional Election Study (CCES), vinculado a la Universidad de Harvard, publicó resultados inquietantes para Clinton. Entre el 4 de octubre y el 6 de noviembre, el CCES había entrevistado a 117 316 personas, por lo que su estudio aportaba muestras representativas de cada uno de los cincuenta estados. El estudio afirmaba que no se podía asegurar qué candidato llevaba ventaja en varios estados clave, teniendo en cuenta los márgenes de error.

La víspera de la elección, y sin mayores explicaciones, el equipo de Hillary canceló los fuegos artificiales para la celebración de su presunta victoria. Se trató de una sabia decisión que evitó el ridículo que Clinton habría tenido que añadir a la amargura del fracaso. Porque, sin duda, debió de ser un trago amargo escuchar los resultados y ver a John Podesta, su jefe de campaña, despidiendo a quienes se habían reunido para aclamarla con un «Váyanse a casa, porque aún no se han contado todos los votos».

La tormenta electoral

Los resultados del 8 de noviembre desencadenaron una tormenta política y mediática de grandes dimensiones porque la derrota de Hillary ha sido también la de quienes la apoyaron económicamente, la de quienes gestionaron su campaña y la de buena parte de los llamados main stream media, aunque la información sobre ella resultara finalmente menos favorable.

En las últimas horas del 19 de diciembre seguí el canal vídeo del diario The Statesman de Austin (Texas), que transmitía en directo la votación de los representantes tejanos en esa jornada en la que todos los miembros del colegio electoral, Estado por Estado, elegían secretamente al candidato para presidir el país entre 2017 y 2020.

Los resultados de la votación —una vez que Michigan se decantó por Trump el 28 de noviembre— otorgaban 308 votos electorales a Trump y 232 a Hillary Clinton. Sin embargo, al final del día 19, dos de los presuntos electores de Trump votaron a otro candidato; y cinco de los posibles votantes de Clinton propusieron a un candidato diferente. De todos modos, cuando se anunciaron los resultados de Texas, Trump superaba ya los 270 votos electorales necesarios para ser proclamado presidente. Al final recibió 304, y Hillary 227. Y estos son los votos que cuentan en el sistema constitucional estadounidense.

La venganza de los «deplorables»

Para Clinton, la derrota habrá sido muy dolorosa. Sobre todo después de haber gastado 703 millones de dólares en su campaña: más del doble que Trump (322 millones), como desvela OpenSecrets, página web del Center for Responsive Politics. La reacción del entorno de Hillary fue buscar un chivo al que atribuir el desastre: las redes sociales (social media), las noticias falsas (fake news), las máquinas y las personas que hicieron el recuento de los votos o los rusos y su propaganda anti-Clinton. Menos la propia candidata y su equipo, todos los demás eran culpables. Un análisis profundo de la campaña electoral permite descubrir puntos especialmente críticos. Uno de ellos, la intervención de Hillary el viernes 9 de septiembre en la gala que le organizó el colectivo LGTB (lesbianas, gays, transexuales y bisexuales), donde dijo que se podía poner en «el cesto de los deplorables» a la mitad de los que apoyaban a Trump, gente «irredimible pero, afortunadamente, no estadounidense».

Diane Hessan, directora de una empresa dedicada al estudio del comportamiento de los consumidores, y colaboradora en la campaña de Clinton, escribió en The Boston Globe el 21 de noviembre un artículo iluminador sobre el comportamiento de los indecisos. Hessan vio que hubo un momento concreto en el que los indecisos comenzaron a inclinarse por Trump. Ese instante, sin embargo, no coincidió con las declaraciones del director del FBI, James Comey, ni tuvo que ver con la «niebla de Bengasi» (la narrativa oficial del cruento ataque contra el consulado norteamericano en esa ciudad tan bien relatado en la película 13 horas). Tampoco con los correos electrónicos del entorno del Partido Demócrata —algunos verdaderamente explosivos y que se filtraron en la campaña— donde se relataban presiones y chantajes para favorecer a Clinton. El cambio se produjo, sobre todo, el fin de semana que siguió a la gala en la que Hillary colocó a la mitad de quienes apoyaban a Trump en el «cesto de los deplorables». Artículos publicados recientemente han aludido a «la venganza de los deplorables».

¿La caja de pandora?

Muchos nos preguntamos si, con esta elección, los estadounidenses han abierto la caja de Pandora. Trump, tremendamente efectivo en Twitter, inauguró su mandato con un enfrentamiento con parte de los medios favorables al Partido Demócrata, que recientemente se ha extendido al conjunto de los periodistas. Por otro lado, los medios han perdido bastante credibilidad: según datos de Gallup, si en 2009 un 45 por ciento de encuestados confiaban «mucho» o «bastante» en los medios de comunicación, en 2016 el porcentaje se redujo al 32 por ciento. Resulta interesante que hayan sido los comprendidos entre 18 y 49 años quienes menos confíen: solo el 26 por ciento, veinte puntos de pérdida en ocho años.

El presidente Obama hizo sus campañas electorales con poesía, pero luego no la tradujo en una prosa aceptable que asegurara su relevo con Hillary Clinton. Según el republicano Newt Gingrich, el legado de Obama quedará reducido al tamaño de una pelota de golf, metáfora que parece exagerada pero que, sin duda, obligará al Partido Demócrata a reflexionar: no podrá volver a ganar mientras no reconozca los errores de estos ocho años.

La presidencia de Trump comienza con una posición muy sólida de los republicanos. Es posible que, con él, la «caja de Pandora» extienda sus males sobre el país; pero, como relata el mito, cuando se logra cerrar la caja, regalo de Zeus, en su fondo se encuentra Elpis, el espíritu de la esperanza.