Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Estado y mercado: una combinación necesaria

Antonio Moreno, profesor de Finanzas Internacionales de la Universidad de Navarra y doctor por Columbia University

Un experto en Economía analiza el trasfondo de una crisis interminable que ha cuestionado el sistema económico mundial. ¿Qué ocurrirá a partir de ahora? ¿ Es la solución profundizar en el liberalismo? ¿O más bien optar por más socialdemocracia?


Como ha señalado recientemente el profesor Miguel Alfonso Martínez-Echevarría —primer decano de la Facultad de Económicas de la Universidad de Navarra— durante la clausura del curso 2013-14 del Colegio Mayor Belagua, la complejidad de la economía actual requiere un análisis profundo de las causas y efectos de las acciones y políticas económicas.

Ante tal complejidad, los economistas —y los que no lo son— se sienten a menudo tentados a dar explicaciones sencillas de los fenómenos contemporáneos. Un ejemplo es la crisis financiera de 2008. Para unos cuantos (por ejemplo, el documental Inside Job, que obtuvo el Óscar, entre ellos), se debe al mal funcionamiento de los mercados. En particular, a los conflictos de interés de los mercados financieros. Para otros, como el economista y catedrático de Columbia University, Xavier Sala i Martín, es el resultado de incentivos perversos proporcionados por el Estado y los bancos centrales. Algunos, en cambio, defienden que se trata de un problema de regulación financiera (Gerard Caprio, Jr., del Williams College). 

Todas las visiones resultan válidas en parte. Sin embargo, consideradas en exclusiva ofrecen una imagen incompleta de una realidad que requiere ser entendida para evitar futuras crisis.

¿La bella y la bestia?

 El papel que el mercado y el Estado desempeñan en el desarrollo económico de los países es uno de los temas más controvertidos, tanto en Política como en Economía. Aunque muchos duden sistemáticamente de las actuaciones del Estado, este puede proporcionar soluciones prácticas en escenarios difíciles. Desde el punto de vista del desarrollo económico, un papel proactivo puede estar justificado (Dani Rodrik, profesor de Harvard University, en su obra The Globalization Paradox). De hecho, el impulso público puede jugar un papel esencial en las etapas iniciales o más complejas del desarrollo económico de los Estados, como ha sucedido en los últimos sesenta años en España, la Alemania de posguerra o Corea del Sur. La inversión pública representa —junto con el acceso a los mercados— un elemento clave para explicar por qué tanta gente ha salido de la pobreza. 

Sucede que en las etapas iniciales del desarrollo económico hay pocos puntos de apoyo para el crecimiento: el sector privado es pequeño, las instituciones no funcionan bien, existe inseguridad jurídica, y bajo nivel educativo. Todo esto propicia fallos en los mercados e incluso que no existan. Es entonces cuando el Estado debe invertir con decisión en Educación y en sectores estratégicos que desarrollen el país. Al mismo tiempo, es necesario incentivar la maduración gradual de los mercados financieros para que aporten el capital necesario a los proyectos e ideas emergentes. En esta etapa, desarrollo económico y financiero tienen el potencial de reforzarse mutuamente, lo que justifica una intervención pública subsidiaria más proactiva. No significa que el Estado tenga una información perfecta de todo, pero ciertamente posee (o debería poseer) más visión de conjunto y la capacidad de llevar a cabo políticas que dirijan a los países hacia un desarrollo económico más capilar.

La respuesta a las crisis económicas proporciona otro escenario donde el papel del Estado —a través políticas contracíclicas— puede ser muy beneficioso. Por ejemplo, la famosa Crisis de 1929, pero también otras en las que falta demanda, mengua la oferta y los mercados necesitan impulsos exteriores para recobrar su dinamismo.

En países como España o Reino Unido la crisis actual ha generado un episodio de intervención pública sin precedentes a través de la recapitalización del sistema financiero —76 millones de dólares en el caso del Royal Bank of Scotland, el máximo desembolso hasta la fecha, y 29 millones de dólares en Bankia—. Se podría argumentar que estas intervenciones se diseñaron para solventar los problemas creados por el mismo Estado. Por lo tanto, la solución podría venir con la reducción al mínimo delEstado y sus incentivos perversos. Así el bienestar social aumentaría. Pero una cosa es la teoría y otra, la cruda realidad, donde las imperfecciones de todo tipo —humanas, de mercado, informativas, estatales, empresariales o los excesos— hacen que cada cierto tiempo entremos en recesión, y de nuevo se requiera de la intervención estatal para impulsar la economía y redistribuir la riqueza. Es inevitable. No estamos en un mundo teórico, sino real, donde hay que minimizar los incentivos erróneos a conductas irresponsables dentro de las Administraciones públicas y, por otra parte, utilizar todas las herramientas disponibles para mitigar las situaciones de recesión y exclusión social. 

El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha sido criticado con dureza por promover recetas globalizadoras neoliberales en todo el mundo. Los reproches fueron especialmente acertados tras las políticas que recomendó durante la crisis asiática de 1997. En aquel caso, el FMI condicionó su ayuda al establecimiento de programas de ajuste fiscal tan rigurosos que deprimieron aún más las economías nacionales.

Sin embargo, también ha sido encomiable el esfuerzo del Fondo Monetario por rectificar. De hecho, ha sido una de las pocas instituciones que creó una oficina de evaluaciones externas de sus políticas. En esa unidad se pueden criticar abierta y constructivamente las decisiones adoptadas. Fruto de esta apertura, el FMI cambió de posición respecto a la globalización financiera. En un comunicado histórico de 2012 justificó los controles de capital y aconsejó limitar las entradas y salidas de capital en ciertas situaciones. Los propios economistas también estaban modificando su visión, de modo que el viraje del FMI significó la defensa de un desarrollo económico menos volátil. En síntesis, se reconoció explícitamente que más globalización no siempre es mejor.

De hecho, muchas de las crisis financieras internacionales desde los años ochenta (México 1994, Argentina 2001 o Islandia 2008) surgieron en un periodo de globalización creciente. Esto no significa que esa globalización sea mala per se, sino que debe acontecer cuando los países estén preparados para ello, con instituciones legales y políticas adecuadas, una regulación y supervisión apropiada y una gobernanza privada y pública honrada.

A pesar de que los mercados crean riqueza, a menudo no se autorregulan bien —por ejemplo, resulta llamativo que entre 2002 y 2007 Alemania y Grecia se financiaran al mismo tipo de interés a diez años—. Es un hecho que existen las burbujas en los mercados financieros e inmobiliarios, pero estos no sacan ni «tarjeta amarilla ni roja» ante los precios desorbitantes. Como afirma Bob Shiller, Nobel de Economía en 2013, hay exuberancia irracional y muchas cosas más, pero los mercados guardan silencio. Cuando estos se desploman, la macroeconomía empeora rápidamente y millones de personas se empobrecen. Por eso se considera cada vez más importante que los responsables políticos estén atentos a la evolución de los mercados y que reaccionen convenientemente. Queda para el debate, muy vivo hoy, la conveniencia de intervenir, cuándo y cómo (cuestión planteada, entre otros, por el experto en ciclos económicos de la Universitat Pompeu Fabra, Jordi Galí; el ex presidente de la Reserva Federal Ben Bernanke; el profesor de New York University Mark Gertler; o el monetarista Claudio Borio, que ya en 2003 alertó sobre la fragilidad de los mercados financieros).

 

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