Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El alma de una guerra eterna

Texto: Fermín Torrano Echeandía [Com 18]  Fotografía:  Miguel Osés  

Nacieron a 460 kilómetros de distancia y jamás se habrían conocido sin el estallido del conflicto del Donbás (Ucrania) en 2014. Una experiencia cercana a la muerte y un mensaje en Facebook transformaron su relación en el compromiso de salvar a una generación crecida bajo las bombas y el odio. La historia de Andrii Polukhin y Olga Vovk es la de un matrimonio joven en el frente de guerra, pero también el reflejo de un país que no se rinde a pesar de las derrotas.


A oscuras y con el frío invierno de un 18 de enero en el este de Ucrania, un coche se acerca al aeropuerto de Donetsk a recoger heridos. Sin tiempo para cargar los cuerpos de los soldados, el segundo disparo de un lanzagranadas impacta en el vehículo y el chófer comienza a arder. El automóvil está en llamas, la terminal está en llamas. Son ocho meses de asedio y más de ciento sesenta muertos. Apenas quedan tres días para la derrota a manos de los rebeldes prorrusos. Vova —así se llamaba el conductor— tan solo durará unas horas más. Su muerte y la llegada inesperada de un oficial de sus filas para preparar la última barricada con basura y escombros tiene un único significado: nadie acudirá al rescate de los aguerridos ucranianos.

La escasez de agua apremia, la moral está por los suelos. «Empiezas a pensar en la muerte», recuerda Andrii Polukhin, capellán militar. Los días y las noches traen un goteo constante de nuevas bajas, y el material quirúrgico para las heridas más graves se termina. Entonces llega la calma. Quizás se pueda aguantar, quizás solo es cansancio, quizás Kiev envíe refuerzos.

Son las 3:30 a. m. y hay un nuevo aviso: un convoy marcha hacia la terminal. Una hora después, el vehículo aparecerá. «Y empezamos a cargar», explica Polulkhin. Los cuerpos se apilan. La adrenalina mitiga el dolor del voluntario religioso, que lleva tres días con cortes en las extremidades. Cuando todo está listo para regresar al coche, el médico le obliga a marcharse. El espacio es tan reducido en el carro blindado que los cadáveres los atan al techo. Andrii se aprieta contra la puerta trasera. Poco después, escucha que el vehículo se detiene. Bombardean la carretera y no hay marcha atrás. El conductor acelera, los proyectiles explotan al golpear el suelo. Todo parece que va a salir mal. Minutos después, un soldado abre la puerta y Andrii cae al suelo. «¿Y tú qué haces ahí?», le pregunta. Él no responde, está tan cansado…

 

Svitlodarsk  es una localidad industrial donde viven 11.000 personas. En 2013, 12.000, y antes, más. La cercanía del frente la está despoblando | MIGUEL OSÉS

 

Olga Vovk entrechoca las sartenes mientras friega. La cama de su dormitorio se ha convertido en un improvisado expositor militar. Dice que prefiere no oír, pero se acerca de vez en cuando y matiza algunas palabras de su marido. Ha escuchado muchas veces la historia en la que Andrii estuvo a punto de morir. En aquel momento todavía no estaban casados, ni siquiera eran pareja. Sin aquel providencial convoy que nadie esperaba ya, Olga jamás le hubiera escrito a través de Facebook un mensaje que dio inicio a una amistad fraguada en una iglesia de Kiev y que acabó en boda tres años más tarde, en 2018.

Desde entonces, viven en el único apartamento con luces de colores de la triste Svitlodarsk, una ciudad industrial de once mil almas en el frente ucraniano. A pesar de su juventud —veinticinco años ella y cinco más él— saben que está en juego el futuro de su país y el de una región que lleva desde 2014 hundiéndose en las trincheras. Un conflicto que, según Naciones Unidas, ha dejado cerca de catorce mil muertos y que paradójicamente les ha unido para siempre. La de Olga Vovk y Andrii Polukhin es la historia de una artista bohemia y un capellán militar protestante. La de una chica del oeste y un chico de la capital. La de una hija de militares ucranianos y el vástago de un inmigrante ruso. La de una voluntaria que trata de curar las heridas emocionales de los más pequeños y un héroe de guerra herido en combate.

Su batalla constante —quizás estéril— puede compararse con la memorable resistencia del ejército ucraniano en el aeropuerto de Donetsk entre mayo de 2014 y enero de 2015. Fueron ocho meses de asedio y muerte que terminaron en derrota pero que levantaron el orgullo de una nación.

 

Andrii Polukhin se alistó como voluntario religioso en el Ejército ucraniano. Su primera misión, en 2015, fue el sitio del aeropuerto de Donetsk | MIGUEL OSÉS

 

No sé quién defiende el aeropuerto, llevamos tres meses sin poder echarlos […]Hemos disparado multitud de misiles y se esconden en los túneles subterráneos. No sé quiénes están allí, pero no son humanos. Son cyborgs». Había desesperación en el mensaje que los ucranianos interceptaron a un militante separatista de la autoproclamada República Popular de Donetsk. Pero también respeto hacia un grupo de soldados y voluntarios que soportaron doscientos cuarenta y dos días de sitio.

En aquel edificio destruido empezó la vida militar de Andrii en 2015, sustituyendo al anterior capellán, al que en menos de veinticuatro horas hirieron gravemente. Las paredes de la terminal temblaban por los impactos de los tanques. Los ojos de los veteranos revelaban que algo no iba bien. La torre de control se había desmoronado. Al tercer día en aquella ratonera, la metralla de un proyectil impactó en los hombros y las piernas de Andrii. Quedaban cinco jornadas para la victoria prorrusa —o «los terroristas», como él prefiere llamarlos— y medio centenar de hombres sucios y exhaustos permanecía arrinconado en una esquina del aeropuerto. Mientras unos le gritaban que se resguardara, él decidió exponerse para salvar a un compañero maltrecho que yacía en mitad de la sala. Aguantó tres días más pertrechado con su chaleco antibalas de veinte kilos. La última madrugada, pasadas las 4:30, un vehículo llegó hasta su posición para evacuar heridos y cadáveres. Le obligaron a montar. Fue el último en subir al vehículo, el penúltimo carro que abandonó aquel infierno. El restó de los militares ucranianos terminaron muertos o capturados por el enemigo.

 

Olga es licenciada en Bellas Artes. En la ONG, ella ayuda a los niños del Donbás a reconciliarse con la vida a través de la pintura | MIGUEL OSÉS

 

En su galardonado El encanto de la batalla, Cathal Nolan, director del Instituto Internacional de Historia de la Universidad de Boston, explica cómo el término «decisión» es más útil para analizar el resultado de una guerra que el concepto de victoria o derrota. Lo que vuelve decisivas a muchas contiendas —teoriza— no es el éxito, sino su capacidad para generar cambios a través de decisiones políticas y sociales.

Quizá fuera ese, precisamente, el logro de los cyborgs en Ucrania, tras casi un año apilando féretros a lo largo de la línea del frente. Si aquel puñado de hombres sobrepasados en número resistió en la «pequeña Stalingrado», ¿por qué no iban a poder miles de voluntarios con meses de experiencia? ¿Qué pasaría cuando el Gobierno profesionalizase el Ejército gracias al impuesto creado en 2014 para sufragarlo?

Sus pírricas victorias antes de la derrota final más la negativa a rendirse definen muy bien el espíritu de la sociedad ucraniana. Un pueblo que en 2004 anuló el resultado de unas elecciones amañadas gracias a sus protestas en la llamada Revolución Naranja. Una nación que diez años después obligó a huir en helicóptero a Viktor Yanukovych, entonces presidente, tras incumplir sus promesas de acercamiento a la Unión Europea. La represión del Maidán dejó un centenar de muertos en las calles de Kiev y Moscú lo aprovechó para invadir Crimea y apoyar la ocupación de Donetsk y Luhansk. El Donbás, como se conoce la región, da nombre a un conflicto que ha estado a punto de saltar por los aires siete años después de su inicio.

En abril de 2021, Rusia desplegó más de cien mil efectivos en la frontera, mientras las bajas de las fuerzas armadas ucranianas aumentaban en un goteo lento pero incesante. Con la Unión Europea mostrando su «profunda preocupación» ante la mayor movilización de tropas desde 2014, Ucrania presionó sin demasiado éxito para acelerar su entrada en la OTAN. Desde entonces, los informes de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) revelan cientos de violaciones diarias del alto al fuego. Una misión de transparencia y vigilancia que puede haber terminado; el 30 de septiembre de 2021, Rusia no renovó el acuerdo para que el organismo continuara trabajando en el territorio ocupado y su frontera. En Kiev alertan de que una guerra abierta podría estallar en cualquier momento. [Nota del editor: este texto se publicó en papel en diciembre de 2021. A finales de enero de 2022, la situación es crítica y los noticieros de todo el mundo hablan de una guerra inminente en Ucrania].

 

Andrii y Olga se casaron y viven dedicados a los niños del frente. Su piso, lleno de color, contrasta con el tenebroso gris soviético de la ciudad | MIGUEL OSÉS

 

En esta calma tensa, los ejércitos llevan años en las mismas posiciones y los desplazados internos —menos de 800.000 a finales de 2020— se han reducido a la mitad. Mejoras que no podrían comprenderse sin la ayuda internacional y el apoyo económico estadounidense, pero tampoco sin la decisión que tomaron miles de ciudadanos de a pie al lanzarse a las trincheras para defender la integridad territorial de su país.

En aquellos días, cientos de voluntarios organizaron la ayuda humanitaria, y chicos con cara de niño murieron con fusiles en mal estado entre los brazos. Al mismo tiempo, la división identitaria se propagó de la mano del odio por todo el Estado. La toponimia, el idioma e incluso el acento siguen siendo motivos de sospecha. Cualquier vecino que esté viendo la televisión rusa —teóricamente bloqueada desde Kiev—se hace candidato a que lo consideren un espía. A alguien que esté hablando ucraniano se le tilda de banderivtsi, o fascista, en referencia a Stepan Bandera. Este líder nacionalista es una de las figuras más polémicas en la historia ucraniana: terrorista nazi para unos; promotor de la independencia contra la URSS y Alemania para otros. Por eso, en las poblaciones del frente que están fuera de tiro, las bombas preocupan menos que las miradas, los comentarios y los escupitajos. Las primeras se escuchan, todo lo demás duele.


 

Abril de 2021. Se tapian algunas ventanas en el este. Los estallidos suenan cada vez más cerca. La cadencia de los disparos se ha incrementado en las últimas semanas y todas las conversaciones giran en torno a la guerra. Olga resopla: está agotada. Ya no tiene ganas de hacer el tonto como hace dos años. Teníamos la misma edad —23— y la noche anterior a viajar a Svitlodarsk quiso enseñarme la «música tradicional» del Donbás. El mensaje de voz parecía vacío hasta que las explosiones empezaron a acumularse: pum, pum, pum-pum, pum... El audio terminaba con una carcajada y susurrándole a un gato. No estaba loca. Días después comprendí que tan solo era una persona feliz en un lugar violento.

Ahora está asustada y harta de las continuas «agresiones rusas». Ya no ríe, y sus ojos tristes se encienden únicamente al hablar de su marido y al cruzar la puerta de VPN, la organización que montaron cinco jóvenes que soñaban con cambiar el mundo a través de la infancia. El nombre hace referencia a las redes privadas virtuales, una forma de navegar en internet lejos de la vigilancia de los algoritmos. Es una metáfora de un espacio en el que ser libre, sin importar el origen o el pasado. Una antigua sucursal bancaria convertida en un local seguro donde la ideología y las diferencias económicas no caben. Organizan talleres, conciertos, noches de cine y seminarios con profesionales. Utilizan la biblioteca, los ordenadores o los juegos de mesa como medios para alejar del rencor a los más pequeños. Son víctimas de la guerra, pero también de familias sumidas en la pobreza, el alcohol y las drogas.

 

En Svitlodarsk, donde el 75% de los habitantes habla ruso, el idioma y la procedencia resultan siempre sospechosos para alguien | MIGUEL OSÉS

 

Hay entre esos niños biografías como la de Daniel, de once años, que pesca en el lago y vende en el mercado para alimentar a sus parientes y a los perros abandonados de la ciudad. O la de Vlada, una chica de catorce que solo tiene dos amigas —el resto huyó cuando cayeron las primeras bombas— y ahora teme quedarse sola. Son historias llenas de grises que se pintan en negro, por eso Olga trata de abordarlas con arteterapia desde hace un año, gracias a un proyecto con Voices of Children, otra ONG del frente ucraniano.

«En Toretsk, por ejemplo, tenemos un chico que no deja de dibujar personas ahorcadas en árboles y siempre con tonos oscuros —cuenta bajando la voz—. Al principio era un poco escéptica con esto, pero he visto cómo cambian a la vez la paleta de colores y los temas de conversación. Me siento con ellos, les escucho, les animo y luego traslado mis impresiones a la psicóloga para planificar el trabajo».

Ahogada por la emoción de estas historias, Olga intenta ser fiel a unos versos de la poeta Lesya Ukrainka que lleva tatuados en su cuerpo: «Cuando no lloro, hago bromas». Y sonríe al reconocer que las sesiones pueden llegar a torturar a una licenciada en Bellas Artes. «Para mí es lo contrario a terapia: no puedo ver algunas mezclas o fallos. ¡A veces me quiero tirar del pelo!». Sin embargo, hay orgullo en sus palabras. Al hablar de los menores regresa la vitalidad que los meses de pandemia, alejada de los niños, parecen haberle robado. No es sencillo, asegura, seguir peleando a 1.300 kilómetros de su hogar, sin más amigos que su marido y el pastor que coordina la organización. Menos aún cuando figuras relevantes, como el director del colegio, les dicen a las familias que «los ucranianos de VPN asesinan a niños». 

 

Las oficinas que ocupaba un banco son el local donde la ONG VPN desarrolla sus actividades con los niños del frente de guerra | MIGUEL OSÉS

 

Se acaba el grechka —trigo sarraceno— de la cena, también la tarta, y Andrii Shutkevych se balancea en la hamaca del cuarto de estar de la pareja. Es el líder del centro juvenil y la única amistad de la familia en Svitlodarsk. El grupo lo completaban Aleksandr y Alla, otro matrimonio forjado en el frente. Sin sueldo fijo y con un segundo hijo a punto de nacer, decidieron marcharse en 2019, después de tres años de acoso vecinal. En una población mayoritariamente prorrusa, todos sabían que él era un desplazado por la invasión de Crimea. Lo mismo ocurre con el pasado militar de Polukhin y la procedencia de Olga. Un juicio público que se ha reducido con los años, aunque siguen sufriendo al ir a comprar el pan.

«Nadie ha dicho que vivir aquí sea fácil. Mis amigos pensaban que había perdido la cabeza, no me entendían, pero cuando me trasladé sabía que era duro: yo venía a una región con problemas para ayudar a niños que ni entienden ni son responsables de la situación política del país —explica Olga—. Vivir en el frente tiene un coste para ellos. Necesitan personas, programas, educación para tener otra mirada. Necesitan apoyo psicológico».

Del precio que ellos pagan no dicen nada. Rehúyen hablar de sí mismos tras años rodeados de personas que no disponen de la oportunidad de empaquetar todo y empezar una nueva vida en la otra punta del país. No obstante, el sacrificio es alto: ambos descartan formar una familia en esta ciudad.

«Cada año pensamos que es el momento de marcharnos, aunque mientras sintamos que somos útiles nos quedaremos. Un año, dos… los que sean. Cuando veamos que no hacemos falta o que otras personas de aquí pueden encargarse, será la señal de que ha llegado nuestra hora —confiesa Andrii—. Este no es un buen lugar para criar a un hijo. A pesar de todo, no hay que temer vivir en lugares incómodos. Tiene desventajas y es peligroso, pero somos humanos y podemos ayudar a los demás». 

Sin embargo, las fuerzas flaquean y reconocen en privado que la tentación de rehacer su vida en la capital aumenta mes a mes. Son muchos los días en los que Andrii y Olga dudan de una labor cuyos resultados ni siquiera alcanzan a intuir. ¿Cuándo da frutos la semilla de la educación? ¿Cómo medir el efecto terapéutico en la vida de un niño? ¿Qué proporción de éxito compensaría el esfuerzo de tiempo y dinero? Preguntas sin respuesta en el sofá de un matrimonio que, al igual que sus compatriotas del Maidán o el aeropuerto de Donetsk, no está dispuesto a arrojar la toalla. Su refugio es Dios, y la batalla, sacar adelante a una generación olvidada a las puertas de Europa.

 

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Categorías: Internacional, Inclusión