Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Jean-Luc Marion: «Viajar no es la manera de abrirse al mundo. Quédate en las aulas»

Texto: Jerónimo Ayesta [Fia Com 20]. Fotografía: Lee Pellegrini. Ilustración: Fernando del Hambre

En las volutas del humo de su pipa se le enreda el pensamiento. Algo quedará del París de la revolución sexual, donde empezó su carrera de Filosofía, porque a los 77 años sigue hablando de erotismo… pero en dirección contraria a la mayoría. Jean-Luc Marion es uno de los fenomenólogos más reconocidos del planeta y un teólogo de primer orden. Ha ocupado cátedras en las universidades más prestigiosas, se ha codeado con Ricœur, Lévinas y Derrida y sus libros los han leído y discutido personajes de la talla de Benedicto XVI.


J Jean-Luc Marion (Francia, 1946) es uno de los filósofos vivos más importantes del mundo. Desde 2008, es miembro inmortal de la Academia Francesa, donde ocupa el sillón número 4. Aunque, a sus 77 años, cabría pensar que vive la plácida existencia del jubilado, nada más lejos de la realidad. De filósofo —como de padre o de esposo— no se jubila uno. Y lo cierto es que, a pesar de las canas y de su marcado acento francés, Marion es un genio que cautiva a sus alumnos en Estados Unidos no por la forma del discurso sino por el profundo rigor de las ideas.

En 2022 dejó su cátedra en la Universidad de Chicago —que había ocupado antes Paul Ricœur— y aceptó la Cátedra Gadamer en el Boston College. Antes de llegar a Illinois en 2004 enseñó durante ocho años desde el puesto en la Sorbona en el que le precedió Emmanuel Lévinas. En 2020 recibió el Premio Ratzinger, el «Nobel de Teología».

Jean-Luc Marion aterrizó en Boston en abril de 2023. Los martes y los jueves de ese mes y el siguiente, durante dos horas sin descanso, doctorandos y estudiantes de máster del Boston College nos apiñamos alrededor de una larga mesa rectangular para escuchar a este profesor que entra en el aula cargando una pila de libros en sus ediciones originales, algunas traducciones y un lápiz de doble color, azul y rojo, de los que usaban antes los maestros de escuela. Viene de un congreso de tres días en el University College de Dublín, en el que más de veinte filósofos y teólogos presentaron ponencias sobre su trabajo.

Cuando nos citamos en su despacho, bromea sobre cómo de tanto hablar acerca de sus ideas y asistir a congresos sobre él mismo tiene la impresión de haber fallecido. Al verme horrorizado, añade: «Lo digo en serio. Además, una vez muerto se venden muchos más libros». En las conversaciones con Marion media siempre, como mínimo, un café. Él no es de americano, sino de expreso doble, de modo que aparecí en su despacho con dos triples expresos. El profesor terminó de escribir un correo y miró su agenda de bolsillo, donde había anotaciones en azul y en rojo y una vieja estampa de san Miguel.

Y ahí empezó el baile. Digo baile porque Marion no es un intelectual, ni un sabelotodo, ni un pedante: es un filósofo. Parafraseando a Quevedo, uno podría describir a Marion como «un filósofo a una pipa pegado» y acertaría, y hasta le saldría una aliteración. Sin embargo, las políticas antitabaco en el campus prohíben a Marion fumar en su despacho o en el aula. Conformémonos con decir, por seguir quevedianos, «érase un filósofo a una pajarita pegado». En efecto, en Marion, el pensamiento se configura —y hasta casi se transfigura— en elegancia. En Marion, el logos siempre es filosófico, tímidamente teologal y muy elegante. Marion piensa con la parsimonia de un vals, aunque, porque es un volcán intelectual, un rigurosísimo filósofo, sus parejas de baile puedan terminar exhaustas como tras una zumba.

 

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«Un intelectual es alguien que tiene habilidades y conocimientos en un campo y los utiliza para hablar de cualquier otra cuestión. Es alguien que trafica con su autoridad. Si no hay intelectuales católicos, mejor»

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Inició su carrera en 1967 en L’École Normale de París, un mundo profundamente afectado por la revolución de Mayo del 68. Pero eligió tratar con los cardenales Jean-Marie Lustiger —quien ofició su boda con Corinne en 1970— y Jean Daniélou, estudiar con Henri de Lubac y con Hans Urs von Balthasar, todos primeras espadas de la teología del siglo XX. ¿Por qué prefirió la teología al sexo, las drogas y el rock and roll?

La cosa es un poco más complicada. Prepararse para L’École Normal exigía trabajar muy duro durante tres años. Cuando me admitieron, vi que la mayoría de esos tipos tan listos que me rodeaban estaban convencidos de que no tenían alma—porque muchos eran materialistas—, pero de alguna manera sentían que tenían que salvarla. Y había muchas ofertas, muchas iglesias abiertas. Estaba toda la gama de marxistas (los comunistas regulares, los irregulares, los maoístas, los estudiantes de Althusser), estaban todas las iglesias del psicoanálisis, estaba Deleuze... Había de todo. De modo que uno podía comprometerse con un grupo, y este le proporcionaba poder, conocimiento esotérico y le hacía formar parte de la élite, entre otros beneficios.

Muchas de las personas más inteligentes de mi entorno tomaron esa decisión y se convirtieron en creyentes de esas iglesias. Por suerte, algunos amigos míos y yo ya teníamos una Iglesia, y no necesitábamos otra afiliación. Estábamos muy al tanto de lo que ocurría a nuestro alrededor, le prestábamos atención, recibíamos becas... Pero éramos espectadores. Yo nunca me sentí atraído por lo que había en el ambiente. A la vez, estaba empezando a estudiar Teología y a ir a la escuela de oración de la Basílica de Montmartre. Todo esto era mucho trabajo, pero enormemente gratificante. Así pudimos abrirnos camino, sobrevivir, no dejarnos absorber por la senda del 68. Hubo mucha gente que hizo lo mismo. Incluso entre la extrema izquierda, hubo muchos que abandonaron la escatología política y se interesaron por la verdadera escatología teológica. No estábamos solos. Fue una época difícil, pero como todas las épocas. Para mí no supuso una crisis.

 

Usted ha dicho en varias entrevistas —parafraseando a Heidegger— que no existe una «filosofía católica», del mismo modo que no existen, por ejemplo, las «matemáticas protestantes». Sin embargo, cuesta creer que, en una disciplina como la filosofía, sus convicciones católicas no moldeen su forma de pensar.

Hago lo posible por ser católico y por ser filósofo. Así que la primera razón por la que afirmo que no soy un filósofo católico es que no estoy seguro de ser ninguna de las dos cosas. Hago todo lo que puedo en ambas direcciones, pero no son la misma. Soy un católico normal que intenta practicar correctamente la filosofía. No podemos ni debemos identificar la fe cristiana con ninguna escuela: todos los intentos que se han hecho en esa línea han fracasado. Lo que tampoco podemos hacer es oponernos o negar cualquier relación entre ambas. Tener un discurso sobre lo divino sin asumir la racionalidad del pensamiento es una característica del islam que conduce al desastre. Así que estoy completamente de acuerdo con la reiterada recomendación de Joseph Ratzinger: el logos no puede oponerse, sino que debe unirse a la predicación cristiana. El hecho es que no podemos expresar la fe sin asumir algunos conceptos. Esos conceptos los podemos tomar prestados de la filosofía contemporánea, modificándolos para hacerlos capaces de expresar la fe. Y, cuando faltan, lo que tienen que hacer los cristianos es inventar otros nuevos.

 

Hace dos años, en España, hubo un debate en algunos medios conservadores por la pregunta «¿Dónde están los intelectuales cristianos?». ¿Tienen derecho los intelectuales católicos a participar en la conversación pública desde la perspectiva de su fe?

Esta pregunta es difícil de responder porque está mal planteada. En primer lugar, los tiempos en que se necesitaban y se producían intelectuales quizá hayan pasado: surgieron en el siglo XVIII y florecieron desde el XIX hasta mediados del XX. Un intelectual es alguien que supuestamente tiene habilidades y conocimientos muy cualificados en un campo y los utiliza para hablar sobre cualquier otra cuestión. Es alguien que trafica con su autoridad. Así que todo el mundo puede pretender ser un intelectual. Y hubo intelectuales católicos como los hubo marxistas o capitalistas. Yo no lo soy ni pretendo serlo. La mayoría de las veces, los intelectuales ni escriben libros, ni hacen demostraciones, ni argumentan. Eso sí: hablan en los medios de comunicación, donde no hacen falta argumentos ni se llevan a cabo investigaciones serias. De modo que, si no hay intelectuales católicos, mejor. Hemos tenido demasiados. Además, los cristianos no tenemos por qué tener éxito. Jesús no lo tuvo. En segundo lugar, en el vocabulario fundamental de la teología no hay nada —ni en latín ni en griego— que pueda traducirse por intelectual. Tenemos pastores, apóstoles, mártires, testigos, santos, teólogos, filósofos… pero no intelectuales. No es un concepto teológico.

 

¿Y qué es un católico que piensa?

Alguien que asume que lo que creemos es completamente racional. Racional, en efecto, de un modo más sofisticado que el positivismo habitual. Por contraposición: ¿qué es un católico que no piensa? Un tipo que está convencido de que, en alguna parte —ya sea en la tierra, en el cielo o, por qué no, en el infierno— existe un acervo de pensamiento ortodoxo católico, y que lo único que hay que hacer es conocerlo, repetirlo y argüirlo. Esto es ideología. En el catolicismo hay un Credo, y hay intentos siempre repetidos en cada momento de la historia de dar razón de él. La fe no es una forma de asumir algo que no entiendo, sino una forma de entender cosas que, al principio, parecen oscuras, contradictorias, extrañas.

 

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«Si abres una obra filosófica y la entiendes inmediatamente, tírala. En cambio, hay libros que son como el Everest. El hecho de que sean demasiado difíciles no es un problema. Necesitamos estar rodeados de libros difíciles»

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Usted vivió sus años de licenciatura y posgrado rodeado de algunos de los grandes genios de la filosofía. Nunca conoció a Heidegger ni a Husserl— aunque muchas de sus ideas dialogan con ellos—, pero sí trató de cerca a Lévinas, Ricœur y Derrida. ¿Cómo ha influido en su crecimiento intelectual el hecho de estar rodeado de esos gigantes? En particular, usted suele referirse a Von Balthasar y Michel Henry como sus maestros.

Yo me abstendría de emplear esa palabra. Los maestros no son las personas, sino aquello sobre lo que las personas hablan, los conceptos que han creado. Von Balthasar, Ratzinger o De Lubac, a quienes he conocido personalmente y con quienes he discutido a menudo, eran grandes eruditos, conocedores de todo. Sin duda, su infinito horizonte cultural me impresionó. Pero se puede conocer a mucha gente así. Lo que marca la diferencia es que estas personas han inventado algo. De Lubac es el maestro de la deconstrucción teológica. Además, su redescubrimiento del sentido de la Escritura en la historia de la hermenéutica es importantísimo. Michel Henry y Lévinas eran extraordinarios, pero es que, además, descubrieron un nuevo continente. Se puede estar impresionado por una personalidad sin estarlo por su doctrina, pero a mí lo primero que me impactó fueron sus descubrimientos. Y esta es una regla que he intentado mantener en mi propia vida académica: puedes intentar convencer a la gente de tus ideas mediante argumentos, pero nunca debes intentar seducir con tu persona. Nada de discípulos: solo estudiantes.

 

¿Cuál es el papel del asombro en la enseñanza de la filosofía?

Estoy convencido de que la filosofía consiste en sorprenderse e inquietarse. No solo porque te desconcierten una dificultad o una situación ininteligible. El sorprenderse viene de sospechar que lo que aún no comprendes podría, sin embargo, ser comprendido si te vuelves lo suficientemente inteligente como para descubrir otra lógica. En la sorpresa, hay que afrontar la posibilidad de una paradoja, y no hay filosofía sin paradoja. Hay muchas paradojas positivas que no hay que intentar disolver, sino que conviene modificar la lógica. Y esto es cierto en filosofía, en literatura, en poesía, en arte y también en teología.

 

El eros

 

Para pensar sobre el amor, necesitamos un concepto —eros— que unifique los distintos amores: a uno mismo, a los amigos, a los hijos, a los padres, al cónyuge, a Dios. El significado del eros progresa desde la pregunta «¿Alguien me ama?» a la pregunta «¿Puedo yo mismo amar primero?» para al final advertir que en el amor recibimos nuestro propio ser del otro. El eros siempre tiene un componente carnal porque, en todas las formas de amor, amamos desde nuestra propia carne. Sin embargo, el eros encarnado no siempre implica sexualidad. Así sucede en la amistad o en la maternidad. El verdadero eros implica fidelidad, que es el nombre del tiempo erótico. Sin fidelidad, el erotismo se desvanece, porque le falta tiempo.

 

 

Suele afirmarse que los jóvenes ya no leen y que despertar el asombro es cada vez más difícil en una atención saturada por la tecnología. ¿Qué relación tiene la lectura con el asombro? ¿Es posible reavivar en los jóvenes el entusiasmo por los grandes libros?

Hoy en día, la tendencia en auge es que los profesores lean en clase una serie de citas de los autores que están enseñando. Cuando haces eso, el texto escrito por otras mentes se convierte en la confirmación de las ideas de los intérpretes, de los profesores. Es decir, estás seleccionando un texto corto para apoyar y reforzar tu propio punto de vista. En el fondo, el texto se cita para asimilar al autor a la propia posición. Eso es cerrar el campo, zanjar la cuestión y clausurar el debate. Cuando se lee un texto difícil de principio a fin, el efecto es exactamente el contrario. Como lector, tienes que poner entre paréntesis tu propia comprensión espontánea porque, muchas veces, no se ajusta al texto y lo que pensabas antes de leer no te sirve para entender el argumento del libro. Hay que aprender de los libros una nueva forma de pensar. No se trata de aprender cosas nuevas o de convertirse en un erudito, sino de aprender a pensar del modo en que te enseña el libro. Esto exige mucho tiempo y, habitualmente, varios intentos. Pero es estupendo.

La lectura también tiene que ver con nuestra percepción del mundo. Para Heidegger, no es que, porque el mundo existe, nosotros estemos abiertos a él. Es al revés: el mundo existe porque nosotros estamos abiertos a él. La cultura significa que tu mundo es tan amplio como tu capacidad para abrirlo. Nuestro mundo se engrandece mucho más a través de la educación que a través de la variedad de experiencias. Viajar no es la manera de abrirse al mundo. Quédate en las aulas si quieres ensanchar tu vivencia. Si viajas manteniendo intacto tu mundo interior, solo verás lo que ya tenías en la mente. Por eso, Séneca escribió que hay mucha gente que viaja y vuelve sin nada nuevo.

 

Leer libros de filosofía puede resultar una tarea ardua...

Si abres una obra filosófica y la entiendes inmediatamente, tírala. En cambio, hay libros que son como el Everest. Tienes que entrenarte. Y el hecho de que sean demasiado difíciles no es un problema. Es más, necesitamos estar rodeados de libros que son más difíciles de lo que somos capaces de entender, y siempre deberían estar en nuestras estanterías o en la mesita de noche. Yo solía decir a mis alumnos que no me interesaban sus inclinaciones filosóficas ni las clases a las que estaban yendo. Lo único que quería saber era qué libros estaban leyendo en serio. ¿Has leído la Crítica de la razón pura de Kant, la Metafísica de Descartes, las Investigaciones lógicas de Husserl, Ser y tiempo de Heidegger? ¿Y en su lengua original? Insisto en que hay que leer los originales porque ningún léxico filosófico de una lengua coincide exactamente con otro léxico filosófico de otra. Hay que profundizar en el texto leyéndolo en la lengua original. Lógicamente, eso exige mucho más tiempo. Pero creo que esa es la razón por la que algunas de mis clases no son del todo aburridas. Intento no comentar el texto en sus propias palabras, sino mostrar lo que está en juego detrás de las palabras y de los conceptos. Por eso intento comentar la traducción y deconstruirla. No porque la traducción sea errónea, sino porque en la inexactitud de la traducción se descubre el problema que subyace. Por eso, en filosofía, intento emplear comparaciones de la vida cotidiana: chistes, argot, referencias deportivas. Porque, a veces, ayudan a captar mejor lo que se quiere decir. La verdadera diferencia, la verdadera dificultad es que un buen profesor puede explicar el sentido evidente de un texto difícil, puede explicar la evolución de la doctrina del filósofo, o por qué y hasta qué punto está en desacuerdo con otros filósofos anteriores. Pero cuando el profesor es él mismo filósofo —y no siempre es el caso— puede explicarte cuál es la verdadera dificultad a la que se enfrenta el texto.

 

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«La gente no cree que haya una unidad entre eros y agapé. Por eso hacen tan mal el amor. Si puedo dar un consejo, diría que el amor sin agapé lleva directamente a la pornografía»

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Uno de sus temas preferidos es el amor. Su obra El fenómeno erótico, cumbre de esta materia, tiene muchas sinergias con la Deus caritas est de Benedicto XVI. En esta carta encíclica, el papa argumenta que el cristianismo unifica el eros [un amor humano, centrado en saciar los propios deseos] y el agapé [divino, sacrificial, ascendente] porque llama al eros a una purificación que le permita «dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser». ¿Qué pueden aportar estas consideraciones teóricas al modo en que amamos?

El papa Benedicto no necesitaba El fenómeno erótico para escribir Deus caritas est. Por cierto, fue la primera vez que un papa promulgó una encíclica sobre el amor, al menos desde el Concilio de Trento. Aunque Ratzinger solo hubiera hecho eso, sería un gran papa. El acuerdo entre su punto de vista y el mío es obvio, y se basa en una larga tradición cristiana. La incompatibilidad del eros y el agapé es una postura protestante inventada y artificial. No entiendo muy bien por qué el libro de Anders Nygren tuvo tanta acogida [Habla de Eros y agapé, de 1932, que sostiene esa incompatibilidad. Benedicto XVI, en Deus caritas est, responde a ese texto de inspiración luterana]. Una posible respuesta es que la gente está implícitamente de acuerdo con su posición. Por eso hacen tan mal el amor. Si haces el amor sin agapé, fracasarás. Si puedo dar un consejo, diría que el amor sin agapé lleva directamente a la pornografía. Y así estamos. Para mí, lo increíble fue que la gente se sorprendiera por mi afirmación de la unidad del amor. Es un síntoma de hasta qué punto el moralismo, el jansenismo y el calvinismo han afectado a la moral cristiana.

 

Es una tragedia el incremento del consumo de pornografía. ¿Cómo cree que afecta a nuestra capacidad de amar el hecho de estar expuestos a una sociedad profundamente erotizada?

Creo que nuestra sociedad es muy pobre en erotismo. La Edad Media, Roma, el siglo XII, el XVI o el XVII, en esas épocas, todo era erotismo. La noción de eros es compleja; con ella, pretendo dar cuenta de algo que está muy presente en la tradición cristiana: el amor, la caridad, la ternura no son cosas distintas, sino lo mismo. Dionisio el Areopagita escribió que eros es uno de los nombres de Dios. El eros, aunque siempre está conectado con la carne, no implica necesariamente sexo, que es un aspecto biológico del erotismo.

El fenómeno erótico se caracteriza por ser una relación absolutamente individualizada, insustituible, inmultiplicable, incondicionada. Por eso, en la amistad o en la maternidad se da una erotización que no lleva a lo sexual. Incluso la expresión «amor entre personas del mismo sexo» no siempre se ha referido a parejas con relaciones sexuales. Puede haber una relación erótica no sexual entre personas del mismo sexo: esto es muy claro en la época medieval, no solo en la vida monástica, sino también en las relaciones feudales. También puede darse una relación erótica entre dos personas de distinto sexo sin que haya relaciones sexuales, y no pasa nada.

¿Cómo se puede tener una relación no superficial que no sea, de alguna manera, erótica? Entre un profesor y los alumnos hay una relación erótica en ese sentido. Pero eso no significa que se acuesten juntos. Recuerdo que, cuando llegué a las universidades de Estados Unidos, lo primero que recibí fue esta recomendación: «No tengas sexo con tus estudiantes». Bueno, eso ya lo sé, nunca lo hago. El comentario es sintomático de una sociedad pornográfica y, por tanto, pobre en erotismo. En la pornografía no hay experiencia del otro, que solo es visto como un objeto. Lo único que hay es experiencia de uno mismo, y muy triste. La pornografía no solo insulta al otro reduciéndolo a cosa, sino también a quien la consume. Por tanto, para nada somos una sociedad excesivamente erotizada, sino todo lo contrario.

 

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Semanas después de la entrevista, Marion nos invitó a varios de sus alumnos a una cena en su casa de París: un apartamento que es casi una excusa para albergar libros. Encendió una pipa y otra hasta bien entrada la noche. Habló de geopolítica, de vinos, de la Iglesia y de su gran pasión, el Tour. El humo y el vino y la conversación, inmultiplicables, envolvían la definición marionana del eros. «¿Qué está en juego en el trabajo de un profesor universitario?», me preguntó Marion cuando mi compañero Pierre se marchó. «Tener alumnos como este». Y aspiró otra bocanada de tabaco.

 

 

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