Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El 'big man' africano se agarra al sillón

Texto: David Soler Crespo [Com 17] Fotografía: Luis Tato  

En el último lustro, trece líderes africanos han maniobrado para saltarse la ley y aferrarse al poder. Ampliar los plazos de los mandatos presidenciales agranda una brecha generacional entre gobernantes y ciudadanos que daña la democracia en África.


Kinsasa (Congo), 19 de diciembre de 2018. Manifestación en una encrucijada del distrito de Ndjili, después de que las autoridades suspendieran la campaña electoral por motivos de seguridad | LUIS TATO

 

Bobi Wine camina con la cara seria entre una multitud. Viste un traje de chaqueta azul marino sin corbata, un pin en su solapa izquierda de la Plataforma de Unidad Nacional y su inconfundible boina roja. En ella luce una insignia redonda: el lema «People Power, Our Power» abraza el mapa de Uganda, sobre el que se sitúa un puño negro en alto. Bobi Wine es en realidad Robert Kyagulanyi, un joven del asentamiento informal de Kamwokya en Kampala, la capital, que a comienzos de siglo decidió probar suerte en la música con ese sobrenombre. Hasta hace poco más de cuatro años llevaba rastas, chándal y cantaba reggae con letras combativas y preocupadas con la actualidad de su país. Ahora, a los 39, es la mayor amenaza para el régimen del presidente, Yoweri Museveni.

El músico entró en el Parlamento en 2017 para hacer oposición a un mandatario que gobierna desde que él tenía tres años, en 1986, y, poco a poco, su popularidad ha ido creciendo hasta convertirse en el principal antagonista de Museveni. Wine se ha granjeado el apoyo de una parte de los ugandeses con la promesa de liberarles de la dictadura y se ha propuesto algo que nadie ha conseguido a lo largo de más de tres décadas: ganar a Museveni de forma pacífica y democrática. 

Wine habla el idioma del pueblo, se autoproclama «el presidente del gueto» y se dirige sin rodeos a los jóvenes. La edad media de los ugandeses es de quince años y más de tres cuartas partes de los ciudadanos no conoce a otro presidente que no sea Museveni. Hay quien considera que Wine se parece mucho a su rival en otra época. Utiliza un discurso de liberación, clama contras las élites y no tiene un programa nítido, ya que no se declara ni de derechas ni de izquierdas. 

 

Jimeta (Nigeria), 14 de febrero de 2019. Un niño baila en Ribadu Square dos días antes de las elecciones presidenciales y legislativas. Una carrera reñida en la que Muhammadu Buhari buscaba ganar un segundo mandato contra el exvicepresidente Atiku Abubakar | LUIS TATO

 

Además, comparte con el dictador su rechazo a la comunidad homosexual, perseguida en Uganda, donde las relaciones entre personas del mismo sexo son ilegales. En una de sus canciones, Wine dice «Quemad a todos los batty. Ugandeses, venid detrás de mí y pelead contra los batty», un término urbano para referirse a los hombres homosexuales. Sus letras y su posición abiertamente antigay le valieron la negativa de Reino Unido a obtener un visado para dar dos conciertos en las islas.

El 14 de enero de 2021 ambos se enfrentaron en las elecciones presidenciales más esperadas en décadas. Desde antes de la campaña, Wine y Museveni jugaban sus cartas para atraer al electorado. En marzo de 2020, el músico estrenó una pegadiza canción de reggae para concienciar de los peligros del coronavirus: «La mala noticia es que todos somos potenciales víctimas, pero la buena es que todos somos una potencial solución». Una semana después, Museveni contestaba con un vídeo en el que hacía flexiones y aparecía corriendo a sus 75 años en el despacho presidencial para pedir a la población que practicara deporte en casa. 

El dirigente olvidó que el 71% de los residentes de Kampala malvive en construcciones precarias de una sola habitación, más pequeñas incluso que su oficina. Es en esas zonas empobrecidas y urbanas donde Wine saca músculo. Durante los últimos años, Museveni ha intentado desacreditarle. Le acusa de no conocer otra realidad que la de los jóvenes de la capital y la de su propia tribu, la baganda, el mayor grupo étnico del país, con un gran poder social. En el centro de Uganda está el reino de Buganda, el más grande de los feudos tradicionales ugandeses que históricamente ha estado en tensión con el Gobierno.

 

Yola (Nigeria), 16 de febrero de 2019. Una mujer comprueba su nombre en el censo electoral, pero no pudo votar. Horas antes, las elecciones habían sido  pospuestas. Los dos principales partidos condenaron la medida y se acusaron de orquestar la demora como una forma de manipular el voto | LUIS TATO

 

En verano de 2020, Wine se alió con el líder de la oposición, Kizza Besigye, con un único objetivo: derrocar a Museveni. Desde entonces, el presidente no ha tenido reparo en utilizar a las fuerzas del Estado para reprimir a sus adversarios y asegurarse el puesto. A Wine lo arrestaron hasta en tres ocasiones en campaña y sufrió un intento de asesinato con una granada que explotó a escasos centímetros de él mientras atendía a la prensa. En una de las detenciones, el Gobierno le acusó de saltarse las medidas para prevenir el coronavirus al organizar un mitin, y tras su prendimiento las protestas acabaron con cuarenta y cinco personas muertas en dos jornadas de enfrentamientos con la policía.

El día de las elecciones, los militares cercaron su casa y pusieron a Wine bajo arresto domiciliario después de que votara, alegando que su presencia podría generar peligro de violencia callejera. Lo liberaron once días más tarde gracias a una sentencia judicial. Para entonces, Museveni se había proclamado ganador con un 58% de los votos frente al 35% de Wine. El derrotado denunció fraude y llevó el resultado a los tribunales. Al cabo de tres semanas, retiró la petición acusando a la Justicia de no ser imparcial. Museveni inició así su sexto mandato. El big man continúa agarrado al sillón.

 

PRESIDENTES DE POR VIDA

El caso de Uganda no es único en África. Museveni es uno de los cinco líderes del continente del top ten de presidentes que más tiempo llevan en el poder en el planeta. La lista la encabeza el camerunés Paul Biya, seguido de su homólogo de Guinea Ecuatorial, Teodoro Obiang. La media de edad de los dirigentes en esta región del mundo es de 62 años, mientras que la de la población es de 20, una diferencia casi cuatro veces mayor a la existente en los países de la OCDE, donde los gobernantes tienen doce años más que la media de los ciudadanos. 

Esta distancia agiganta una brecha generacional que desconecta a los mandatarios de la realidad y aumenta las posibilidades de gobernar de manera autocrática. Cuando Obiang llegó al Gobierno en 1979 todavía existía la Unión Soviética, internet no se había creado y la música se escuchaba con un nuevo aparato: el walkman. Los datos muestran que cuanto más tiempo pasa un líder en el poder más se enraízan las redes clientelares corruptas, más se erosiona el Estado de derecho y mayor es la simbiosis entre las instituciones y el gobernante

Ninguno de los cinco países con líderes más longevos en África es democrático, libre o limpio. A Camerún, Guinea Ecuatorial, República del Congo, Uganda y Eritrea se les considera regímenes autocráticos, según el ranking de democracia de The Economist, y altamente corruptos, según el barómetro de Transparencia Internacional. Tampoco son naciones libres atendiendo al índice de Freedom House.

 

Nairobi (Kenia), 26 de octubre de 2017. Una opositora en una barricada en llamas de Mathare, una zona marginal de la ciudad. Los manifestantes intentaban evitar que los votantes accedieran a un colegio electoral | LUIS TATO

 

La falta de derechos y libertades esconde una realidad cada vez más presente en África: los líderes quieren y pueden quedarse en el poder hasta morir. Hay tres razones principales que permiten entender esta situación. La primera es que los más longevos se sienten con la legitimidad para gobernar al haber participado en la lucha contra la colonización. Estos dirigentes se adjudican a sí mismos una especie de derecho divino como padres de la patria y desacreditan los logros de aquellos que nacieron en libertad. 

Esto no se circunscribe solo a los países con los gobernantes casi perpetuos, sino que también ocurre en naciones en las que sí ha habido cambio en la presidencia, pero no generacional. Es muy ilustrativo mirar al sur del continente, donde los partidos en el poder sustituyen al mandatario, pero todos provienen del mismo círculo impenetrable. Si uno intenta romper el orden, el núcleo duro se asegura de que no ocurra, como fue el caso de Zimbabue. En 2017, el propio partido en el Gobierno dio un golpe de Estado para reemplazar al octogenario Robert Mugabe tras descubrir que planeaba nombrar a su mujer, Grace Mugabe, como sucesora, en lugar de al vicepresidente, Emmerson Mnangagwa, de 78 años y exguerrillero por la independencia.

 

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Los presidentes en África tienen una media de edad de 62 años, mientras que la de la población es de 20. La brecha generacional desconecta de la realidad a los dirigentes

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Además, Sudáfrica, uno de los siete países considerados democráticos en el mapa africano, siempre ha tenido a líderes nacidos de la liberación, desde Nelson Mandela hasta el actual Cyril Ramaphosa, quien negoció con los cabecillas del apartheid la transición a la democracia.

La historia y la cultura configuran el segundo factor relacionado. En las sociedades africanas previas a la colonización, el funcionamiento tribal otorgaba al hombre de mayor edad el rango de jefe, al tener la sabiduría que le daba su experiencia. El anciano decidía temas políticos o económicos como el reparto de las tierras en un sistema de gobierno que apoyaron las potencias coloniales para extender su control lejos de la capital. En la actualidad, estas jerarquías aún tienen influencia en lugares como Uganda, donde el reino de Buganda cuenta con dieciocho saza, jefes locales que representan a sus condados.

 

Harare (Zimbabue), 30 de julio de 2018. Desde muy temprano, decenas de personas aguardan la apertura de un colegio electoral | LUIS TATO

 

En tercer término, más allá del pasado están las perspectivas de futuro poco halagüeñas al dejar el mando. En la mayoría de países africanos no existe un sistema de pensión para expresidentes, como hay en Europa o en Estados Unidos. A la falta de seguridad económica se une la desprotección jurídica que, en ocasiones, les obliga a huir. Algunos de esos líderes sospechan que sus sucesores les perseguirán y juzgarán por los actos cometidos durante su extensa presidencia, a menudo por hechos probados, pero en otras ocasiones sin pruebas y simplemente por quitarse a un rival de encima. Prometer una pensión e inmunidad a quienes pueden haber cometido atrocidades en el poder es controvertido, pero algunos asesores lo defienden como medida para renovar la cúpula y favorecer un relevo pacífico y democrático.

Sin embargo, ni siquiera entonces un exmandatario se asegura un retiro tranquilo. En Angola, José Eduardo Dos Santos aceptó en 2017 apartarse. Llevaba treinta y ocho años en el Gobierno. Lo hizo nombrando a su sucesor, Joao Lourenço, y tras asegurarse una pensión del 90% de su salario de por vida e inmunidad para su familia y él. A los pocos meses de asumir el cargo, Lourenço retiró la presidencia de la petrolera estatal a la hija de su predecesor, Isabel Dos Santos, y después la Justicia angoleña la imputó por desviar fondos públicos cuando se filtraron a los medios los Luanda Leaks, unos contratos que probaban la corrupción en la familia. Dos Santos hija era una de las mujeres más influyentes de África y se rumoreaba su salto a la política después de la retirada de su padre, lo que habría supuesto un desafío a Lourenço, que no dudó en romper filas y dejar de ser el delfín de su predecesor.

Por otro lado, el hecho de ofrecer una pensión tampoco garantiza que un líder desee dejar el poder. Costa de Marfil ofrece a los antiguos jefes de Estado una amplia lista de beneficios que incluyen 25.900 euros mensuales, los gastos de gasolina y teléfono, una casa con seis empleados, tres coches con chófer, diez agentes de seguridad y un equipo de cinco trabajadores. A pesar de ello, el expresidente Laurent Gbagbo no quiso abandonar el mando en 2010 al perder los comicios ante su rival, Alassane Ouattara, aludiendo a una farsa electoral. Comenzó una guerra civil de cinco meses que se saldó con más de tres mil muertos y con Gbagbo en el exilio, acusado ante la Corte Penal Internacional de crímenes de lesa humanidad de los que le han absuelto en marzo de este año. Gracias a esa sentencia ha vuelto a su patria.

 

LOS GOLPES DE ESTADO CONSTITUCIONALES

En la década de los noventa, la mayoría de países africanos introdujeron en sus constituciones límites a los mandatos presidenciales para evitar que los gobernantes se atrincheraran en el poder. La medida la promocionó Estados Unidos para impulsar la renovación democrática del continente y la apoyaron los organismos internacionales occidentales, exigiendo su implantación como requisito para recibir ayudas al desarrollo y préstamos.

Casi todas las naciones adoptaron esta fórmula y a día de hoy tan solo ocho de los cincuenta y cinco miembros de la Unión Africana no han tenido nunca una ley que limite la estancia en el despacho del jefe del Ejecutivo. Durante años, la medida estuvo vigente pero, conforme se agotaban los mandatos, comenzaron paulatinamente los intentos de saltarse la ley y quedarse en el Gobierno. El primero en conseguirlo fue el presidente de Guinea, Lansana Conté, en 2001, y el último ha sido en el mismo país en 2020, esta vez Alpha Condé. En total, dirigentes de dieciséis naciones lo han logrado, trece de ellos en el último lustro, lo que marca una deriva peligrosa.

 

Harare (Zimbabue), 30 de julio de 2018. Un hombre deposita su voto en un colegio electoral del barrio de Mbare. Eran los primeros comicios tras el golpe militar que derrocó a Mugabe en noviembre de 2017. El presidente «casi eterno» falleció el 6 de septiembre de 2019 a los 95 años | LUIS TATO

 

La tendencia ha llevado a bautizar a estos «golpes de Estado constitucionales» como tercermandatismo, ya que el límite habitual es de dos mandatos. El modus operandi es el siguiente: en un alto porcentaje de los casos, los presidentes reforman la constitución y modifican los años de cada mandato —a menudo de 5 a 4, o viceversa—, y ponen el contador a cero, sin efecto retroactivo. Para legitimar la medida la someten a un referéndum, que suele tener baja participación y pocas garantías democráticas, o la aprueban en el Parlamento, habitualmente bajo su control. Fácil y sencillo. La importancia de la caducidad de los mandatos se descubre en la diferencia con aquellos territorios que sí los han respetado. En total, catorce países en el continente los han acatado siempre, y en otros seis sus dirigentes han fracasado en el intento de postergar su poder. Esos son más pacíficos, democráticos y menos corruptos que los que no han cumplido la ley. Las ocho naciones en las que hay conflictos internos activos —excluyendo el yihadismo— nunca han puesto límites a los mandatos presidenciales o los han eliminado. Además, los que respetan la medida constitucional están de media cincuenta puestos por encima en el índice de corrupción de Transparencia Internacional y cuarenta y siete en el de libertades de Freedom House.

Un ejemplo claro de la funcionalidad de los periodos acotados es Ghana. El dictador Jerry Rawlings acató la ley y no se presentó a las elecciones del año 2000, que dieron paso al primer relevo de partido pacífico. Desde entonces, cada ocho años ha cambiado el Gobierno y se ha institucionalizado un respeto por el proceso electoral que ha convertido a Ghana en la referencia democrática en África Occidental, con la excepción de Cabo Verde.

 

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Los líderes más longevos son militares que lucharon contra la colonización y sienten que tienen legitimidad para gobernar de por vida

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Todo ello se refleja en el tiempo en el poder de cada dirigente por país: los que sí cumplen con los límites presidenciales están de media cuatro años y medio, por los doce de quienes no. Las estadísticas manifiestan que un candidato que se presenta a la reelección gana en un 96% de las ocasiones en África subsahariana, pero las posibilidades de su delfín se reducen al 60%. Este descenso se debe a que una cara nueva tiene difícil encontrar un equilibrio entre ganarse a los partidarios de su predecesor y separarse a su vez de él para convencer a la gente que no le votaba. Además, la lucha por la sucesión en el seno del partido del Gobierno puede pasar factura y, simultáneamente, el nuevo candidato tendrá menor capacidad para utilizar la intimidación y la represión en campaña con impunidad, al no controlar las estructuras del Estado.

 

EL TRIÁNGULO POR LA DEMOCRACIA

A pesar de la preocupante tendencia antidemocrática, hay motivos para pensar que el continente puede mejorar su registro democrático. En 2020, Malawi se convirtió en el primer país en el que un candidato de la oposición ganaba en una repetición electoral tras anularse, por fraude, las primeras urnas. 

En mayo de 2019, Peter Mutharika fue reelegido presidente por poco más de 150.000 votos. La población salió a protestar por lo que consideraban un resultado amañado tras publicarse imágenes de actas con los votos cambiados a boli sobre corrector, en las que fueron conocidas como las elecciones del típex. En febrero de 2020, la Justicia dio la razón a los opositores Lazarus Chakwera y Saulos Chilima y se convocaron de nuevo elecciones. Ambos unieron fuerzas y consiguieron acabar con dieciséis años de gobierno de la familia Mutharika entre Peter y su predecesor, su hermano Bingu.

 

Harare (Zimbabue), 30 de julio de 2018. Los observadores verifican el conteo de los votos en un colegio de la capital del país. Las elecciones se vieron ensombrecidas por acusaciones de fraude | LUIS TATO

 

El caso de Malawi ilustra el trinomio de fuerzas sociales, políticas y jurídicas que deben confluir para evitar un abuso de poder. En Guinea, las protestas contra la extensión de Condé en 2020 no sirvieron para evitar su continuación. Tres años antes, en Kenia la justicia había anulado los comicios por irregularidades pero, como no hubo una nueva comisión electoral, los opositores boicotearon la segunda votación. Por último, en Uganda se vio en enero de 2021 que el tándem de Wine y Besigye no era suficiente para vencer a la represión de Museveni, con la connivencia de las autoridades judiciales.

Los límites a los mandatos presidenciales sirven para frenar las aspiraciones autocráticas de líderes longevos, pero solo si a la vez emerge una sociedad civil que demanda la democracia y lucha por ella, una alternativa política real y unas instituciones fuertes. Por sí misma, esta medida no garantiza la democracia, ya que siempre habrá un líder dispuesto a saltarse la ley. Sin embargo, sí ayuda a romper con una dinámica de impunidad y a despertar a una población contra los intentos de sus gobernantes de perpetuarse en el poder.

 

Kano (Nigeria), 27 de febrero de 2019. Seguidores del candidato Muhammadu Buhari celebran su victoria. La reelección del presidente, que llegó al poder en 2015  después de haber ostentado el cargo en 1983, estuvo marcada por la violencia | LUIS TATO

 

La población africana es cada vez más joven, está más conectada a las redes y tiene más ganas de un relevo generacional. Las manifestaciones que derrocaron a los dictadores Abdelaziz Buteflika en Argelia y Omar al-Bashir en Sudán en 2019 lo dejan claro. En 2020 se marcó un nuevo récord con más de diez mil protestas en todo el continente. Sin embargo, el cambio de edad en el liderazgo africano sigue sin producirse y, cuando lo hace, no es democrático. En 2021, dos mandatarios de menos de cuarenta años llegaron al poder, ambos militares: Mahamat Déby en Chad y Assimi Goïta en Mali. Las caras jóvenes y partidarias de las libertades se hacen esperar en África.

 

Fotorreportaje

 

Luis Tato (Ciudad Real, 1989) es un fotoperiodista español que reside desde 2017 en Nairobi, Kenia. Interesado en las artes plásticas desde niño por influencia familiar, descubrió la fotografía mientras estudiaba Comunicación Audiovisual en Barcelona. Dio sus primeros pasos en esta disciplina de manera autodidacta y, gracias a la Beca del Carnet Joven 2014, tuvo la posibilidad de trabajar como becario en La Vanguardia, cubriendo acontecimientos locales y deportivos. Tras esta etapa, la cabecera catalana le ofreció en 2015 incorporarse al equipo de fotografía, donde coincidió con algunos de los más experimentados fotoperiodistas del país. 

 

Posteriormente, Luis decidió dar el salto a la información de carácter internacional y se trasladó a Nairobi. Allí comenzó a colaborar con la agencia internacional de noticias Agence France-Presse (AFP). Su serie de imágenes sobre las elecciones y la violencia en Kenia en 2017 le valió el prestigioso Visa d’Or Ville de Perpignan al mejor fotoperiodista joven del año en el mundo. Con AFP, ha cubierto procesos electorales en diversos países del continente africano entre otros muchos conflictos, como la guerra Fulani en Nigeria o la desigualdad derivada del coronavirus en Kenia. 

 

Asimismo, Luis realiza encargos de carácter editorial para medios internacionales como The Washington Post o The Guardian. En 2021, ganó un premio World Press Photo y fue nominado a mejor fotografía del año por su cobertura de la plaga de langostas en el este de África. Galardonado con varios de los más importantes premios de la industria, su trabajo ha sido extensamente publicado en los principales medios de comunicación del mundo.

 

 

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