Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El equilibrio de Delibes

Texto: Manuel de La-Chica [Fia Com 19] Fotografía:  Fundación Miguel Delibes  

El escritor vallisoletano Miguel Delibes, cuyo centenario se conmemoró en 2020, fue un hombre de una sola mujer, Ángeles de Castro. Su muerte prematura a los 52 años provocó en Miguel la pérdida del equilibrio. Nunca llegó a recuperarse y, de tanto recordarla, nació uno de sus mejores libros: Señora de rojo sobre fondo gris.


Cuando se apagan las luces, en el escenario solo queda una habitación vacía. Hay polvo en todas partes: sobre el escritorio, sobre la tela del cuadro que preside el habitáculo, en la estantería, encima de la mesa que acompaña al sofá, en las dos sillas enfrentadas en una de las esquinas. Justo ahí aparece un hombre desgastado. Se pasa la mano por la frente. Viste un jersey de cuello vuelto rojo, una chaqueta beis y pantalones azul oscuro. Se sienta en una de las sillas. Dice: «No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo?».

El hombre que habla es el actor José Sacristán, aunque también podemos decir que es un pintor. O un escritor que se llama Miguel Delibes (Valladolid, 1920-2010). En cualquier caso, esas palabras marcan el inicio de Señora de rojo sobre fondo gris, su obra más autobiográfica. Cuando se publicó en 1991, la crítica aseguró que era una de sus mejores novelas. Enseguida se supo que la protagonista de la historia, Ana, en realidad tenía otro nombre: Ángeles de Castro (Valladolid, 1922-Madrid, 1974), la mujer de Delibes.

 

AMD, 125, 95

 

«Él defendía que era una novela porque cambió cosas, y es verdad», explica Elisa Delibes de Castro, cuarta hija del matrimonio y presidenta de la fundación que lleva el nombre de su padre. «Pero me chirría un poco que, siendo tan autobiográfica, haya hecho alteraciones. Creo que debería haber puesto su nombre, que el protagonista tendría que haber sido escritor y no pintor… Yo todo lo hubiera puesto de verdad».

Elisa cuenta que, a pesar de los esfuerzos de Delibes por camuflar a sus personajes, los protagonistas de la novela se han ido reconociendo al leerla. Ella, por ejemplo, aparece con el nombre de Alicia. Evelio Estefanía es, en realidad, Julián Marías, amigo de la familia. Los médicos que operaron a Ángeles también se descubrieron en el relato. Hay otras obras, como El príncipe destronado —«el príncipe es mi hermano Adolfo», comenta Elisa—, en las que Delibes retrata la realidad, pero en esta fue tajante: no quería verla representada ni en el cine ni en el teatro. Era demasiado suya. Por eso, cuando Sacristán le propuso a Elisa llevarla a los escenarios, ella tuvo que pensárselo dos veces. Al principio le dejó, luego se dio cuenta de que tenía que preguntarles a sus hermanos. Al final, accedieron. «No puedes decir que el libro es bueno y el teatro es malo, porque era lo mismo pero un poco reducido —defiende Elisa—. Ahí mi padre cuenta alguna anécdota de Ángeles, como que regaba los hoteles con sus camisones porque se olvidaba todo. Ella era una mujer sencilla. Lo único que le importaba era que mi padre estuviera contento. Mucho más que los hijos y mucho más que todo».

 

UN NOVIAZGO EN BICICLETA

Miguel Delibes y Ángeles de Castro se conocieron cuando él tenía diecinueve y ella, «quince o dieciséis». Ella procedía de una familia humilde, de Sedano (Burgos), que se trasladó a Valladolid a poner una panadería. Eran tres hermanos. Al nacer Ángeles, su madre se puso muy enferma, así que la mayor parte del tiempo la criaron dos tías solteras, Elisa y Angelita. «Mi madre decía que la adoraban, le daban todos los caprichos —cuenta Elisa Delibes—. Que no fue una educación muy buena; pero sin intención de ir contra nada ni contra nadie. Lo decía porque se creía que los vestidos se planchaban solos y no la reñían nunca».

La familia del escritor, en cambio, ya tenía un cierto prestigio en el Valladolid de los años treinta. Su padre, Alfonso Delibes, dirigía la Escuela de Comercio y tuvo ocho hijos, todos con los ojos muy claros. Miguel, siguiendo sus pasos, estudió Comercio y Derecho, trabajaba en el Banco de España, hacía caricaturas para El Norte de Castilla —el periódico regional—, pescaba, cantaba, montaba en bici… «Mi madre no se podía creer que mi padre se hubiera fijado en ella —recuerda Elisa—. Le parecía una suerte que se hubiese enamorado de ella».

 

Miguel Delibes Setién  en su despacho en  Sedano (Burgos). AMD, 120, 29

 

Pero llegó la guerra y Miguel y Ángeles no se hicieron novios hasta que terminó. Para Miguel era su primera novia. También fue la última. Durante la contienda, él estuvo enrolado en el crucero Canarias año y medio. «Y en cuanto acabó el conflicto, al día siguiente —contaba el escritor en una entrevista de Radio Nacional de España (RNE) de 2008—, le dije al almirante que quería prepararme para ser alférez o capitán de navío. Si la guerra terminó el 1 de abril, el 2 ya estábamos en Madrid. Engañé al almirante. Ya no volví al barco». 

A Delibes le cautivaron la alegría y la sencillez de Ángeles. «Siempre fue bella —contaba en El País en 2007—, pero cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones». A sus hijos les decía: «Es que vosotros no conocisteis a vuestra madre cuando yo la conocí. Era muchísimo más guapa todavía».

Durante los años de noviazgo, Ángeles veraneaba en Sedano y Miguel en Molledo-Portolín (Cantabria), a cien kilómetros de distancia. «Dos seres enamorados, separados y sin dinero, lo tenían en realidad muy difícil en 1941», confiesa Delibes en Mi querida bicicleta. Si Miguel quería ir a ver a Ángeles, tenía que coger billetes para el ferrocarril y el autocar y, además, sus ahorros, aunque le bastaban para pagar el viaje, no alcanzaban para el alojamiento en Sedano. Y, claro, hasta que Miguel no ganase sus dineros, «allí no había boda, ni acercamiento y mucho menos vivir en un piso sin que nos echaran las bendiciones», como contaba en RNE en 2008. «Así que pensé en la bicicleta como transporte adecuado que no ocasionaba otro gasto que el de mis músculos», escribe Miguel en el mismo libro.

 

Miguel bailando con Ángeles  junto a Luisa de Castro  y Jesús Fragoso. AMD, 121, 76

 

La primera vez que hizo ese viaje le escribió un telegrama a su futura mujer, antes de salir: «Llegaré miércoles tarde en bicicleta; búscame alojamiento; te quiere, Miguel». «Creo que la declaración amorosa sobraba en esa circunstancia puesto que el cariño estaba suficientemente demostrado pero la generosidad de la juventud nunca tuvo límites», comentaría unos años después en su libro sobre la bicicleta.

Ese miércoles, Miguel se despertó temprano, cogió dos calzoncillos, dos camisas y un cepillo de dientes y comenzó a pedalear antes de que amaneciera. «Recuerdo aquel primer viaje de los que hice a Sedano como un día feliz —contó en su libro sobre esos trayectos en bicicleta—. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi oído proverbial, fragmentos de zarzuela sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo». Y sí, eso era lo que cantaba: «Soy el hombre más afortunado del mundo».

 

Delibes en su despacho de Sedano en la década de los setenta. AMD, 161, 37

 

Cinco años después, el 23 de abril de 1946, Miguel y Ángeles se casaron. Y ahí también les acompañaron las bicis. «Intenté incorporar a mi mujer a mis veleidades ciclistas y en la petición de mano, además de la inevitable pulsera, le regalé una bicicleta francesa de nombre Velox». Y con esa y la de Miguel, se fueron los dos a pasar la luna de miel en Molledo-Portolín. 

El segundo día Miguel le propuso hacer una excursión hasta Corrales de Buelma y ella, «con entusiasmo de recién casada» y desconociendo la ruta, aceptó. La Velox iba rapidísima y Ángeles no podía frenar. No llegaba a la palanca con la mano. Miguel, preocupado porque a la altura del pueblecito de Madernia había un paso a nivel con una valla con la que su mujer podía estrellarse, tomó «una decisión disparatada»: pegarse a la Velox y frenar las dos bicicletas a la vez sujetando el sillín. Pero no pudo. Y, con el primer tirón, Ángeles se desequilibró y, sin perder velocidad, se fue de cuneta a cuneta en un zigzag «peligrosísimo». En el segundo intento chocaron y estuvieron a punto de caer a tierra. Solo quedaba una opción: confiar. «Ante lo inevitable, alcé los ojos al cielo y pedí con unción que el paso a nivel estuviese abierto». Así fue.

 

La hija que cuida el legado de su padre

 

«Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así». Elisa Delibes de Castro (Valladolid, 1950) nació el mismo año en el que su padre escribió El camino y ese fue el primer libro que leyó de él. Lo hizo a los doce o trece años, no recuerda muy bien la fecha o el motivo, pero sí que se acercó a leerlo sin la presión de su padre. La cuarta hija de Miguel y Ángeles fue la primera que decidió dedicarse a las letras. En 1972 se matriculó en Filología Francesa siguiendo así el legado de su abuelo paterno, el novelista Federico Delibes Roux. Se casó en 1974, un mes antes del fallecimiento de su madre, pero nunca se mudó a otra casa. Vivió allí hasta 2010. Desde 2011 es patrona y presidenta de la Fundación Miguel Delibes, desde donde difunde la obra de su padre.

 

 

LO IMPORTANTE ERA EL OTRO

A Ángeles no le hacía ninguna gracia montar en bicicleta. Al menos eso es lo que cuenta su hija Elisa. «Ni andar en bici, ni cazar, ni pescar», dice. Ni tampoco los animales o el campo. «Pero mi padre no iba a ir a ningún sitio sin mi madre. Era así. Y ella se buscaba la vida para poderse ir con él a donde fuera porque también le apetecía mucho». Por eso le dijo que sí a la excursión en bici o aceptaba hacer una parada en el Najerilla para pescar cada vez que viajaban a Barcelona. Aunque ella solo pescó una vez. Miguel le compró la caña, los aparejos y le explicó: «Mira, tienes que lanzar así». Y la dejó sola cinco minutos para que lo intentara. Cuando volvió se la encontró sentada en un silletín haciendo punto. Y le preguntó: «¿Pero no pescas?». Y ella contestó: «Ya he pescado». Y le enseñó una trucha enorme.  

«Miguel pensaba que, si tenía la suerte de pescar algo, estaba asegurada la afición, pero no», recuerda Elisa. «Ángeles ya había pescado para el resto de su vida. Ahora bien, que mi padre quería que le acompañara, pues ella iba y se quedaba en el coche o se daba un paseíto. Él siempre quiso que ella fuese a todo lo que hacía, pero no lo logró y a mí me parece bueno. Cada uno siguió fiel a su estilo, y ninguno cambió al otro. Se querían mucho y ya está». 

 

Ángeles de Castro Ruiz junto a Vicentina Bobillo pescando. AMD, 121, 206

 

A Ángeles le gustaba la moda, diseñar vestidos, salir de compras, leer. De hecho, Miguel confesó en una entrevista en Cadena SER en 1999 que ella le pegó la «furia lectora». Ángeles «amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido —cuenta Delibes en Señora de rojo sobre fondo gris—. Entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primero. […] Sentía avidez por la letra impresa. Y me la contagió. Fue ella la que me aproximó a los libros, a ciertos libros y a ciertos autores. En realidad, me abrió las puertas de este mundo».

De novios, tuvieron una colección —la Universal— con ejemplares de Homero, de Teresa de Jesús, de Cervantes, de Quevedo, que se iban dedicando mutuamente. Y, cuando él empezó a escribir, su mujer leía sus borradores y los comentaba.

 

HIJOS DE TINTA Y DE CARNE

Delibes decidió presentarse al Premio Nadal de 1947 con La sombra del ciprés es alargada. Solo lo sabían su mujer—«Se la debía de saber de memoria», dice Elisa— y sus padres. En la redacción del periódico no eran conscientes de que podían tener al ganador allí mismo. Se enteraron al leer el teletipo de la noticia: Miguel Delibes, premio Nadal 1947 por su primera novela. Y se pusieron a celebrarlo y a felicitarle y Miguel solo pensaba: «Vamos a terminar de brindar pronto para que pueda coger la bici e ir a ver a mi mujer». «Era el comienzo de todo», sentencia Elisa.

A raíz del premio, Delibes firmó con la editorial Destino y engendró sin descanso libros e hijos: en 1947 nació Miguel y luego Ángeles (1948); en 1949 publicó Aún es de día y vino Germán. Luego, en 1950, vieron la luz Elisa y El camino. Después, Mi idolatrado hijo Sisí (1953), Diario de un cazador (1955), su cuarto vástago, Juan (1956), Diario de un emigrante (1958), La hoja roja (1959) y el último varón, Adolfo (1960). En 1962 publicó Las ratas y tuvo a Camino, la pequeña. Después no llegaron más niños, pero aún faltaban Cinco horas con Mario (1966), Parábola del náufrago (1969), El príncipe destronado (1973) y Las guerras de nuestros antepasados (1975). 

 

Miguel y Ángeles, de novios, en Valladolid. AMD, 121, 82

 

Era una familia normal, muy normal, en la que las prioridades estaban claras. Según Elisa, Miguel se dedicaba a trabajar y ganar dinero y Ángeles le acompañaba en lo que podía. Miguel era la prioridad en todo.

Elisa recuerda que, cuando sus hermanos y ella salían del colegio a las siete de la tarde, siempre hacían la misma pregunta tonta al llegar a casa: «¿Está mamá?».  A esa hora su madre nunca estaba en casa: salía a buscar a su marido al periódico. Luego paseaban, iban al cine —una afición que compartieron desde el noviazgo, cuando a Miguel le pagaban su sueldo de caricaturista con entradas para ver películas— y en esos paseos le contaba las noticias del periódico, los temas de sus libros, sus preocupaciones. Y ella sus cosas. Era su momento diario, en el que lo importante era el otro».

«Ni mi padre ni mi madre fueron nunca a buscarme al colegio», recuerda Elisa. Un día, ya mayor, le comentó esto a su madre. «Pues haberme dicho que te gustaba tanto y hubiera ido más», le contestó ella. «Eso era mi madre: una persona fácil, una mujer fácil para la vida —explica—. Y mi padre era difícil, porque un artista nunca es un hombre fácil. Él iba apoyado en ella totalmente para todo, pero no concretamente para la literatura. El talento de mi padre era propio, aunque sin esa serenidad espiritual, amorosa, material incluso, de que le resolvieran los problemas diarios, él no se hubiera podido dedicar a escribir y hacerlo tan bien».

 

Miguel y Ángeles en su boda en el Colegio Nuestra Señora de Lourdes de Valladolid (1946). AMD, 121, 92

 

Eso dijo en su discurso Julián Marías cuando Delibes fue aceptado en la Real Academia Española en 1975: «No se puede entender la vida de Miguel Delibes sin la presencia constante de esa alegría serena a la que solíamos llamar Ángeles. Esa mujer, maternal y niña a la vez, que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir».

Aunque Miguel cazase solo, pescase solo y escribiese solo; aunque fuese a la Escuela de Comercio o al periódico solo, la referencia en todo era Ángeles. «Eso le mató realmente —concluye Elisa—. En todo lo que hacía, pensaba: “A ver qué piensa Ángeles de esto, a ver qué opina”. Y llegó un día en que Ángeles no podía opinar nada».

 

LA PRESENCIA DE LA AUSENCIA

A mediados de 1974, Ángeles empezó a enfermar. Al principio, los síntomas no hablaban de un tumor; simplemente le dolía mucho un hombro. Ella hacía vida normal, fue a un médico, que le mandó unas tablas de ejercicios.  Ángeles los hacía corriendo, para que no le quitaran mucho tiempo, hasta que un día se mareó.

«Yo me asusté muchísimo —cuenta Elisa—. Vi la muerte; que eso era posible. En ese momento supe que estábamos asistiendo a una tragedia a cámara lenta. A mi padre le desesperaba. Me da mucha pena decirlo, pero él no admitía que mi madre estuviera enferma. De una forma un tanto egoísta, no entendía su vida sin ella».

 

Miguel y Ángeles junto a sus siete hijos, Luis Silió y Pepi Caballero, en el despacho de su casa de Valladolid. AMD, 122, 128

 

Si Elisa vio la muerte, fue porque antes había visto otras cosas. Por ejemplo: cómo su madre, en otra consulta, se tocó la oreja en vez de la nariz, como le había ordenado el doctor. O cómo una mañana se levantó con la cara asimétrica. O porque los médicos le habían dicho que su madre tenía un tumor cerebral benigno. «No era un tumor fácil de extirpar, aunque los especialistas tenían esperanzas», aclara.

Durante la intervención, lo más probable es que los cirujanos tuvieran que sacrificar el nervio facial, que da equilibrio al rostro. «Cualquiera que fuera la solución del problema, tu madre estaba abocada a transfigurarse, a dejar de ser la mujer que habíamos conocido», escribe Delibes en Señora de rojo sobre fondo gris. Fue su marido quien le contó la posibilidad de perder el nervio: «Ella no se alteró. Dijo serenamente: “Tal vez sea preferible eso a no vivir. En todo caso, siempre será mejor que engordar quince kilos”». Sin embargo, su hija Elisa asegura que su madre, «que era una persona muy mona y a la que le gustaba mucho arreglarse, no hubiera podido ir con una cara deforme». 

 

Ya casados, Miguel y Ángeles en un columpio en Sedano. AMD, 122, 20

 

Por petición de Ángeles, los cinco hijos mayores fueron a despedirse antes de la operación. Ella les pidió que, si le pasaba algo, no dejaran a su padre solo. «No quería hacer un drama, pero ninguno nos atrevimos a mirarnos ni a mirarla —relata Elisa—. Esa sensación de que lo importante era mi padre estuvo hasta el final. Él tenía 54 años, era un hombre famoso, con dinero, podía haber rehecho su vida, pero no la rehízo. Mi madre estaba en lo cierto. Sabía que iba a ser así».

Después de la operación, los siete hermanos entraron en la habitación y Ángeles les reconoció. Todos se tranquilizaron. Un poco más tarde se marcharon a comer y Elisa siguió cuidándola en el hospital. Media hora después apareció su padre. «Vete tú a comer», le dijo. Entonces Miguel se quedó a solas con su mujer. Pasaron cinco minutos. Todo se complicó. Volvieron a intervenirla de urgencia. Miguel esperaba fuera. Sus hijos se acurrucaron junto a él. Fue la única vez que le vieron llorar. 

 

Ángeles de Castro con sus hijas Ángeles y Elisa en su casa de Sedano. AMD, 122, 11

 

Miguel siguió hablando de Ángeles el resto de su vida. «Muchas de las cosas que cuenta en Señora de rojo son porque las revivíamos continuamente o porque se las conté yo», sostiene Elisa. Tras la muerte de Ángeles, se mudó a casa de su padre para cuidarle, donde convivió con él hasta su fallecimiento el 12 de marzo de 2010. 

Durante esos años, gracias a las conversaciones con sus hijos, Miguel conoció anécdotas de su mujer que no había escuchado antes. Por ejemplo, la del autobús, que acabó escribiendo en Señora de rojo sobre fondo gris. En más de una ocasión, Ángeles, acompañada por Elisa, salió de casa sin dinero y no se daba cuenta hasta montarse en el autobús. Entonces ella apelaba a la solidaridad de los viajeros: «¿Habrá alguien tan amable —decía— que pueda prestarme dos reales? Y, súbitamente, se producía la fascinación colectiva, aquel movimiento de adhesión que despertaba su presencia. Veinte manos, con veinte monedas, se alargaban hacia ella diligentes, desprendidas. Y ella tomaba una, daba las gracias y la entregaba al cobrador, quien, un tanto achicado por asimiento tan unánime, balbuceaba: “Discúlpeme, señora, pero las normas de la Compañía son las normas de la Compañía. Yo no puedo hacer otra cosa”». 

Fruto de esas conversaciones con sus hijos y de sus recuerdos —como el detalle que tenía Ángeles de marcar sus enfados atándose un hilo blanco al dedo meñique y olvidándolos cuando se caía—, Delibes publicó ese retrato de su señora de rojo en 1991. Pero nunca se recuperó de la ausencia de su presencia. «Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad».

 

La exposición de una vida

 

Borrador de «Señora de rojo sobre fondo gris». (amd, 54, 1)

Borrador de «Señora de rojo sobre fondo gris». (AMD, 54, 1)

 

La pandemia, el confinamiento y las restricciones en la movilidad o el aforo no han impedido que se celebre de diversas formas el centenario de uno de los mejores escritores castellanos del último siglo. Además de charlas y mesas redondas para divulgar los libros del escritor, la Biblioteca Nacional de España organizó una exposición, llamada «Delibes», en la que pudieron contemplarse más de doscientos objetos personales del autor, entre los que se encontraban libros impresos, manuscritos, fotografías, dibujos, lienzos… Puede visitarse hasta el 3 de mayo en Valladolid.

 

 

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