Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El humor necesario

Texto Sonsoles Gutiérrez [Com 04] Ilustraciones Alberto Aragón

Hace más fácil la vida, la relaciones con los demás y también, seguramente, la literatura. Hay novelas, ensayos o artículos que inducen la sonrisa, otros, la carcajada y hay algunos que despiertan en el lector una complicidad amable y duradera. Quizá no sea un componente imprescindible de las letras, pero el humor siempre se agradece.


Los griegos y romanos llamaban “humor” a cada uno de los cuatro líquidos que, según sus aproximaciones científicas, regían el cuerpo humano: sangre, flema, bilis y bilis negra. A cada humor le correspondía un elemento del cosmos (aire, agua, fuego y tierra), y su exceso o defecto configuraba tanto la salud como el carácter de las personas. Siglos de ciencia médica han dejado atrás la teoría de los cuatro humores, pero la expresión “buen humor”, referida al equilibrio de los cuatro humores, y por tanto, al bienestar del individuo, ha pervivido como un rasgo positivo de la personalidad. Como una inclinación a la risa, a la despreocupación, a la facilidad para ver el lado divertido de cualquier circunstancia. 

Por todo eso, no extraña que sea una cualidad valorada, y cultivada –con más o menos intención– desde ámbitos muy diferentes. Uno de ellos es, indiscutiblemente, la literatura. Recientemente se han celebrado unas jornadas bajo el título “La risa de Bilbao”, una iniciativa pionera definida como “semana internacional de literatura y arte con humor”. Nunca antes se había reunido a escritores, periodistas y dibujantes para hablar sobre humor... y en Bilbao. De las intervenciones de unos y otros se deduce que el humor es necesario, y a la vez difícil; en ocasiones irreverente e iconoclasta, pero también sujeto a ciertos límites.

En ocasiones esos límites son incluso geográficos. Lo que hace gracia en unos países en otros pasa por chiste malo, o quizá incluso ofensivo, y se acepta que, tópicos aparte, cada sociedad tiene un sentido del humor propio. Cada sociedad se ríe de sus gracias, más o menos compartidas por el resto. El novelista británico David Lodge reconoce que, en el caso de la literatura inglesa, el humor es un ingrediente indispensable, incluso en las historias trágicas, quizá porque, como él explica, “es algo casi cultural, que forma parte del estilo de vida, de la identidad”. Ahí está una larga lista de autores que lo demuestran: Graham Greene, Evelyn Waugh, Roald Dahl… y otros más recientes, como Martin Amis, Ian McEwan o Nick Hornby.

Acerca del humor español, la escritora Elvira Lindo contaba, por ejemplo, que, en contra de lo que se suele pensar, en las relaciones personales, los españoles sí tienen sentido del humor, “quizá no tanto como pensamos”, pero que, “al viajar a otros países, uno se da cuenta de que no somos los reyes del humor”. Quizá se deba a que, como recordaba mencionando a Fernando Fernán Gómez, “el principal defecto de los españoles no es la envidia, sino el desprecio”, y una persona con sentido del humor, que empieza por reírse de sí misma, es blanco fácil del desdén. “Aquí se da más importancia a quienes se dan más importancia, y precisamente, el humor surge de situarse al ras”, explica Lindo. Ella, que debe buena parte de su popularidad a los libros de Manolito Gafotas y su columna en El País, reconoce que en muchas ocasiones ha comprobado que a su trabajo, por tener un marcado carácter humorístico, no se le reconocía el mismo mérito que a los escritos de autores “serios”.

El escritor francés Frederic Beigbeder no duda en culpar de eso a Flaubert, que, según sus palabras, “hizo una especie de catecismo de la novela, según el cual no es compatible dedicarse a la literatura y vivir e implicarse en la época que a uno le ha tocado. Hay que aislarse en una cabaña y dedicarse a la escritura en alma y cuerpo”. 

Esa no ha sido precisamente su apuesta: Beigbeder, que ha trabajado de publicista, presentador de televisión, guionista, dj... y encarna sin complejos el papel de nuevo enfant terrible de las letras francesas, cree que “en Francia no se toma en serio a los escritores que se lo pasan bien, y, sin embargo, es curioso que la novela moderna surgiera con Rabelais y Cervantes, que hicieron novelas cómicas”. Con semejantes valedores, contesta así a los que le califican de “autor payaso”: “Me encanta. Eso quiere decir que he entendido qué es la novela”.

 

Reír por no llorar. El recurso al humor puede ser una cualidad espontánea, pero también una salida de escape legítima en situaciones difíciles. En una conversación sobre “humor y totalitarismo” que mantuvieron el comediante Albert Boadella y la hispanista rusa Tatiana Pigariova, analizaron de qué manera el humor puede convertirse en una respuesta de defensa interior y supervivencia en un entorno de falta de libertad. 

“Cada dictadura –comentaba Pigariova– elabora su propio lenguaje con una serie de términos, e intenta inculcarlos a la población. Como bien sabemos, del mismo idioma depende mucho la mentalidad y la forma de pensar, así que, al intento de crear ese nuevo lenguaje totalitario, la gente responde con otro lenguaje, con el que se ríe de todo eso. Igual que el arsénico, que en pequeñas dosis no mata, pero envenena, el idioma totalitario que se suministra en pequeñas dosis a la población acaba envenenando a la gente si no encuentra su antídoto, que es el humor”. 

Para ilustrarlo, contó una especie de adagio que se repetía en Rusia y que resumía con cierta ironía la situación del país en la época de los planes estatales: “No hay desempleo, pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero todos cumplen con el plan estatal. Todos cumplen con el plan estatal, pero en las tiendas no hay nada. En las tiendas no hay nada, pero en las casas  hay de todo. En las casas hay de todo, pero todos están descontentos. Todos están descontentos… pero todos votan a favor”. 

Sin duda, la situación de escasez que vivían en aquellos años les privaba de muchas comodidades, pero no de ingenio, como demuestran los chistes de la época. En los años setenta y ochenta, la Unión Soviética estaba en un profundo déficit, que se acusaba especialmente en la escasez de productos de consumo básico. Uno de ellos era el papel higiénico, que apenas se vendía en las tiendas. Estos establecimientos solían recibir la visita de inspectores que simulaban situaciones de compra real para instruir a los dependientes. En una ocasión, uno de estos inspectores entró a una tienda y pidió un bolígrafo. “No tenemos bolígrafos”, contestó la mujer que le atendió. “Esa no es una respuesta adecuada en un comercio soviético” dijo el inspector. “Debe saber que, si ahora mismo no disponen  de bolígrafos, no se puede decir directamente. En un buen comercio soviético, ejemplar para el mundo capitalista, se debe contestar así: “Desgraciadamente, señor, en este momento no tenemos bolígrafos, pero le podemos ofrecer lapiceros o rotuladores”. El inspector se hizo a un lado para comprobar cómo la dependienta ponía en práctica sus indicaciones con un nuevo comprador. “Quiero un rollo de papel higiénico”, pidió el recién llegado. La mujer, con la mejor de sus sonrisas, le contestó: “Desgraciadamente, señor, ahora no tenemos papel higiénico, pero le podemos ofrecer... papel de lija o serpentinas”.

“Creo –resumía Pigariova– que ningún manual teórico ni tratado sobre el totalitarismo podría explicar la realidad mejor que estos chistes, que han quedado como chistes históricos”. Para ella, la realidad totalitaria daba tanta fuerza a la creatividad del pueblo fuera de los marcos del régimen, que a la gente que tenía pocos medios materiales, pocas posibilidades de creación libre, lo que le quedaba era reírse: “La sociedad rusa ha creado en la época totalitaria magnífica literatura, magnífico arte y magnífico teatro, gracias a esta posibilidad de bromear sobre lo que sea”. 

Pero no siempre es posible mantener esa capacidad a flote; cuando la destrucción de una sociedad es tal que las personas pierden la capacidad de reírse y distanciarse de la realidad totalitaria, es el momento de la muerte: “Es lo que creo que ocurre, por ejemplo, en Corea del Norte. Supongo que en Camboya sucedió igual: si la destrucción es tal que ya nadie hace chistes, es la muerte de la sociedad”, aclaraba Pigariova.

Albert Boadella reconocía que la situación política en la que él comenzó su andadura –durante el franquismo– no es comparable a la del totalitarismo soviético, pero sí tenía en común esa necesidad de reacción sarcástica: “El humor tiene que tener un trasfondo. Detesto lo que se llama humor blanco. Entiendo que hay gente que lo hace muy bien, sin ningún compromiso, pero no sé si es porque nací en un totalitarismo, que me acostumbré a que el humor tenga siempre un sentido trasgresor, que lleve detrás algo más que la simple risa, que el simple valor higiénico. Insisto en lo de higiénico, porque si alguien debería subvencionar el mundo del humor no tendría que ser el Ministerio de Cultura sino el de Sanidad”.

Para Boadella, la distancia es el factor determinante para disfrutar de la mirada humorística: “Es uno de los elementos esenciales de la civilización. Yo diría que un pueblo que no está civilizado es un pueblo que no tiene este sentido de la distancia, y se convierte en un colectivo fanático. Quienes practican el humor son auténticos anticuerpos de la sociedad, que intentan poner límites al fanatismo, a cualquier actitud intolerante”. El fundador de Els Joglars sostiene que el ánimo de libertad a través del humor es, además de una excelente manera de vivir la vida, “una forma también de evitar problemas en el estómago y en la digestión”. 

El humor surrealista. En la segunda mitad del siglo xx, mientras algunos países sufrían el totalitarismo, otros se despertaban de la pesadilla de la guerra con la inquietud de quien ya sabe, porque lo ha vivido, lo terrible que puede ser el mundo. En mitad de las turbulencias intelectuales de la época, y como heredero de los movimientos que se apoyaban en el absurdo y el subconsciente, el surrealismo apareció como una respuesta a esas inquietudes. Es quizá una forma intelectualizada del humor, que también tuvo su eco en España en décadas posteriores. 

Fernando Aramburu, escritor que ha cultivado diversos géneros y temas, reconoce haberlo practicado con disfrute durante su juventud, a través fundamentalmente del Grupo CLOC de Arte y Desarte, del que fue iniciador. Sobre esa época de militancia surrealista, desde 1978 hasta 1981, subraya que “el humor era, más que una intención de provocar, una consecuencia. En el año 78 queríamos hacer algo que no fuera un discurso gracioso, sino actos, una especie de sabotaje de la realidad”. Para eso cambiaban libros de unas librerías a otras, o entraban en comercios pidiendo productos de una marca inventada y que, a ser posible, provocara malentendidos. Eso sí, explica que un acto surrealista no es una gamberrada, porque “el gamberro rompe cosas y el surrealista las mejora, mete a la gente, a veces de manera involuntaria en una nueva realidad”.

¿Qué diferencia hay entre una gamberrada y un acto surrealista? Aramburu despeja la posible duda asegurando que, a diferencia del gamberro, que rompe cosas, el surrealista las mejora, y mete a la gente, a veces de manera indeliberada, en una nueva realidad: “La gente contribuía, sin saberlo, a veces de manera muy activa. El humor surrealista es el del adepto, el que lo lleva a cabo”.

Aramburu asegura que era un tipo de humor que buscaba desacralizar, destruir lo burgués, lo establecido... y que hoy sería más difícil de practicar, puesto que considera que “estamos más anclados en la realidad de lo que pensamos”. 

Es además un tipo de humor que no está abierto a todos: “Solo algunos lo disfrutan, los que están en el ajo”, precisa Aramburu. El humor surrealista tuvo su momento, aunque no se puede negar que muchas situaciones de desconcierto cotidiano pueden calificarse de “surrealistas”. El humor genera risa, y el humor surrealista genera risa surrealista, “esa que, cuando te ríes... te miran raro”.

El humor en la prensa. Es difícil que alguien recurra a un periódico para encontrar algo con lo que reírse. Sin embargo, entre las malas noticias, las buenas y las anodinas, queda espacio para el humor. El que abren las columnas de opinión, al menos algunas. 

Elvira Lindo, que ya atesora cierta experiencia lidiando con colectivos variopintos ofendidos por sus columnas, tiene muy claro cuáles son los límites entre el humor y la corrección política: “Cada país ajusta su corrección política a sus problemas, pero sí hay que distinguir entre corrección política y grosería”. Aparte está la susceptibilidad de cada cual. En una ocasión, Lindo caricaturizaba la vida rosa de cuento de hadas que se le supone a una princesa, y sostenía que ella no envidiaba su suerte, por, entre otros motivos, no tener que verse a la llegada de un viaje soportando estoicamente una bienvenida con gaitas y fanfarrias. Varias asociaciones de gaiteros consideraron el escrito como una ofensa y una burla de sus actividades y así se lo hicieron saber a través de sus quejas.

Cuando a otra columnista habitual de la prensa española, Carmen Posadas, le preguntaron cómo hacer opinión con humor, contestó que no creía que hubiera otra forma de opinar: “La opinión es algo solemne, pero el humor busca complicidad. No soy capaz de opinar sin sentido del humor”. Cada columnista usa unos recursos diferentes para lograr esa complicidad. Rosa Belmonte, que escribe sobre televisión, tiene claros los principios en los que basa sus colaboraciones: “Cada vez son más las cosas que uno no debe decir, así que yo parto de la desfachatez y margino las cosas importantes”.

Ninguna de ellas aludió a su condición femenina como rasgo influyente a la hora de analizar la actualidad, pero Elvira Lindo sí cree que el humor es más osado en el caso de las mujeres: “Como en todo, hay una manera de juzgar a las mujeres que tiende a rebajarlas. En la peluquería, un hombre es un dandi, y una mujer, una maruja. Pero no lo digo como una queja… ¡es que pasa así!”, afirmaba divertida.

Manuel Rodríguez Rivero, que publica dos artículos semanales sobre cultura, desvela sin complejos el recurso que emplea cuando tiene que dar alguna colleja en forma de opinión desfavorable: “Si voy a criticar algo, primero digo que soy bobo o neurótico, uso una ironía que no llega al sarcasmo. Me he creado un pequeño personaje que es más cascarrabias que yo”. 

Nuevamente aparece la cuestión de los límites, los que trazan la distancia entre la crítica y el insulto. Rosa Belmonte y Manuel Rodríguez Rivero coinciden en que el insulto deja de ser divertido: “Ahora se vive una humorización de la vida, se ha diluido la conciencia de que hay cosa serias que necesitan distintos tratamientos”, afirma este último. Carmen Posadas lo matizaba añadiendo que “lo que se ha extendido no es el humor, sino el esperpento. Lo que ahora se llama friki antes se llamaba mamarracho, y además ahora se ha exaltado, se les aclama”. Quizá por eso, Rosa Belmonte se reconocía nostálgica de otros humores: “Prefiero los clásicos: Camba, Azcona… ¿dónde están ahora?”.

 

Lo gracioso y lo desgraciado. Unas veces, se ríe por no llorar, y otras, se ríe después de llorar. No son reacciones opuestas. Elvira Lindo admitía que tanto  hacer reír como llorar tiene sus “truquillos”, “pero hay que tratar de no recurrir a ellos –advertía–. Hacer reír es muy difícil y no depende solo de contar un chiste. A mí me gusta el humor que aparece y desaparece, que te deja pensando. A veces, los personajes cómicos muestran un lado triste, por lo que tienen de desamparados”. Precisamente ese equilibrio entre la risa y las lágrimas es lo que reivindica Beigbeder: “Me gusta que mis libros se vean así: como algo que hace reír, y al rato conmueve. Por eso también me gustan Sagan, Chejov, Turgueniev… Escribir no sirve para nada, pero hace que te diviertas, que te emociones… El humor no es solo algo divertido; me fascina lo que decía Gogol: cualquier cosa divertida, vista de cerca, tiene algo de triste”.

Si hacer reír es difícil, arrancar la sonrisa en mitad de una desgracia parece ya el sumum de la genialidad. “Todo se puede tratar con un humor, hasta lo más terrible –advierte Rodríguez Rivero–. La cuestión es por quién, cuándo, si eres blanco o negro, si eres hombre o mujer, en qué región vives…”. Rosa Belmonte hace especial hincapié en el cuándo: “Alan Alda, en Delitos y faltas, decía que el humor es ‘tragedia más tiempo’. Hay que saber cuándo hacer la gracia de las cosas”. Quizá, el último interés de todas estas consideraciones, es el que finalmente descubría Manuel Rodríguez Rivero: “La gente que sufre y es capaz de hacer humor de eso es verdaderamente admirable. Ahí sí que es bálsamo y redención para los demás”.