Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

«Una ola de neopuritanismo brutal amenaza la libertad de expresión»

Texto Miguel Ángel Iriarte [Com 97 PhD 16] Fotografía Manuel Castells [Com 87]

Jorge Bustos Táuler (Madrid, 1982) dirige desde 2017 la sección de Opinión del diario El Mundo y pertenece a un grupo de columnistas jóvenes que, por el cuidado estilístico de sus textos, su carácter directo y sin complejos y su presencia en varios medios (tradicionales y digitales), se han convertido en referencias relevantes del panorama informativo en España. Participó en la Universidad en un encuentro organizado por el Instituto Cultura y Sociedad. En esta entrevista aporta sus impresiones sobre el presente y el futuro del periodismo y, en particular, acerca de la importancia del columnismo actual en la configuración de la opinión pública.


Además de trabajar en El Mundo, usted colabora como comentarista político en programas de radio y televisión que suelen situarse en ámbitos políticos muy variados. En los últimos cuatro años ha publicado cuatro libros. El deporte también le interesa y escribe con frecuencia sobre él. Acude a presentaciones y conferencias para hablar sobre la escritura y el columnismo. Ante este panorama tan diverso, cabe preguntarse: ¿quién es Jorge Bustos?

Es una pregunta difícil. No soy fácil de etiquetar, ni siquiera por mí mismo. Precisamente esa ha sido mi conquista. Provengo de una tradición, de una familia y unos valores fácilmente etiquetables en la derecha tradicional y, al mismo tiempo, mi camino personal ha ido —sin romper con lo anterior— incorporando otros valores que serían susceptibles de situarse en otros espectros ideológicos si funcionáramos todavía con esas categorías, que creo que están siendo superadas. El siglo xx fue el del encono de las ideologías, y el siglo xxi tiene que ser un siglo más líquido, más mezclado. Ojalá sea el siglo de un humanismo revitalizado, aunque creo que la cultura humanística y la tradición de la lectoescritura están amenazadas. No sabemos todavía cómo va a salir.

España —pensando en los votantes, en los políticos, en los periodistas— todavía es un país aficionado a los esquemas duros, rígidos, quizá por la tradición del honor calderoniano, de la limpieza de sangre, los siglos de Inquisición ahora reconvertidos en cotilleo ideológico, sentimental, político… Nos gusta etiquetar, nos gusta encasillar. Nos fallan los pies si no conseguimos saber quién es nuestro adversario y ubicarle bien. Y, si no encaja en nuestras estanterías, le metemos en ellas a martillazos. En muchos articulistas se da esta falacia del hombre de paja, que consiste en construir a tu adversario y caricaturizarlo a tu gusto para poder derribarlo. Pero no es tu adversario a quien atacas sino la caricatura que tú has creado. Así se destruyen algunas categorías muy fructíferas, desde mi punto de vista, como el liberalismo progresista, que hoy parece un oxímoron, algo así como la nieve negra. Pero hay grandes autores, desde Adam Smith, John Stuart Mill, pasando por Schumpeter, Revel, Orwell o Camus, que orbitan en torno a ese concepto liberal. Yo quisiera servir a esa línea, aunque dejando claro que soy un modesto proletario de la tecla que, eso sí, intenta llevar al periodismo un poquito del humanismo que aprendió en su familia y gracias a sus lecturas y a su vocación literaria.

¿Qué le llevó al periodismo profesional tras sus estudios de Filología?

Para mí la universidad supuso un choque total. Yo venía de un colegio privado
religioso y llegué a la Facultad de Filología de una universidad grande como la Complutense en los años de la guerra de Irak y del Prestige. El impacto con la politización fue brutal, aunque muy fructífero, epifánico. Un choque en el que uno tiene que salvar lo que cree salvable de su bagaje e incorporar nuevas influencias, criticando aquello a lo que te enfrentas, acostumbrándote a ir a la contra. Sé que es una simplificación, pero en Filología me sentía en un mundo polvoriento, de una erudición estéril. Yo quería salir de allí, la verdad. Me encantaba el debate político y me encantaba el columnismo desde los catorce años. Pero cuando llegué al periodismo me sentí un poco desubicado porque es un campo de batalla a veces muy banal, muy superficial, de ambiciones muy cortas, donde algunos de los profesionales más afamados no leen un libro al año, y yo venía de todo lo contrario; leíamos cuatro o cinco clásicos por semana. Así que ando siempre como entre dos aguas.

 

Impulsos eternos que dan vida al periodismo

Según usted, el periodismo atraviesa un momento en el que lo viejo no termina de desaparecer y lo nuevo no acaba de llegar. ¿Cómo describiría esta situación?

Creo que hay que acotar el problema, que tiene más de industrial que de concepto. El periodismo estaba en Heródoto de algún modo y continuará en el futuro. Contar las cosas, analizarlas, explicarlas y llevarlas a un público es algo que se puede hacer de muchas maneras, pero que no puede morir. La actividad narrativa está enraizada en la antropología. Si algún día un chip hace que comprendamos de manera inmediata, quizá el periodismo muera, pero, mientras necesitemos la palabra para explicar el mundo, el periodismo tendrá su función. Otra cosa es el modelo industrial, que ha entrado en crisis por la revolución tecnológica, como han entrado en crisis otros sectores como los taxis. Internet es un meteorito mayor que el que trajo la imprenta de Gutenberg y altera el panorama. Estamos en una era postindustrial. Pienso que hay que reformularlo todo pero sin grandes aspavientos apocalípticos. El ser humano y el modelo económico capitalista han demostrado suficiente capacidad de reinvención para asimilar los cambios de paradigma científico. A mí no me
preocupa esa parte porque la crisis industrial del periodismo la arreglará un ingeniero en un garaje. Me preocupa que la gente siga acudiendo a los profesionales de la narración para enterarse de cómo va su país o de quién intenta manipularle. Espero que esos sean impulsos eternos.

En este contexto, ¿qué cree que necesitan aprender los estudiantes de Comunicación en sus años de universidad?

De entrada, mi consejo es que lean mucho, si pueden dos horas al día. Hay cuestiones técnicas que deben aprenderse —manejar programas informáticos, editar imágenes— pero ese no es mi mundo, ni creo que sea lo que el lector demande. Pienso que el lector del futuro esperará del periodista lo mismo que el del pasado, y eso es fruto del estudio y la lectura. En mi caso, si tengo mi trabajo actual, es por el estudio y la lectura. Mis conocimientos informáticos son infames. En cambio, he dedicado muchas horas y días a formar la capacidad de hablar. Son días pasados en casa leyendo. Esas horas te hacen capaz de utilizar el lenguaje, de dominarlo. Te vuelves expresivo para los demás, y esto es algo que el mercado premia. Yo fui consciente desde pequeño de que el manejo del lenguaje me iba a dar de comer. Me di cuenta de que para ser bueno en cualquier campo tienes que hablar bien; tienes que entender las frases más rápido que los demás, tienes que responder más rápido que los demás… Y todo eso solo se trabaja leyendo en soledad, apagando el móvil. Puede sonar reaccionario pero hay momentos en que lo apago y estoy dos horas leyendo. No es una acción nostálgica, melancólica: sé que eso me va a dar de comer en el futuro. Si no tienes nada que transmitir, los medios tecnológicos no sirven para nada. Y eso hay que buscarlo en los clásicos y en los sabios actuales.

¿Piensa que el lector pagará por determinados contenidos periodísticos?

La gente paga por consumir ficción. Basta ver lo que ha ocurrido con Netflix. Llegará un momento, después de una ola de gobiernos populistas que arruinen los países, en que la gente querrá información de calidad para no tener que votar a políticos que les engañan. El primer efecto de la llegada de Donald Trump fue el aumento de suscriptores de The New York Times. El periodismo siempre fue minoritario, no nos engañemos. Lo que ha muerto son las grandes tiradas de periódicos que superaban el millón de ejemplares en los años ochenta y noventa en España. Yo creo que se confeccionarán periódicos en internet personalizados con la ayuda de un algoritmo que mezclará las noticias, editoriales, reportajes y columnas adecuados a cada uno. Esperemos que no utilice la burbuja algorítmica que te aísla de la confrontación con cualquier idea ajena a tu perfil, sino que incorpore columnas y noticias que sean ideológicamente antagónicas al propio consumidor; así se le obligará a enfrentarse al cuestionamiento de sus propias ideas y sus prejuicios. Esa sería una gran aportación: una fusión de tecnología y humanismo que haría un gran servicio al lector.

Pero el papel desparecerá.

¡No lo sé! En el sector editorial, por ejemplo, el libro de papel ha resistido al e-book. En cambio, los periódicos impresos sí están bajando. No sé si quedarán solo para el fin de semana. Quizá queden como un producto algo nostálgico, oloroso, bien hecho, que aporta «la experiencia de leer». A mí eso no me preocupa. Yo leo los periódicos en la tableta, aunque en la versión diseñada para la imprenta. Sobre esto ha teorizado bastante Arcadi Espada; es verdad que no se ha superado la inteligencia tipográfica como herramienta para decir al lector qué es lo importante: qué implica un titular a cinco columnas, etc. Te llega la información perfectamente organizada por profesionales del relato, los periodistas, y eso no es el scroll desordenado de una web. Yo creo que incluso en España, donde todavía no hay cultura de hacerlo, en el futuro una minoría pagará por los contenidos y se garantizará una supervivencia ilustrada del periodismo.

¿Qué importancia da a las redes sociales y, en particular, a Twitter en la formación de opinión hoy?

Twitter es una reproducción a escala de la humanidad. No es ni heroica ni villana. En Twitter encuentras de todo. Es verdad que hay un inconveniente, que es el anonimato, pero lo que sucede en el mundo virtual es real. Un insulto en Twitter es un insulto, por mucho que tu nombre sea falso. Reconozco que a mí me ha ayudado, en los años que pasé en la precariedad (2013 y 2014), buscando cómo llegar a fin de mes, tratando de llegar a un medio que pagara mejor. Utilicé Twitter sin rebozo, haciendo propaganda de mis propios textos y no me salió mal. Al mismo tiempo te fajas en el ataque, en el contraataque, aprendes la condición del ser humano, te endureces, acabas generando una sana indiferencia ante la indignación permanente. Hoy en día he alcanzado una especie de ataraxia tuitera. Solo le dedico el tiempo que necesito para hacer comentarios que yo quiera y promocionar los artículos de las firmas de mi periódico. Entiendo que el periodismo y el entretenimiento se entremezclan, como siempre ha ocurrido, y por eso hago comentarios irónicos o jocosos y también análisis serios. De hecho, me han llamado partidos políticos enfadados por tuits que he publicado, pero esto ya no me condiciona. Quizá hace años lo hubiera hecho, pero ahora no. Creo que ahora que estoy en una posición más sólida, soy más independiente que cuando estaba intentando acceder a un puesto de trabajo estable. Junto a la autonomía uno nota también un ascenso de la responsabilidad; pasas del griterío adolescente de lanzar la piedra desde el anonimato a saber que, si lanzas una piedra, quizá le dé a una persona que puede llamarte al día siguiente. Por eso, ayuda mucho hablar con los políticos de todos los partidos, ir al Congreso. Ayuda a no convertirse en un francotirador tuitero, que está en pijama, que no tiene contacto con la realidad y se pasa el día opinando.

No hay que confundir la irrelevancia con la independencia. Algunas personas en el mundo digital —los blogs, los periódicos digitales— van de independientes porque dicen barbaridades pero, si no obtienes ninguna reacción del poder, si a nadie le importa lo que digas, es muy fácil ser independiente. Lo difícil es ser independiente cuando tus opiniones influyen y conforman la opinión pública; cuando ves tus textos replicados en boca de los tertulianos al día siguiente. Dicho esto, me está pasando que, cuanto más tiempo llevo como jefe de Opinión y, por tanto, más acceso tengo a opiniones muy diferentes (políticos, empresarios, a todo el barullo de la sociedad moderna compleja) más dudas tengo. Se supone que un jefe de Opinión debería ser alguien con ideas claras, que marque un camino, una línea editorial. En mi caso, creo que cada vez soy más consciente de la complejidad de todo.

 

«Neocolumnismo de extremo centro»

Actualmente se habla de una nueva generación de columnistas en España. ¿Le gusta que le incluyan en ella? 

Me enorgullece. Algunos universitarios me han dicho que están estudiando columnas de David Gistau, de Manuel Jabois, mías…, y es un honor, aunque pienso que nos unen solo cuestiones generacionales, no tanto ideológicas ni estilísticas.

¿Hasta qué punto la figura de Francisco Umbral es una referencia para este grupo?

El influjo de Umbral es inevitable: es una sombra totémica que se cierne sobre cualquier columnista porque él llevó la pose del columnista a su perfección publicitaria, lo mismo que Cela inventó el escritor publicista. La figura de Umbral no se puede esquivar, pero emular esa especie de soniquete adjetival cañí que él tenía no creo que sea lo más rescatable de Umbral. Personalmente prefiero quedarme con Trilogía de Madrid y con las reflexiones y percepciones más profundas de las que era capaz y no solo con comentarios de actualidad o de la Transición que tienen seguidores y emuladores —yo, desde luego, no estoy entre ellos; algunos buenos amigos míos sí—. Al mismo tiempo, Umbral era un producto de las lecturas que había hecho de las obras de Ramón Gómez de la Serna, César González-Ruano y otros autores. Es decir, Umbral no es el Adán del columnismo sino un eslabón más en una cadena de escritores anteriores con los que personalmente me identifico más. Por ejemplo, reivindico con frecuencia a Wenceslao Fernández Flórez y a Azorín en la crónica parlamentaria y, en general, creo que leer a los maestros es una obligación para evitar el adanismo. No puedes pretender inventar el columnismo. Hay que tener la modestia de leerlos y, al final de ese magisterio, quizá escribir algo decente.

Algunas personas —por ejemplo el profesor Íñigo F. Lomana, autor de un artículo publicado en El Español— descalifican el modo de escribir de columnistas como usted, Arturo Pérez-Reverte, Juan Tallón y otros por practicar un estilo «que vive a caballo entre la taberna y la biblioteca» y combina lo coloquial y lo lírico de manera extrema. ¿Cree que su estilo cae en esos excesos?

En su día leí ese artículo. Los autores y textos que se mencionan en él no se deberían valorar en conjunto porque son muy diferentes. Me parece un artículo con muchas trampas, probablemente dictado por la bilis. Pero hay una parte que comparto: la obsesión por lo que Juan Marsé llamaba la «prosa de sonajero». Es verdad que en muchos columnistas hay una obsesión por la forma en detrimento del fondo. Esto viene del Barroco y también está, por ejemplo, en Valle-Inclán. Esa es una crítica que yo comparto y que hago al umbralismo.

En ese mismo artículo se les critica por tratar de mantener de manera algo forzada y postiza una equidistancia respecto a la derecha y la izquierda política. Se habla de ustedes como «neocolumnismo de extremo centro». ¿Qué le parece esa denominación?

Tengo a gala pertenecer a ese «extremo centro», pero algunos grupos ideológicos actuales no toleran la idea de que el siglo xxi acabe anulando las actuales trincheras ideológicas. Por eso ha surgido el mantra que afirma que «quien dice que no es de derechas ni de izquierdas es de derechas». Eso lo dice el creyente de izquierdas porque necesita que su fe se mantenga, que el neomarxismo no haya sido superado, etcétera. Pero también a la derecha le interesan las trincheras. Hay un conservadurismo —que hemos visto en la victoria de Trump— que necesita un discurso reconocible del siglo xx con fronteras, con autoridad, con familia, con valores fuertes de la derecha que la posmodernidad ha ido diluyendo. Por tanto, la derecha tradicional y la izquierda paleomarxista se necesitan para seguir existiendo y no verse abocadas a enfrentarse a su propio sesgo cognitivo. Tratan de resucitar los viejos enfrentamientos de los siglos xix y xx y procuran que no se avance hacia donde vamos: un mundo sin ideologías. Pero es un hecho que la sociedad es de extremo centro. Yo creo que se acabará convirtiendo en una etiqueta reivindicable. Es aquello de Ortega y Gasset, para el que izquierda y derecha eran dos maneras de ser imbécil. 

Personalmente, tuve mi época de fanatismo, de creer que estaba en posesión de la absoluta verdad, de defender posiciones muy fuertes para gritarles a los demás que estaban equivocados. Y la vida te conduce a experiencias, lecturas y conversaciones que ayudan a matizar. Madurar es matizar. Al final acabas llegando a la conclusión de que el individuo está por encima de la ideología. De hecho, hay cierta derecha que me considera un traidor y hay cierta izquierda que me considera un fascista. Seguir jugando con esas etiquetas a mí solo me causa ternura; creo que están
condenadas al fracaso porque le están
saliendo telarañas a todo ese mundo. Por eso en Europa luchan ahora viejos partidos homogéneos con nuevos partidos mestizos… y en España lo veremos pronto. No creo que sea posible seguir pensando en esas categorías de autojustificación de izquierda y derecha, de tradición y modernidad, de catolicismo y progresismo, como si no pudieran estar mezcladas.

¿Hay algún asunto del que ve preferible no escribir o hablar por las repercusiones mediáticas o sociales que podría generar?

Pienso que vivimos una ola de neopuritanismo brutal que amenaza la libertad de expresión. Por ejemplo, hay editoriales que contratan a lectores especializados en corrección política para purgar los manuscritos y evitar posibles escándalos posteriores con diferentes colectivos. Así matas la literatura. Decía Orwell que la literatura es un animal salvaje que no cría en cautividad. La cautividad puede ser comunista —la que criticaba Orwell— o puede ser identitaria de muchos tipos. Lo cual no significa —y en esto voy a discrepar de la derecha— que la corrección política no tuviera un sentido positivo de convivencia viendo dónde nos había llevado la intransigencia en el siglo xx. Es decir, el hecho de que se haya abusado del cuidado del lenguaje para no atacar a las personas homosexuales, para no ir contra las mujeres, para hacer el propio lenguaje más inclusivo, no significa que ahora tengamos que tirar todo eso por tierra y caer en las verdades del barquero que da un puñetazo en la barra. No. Está claro que hay que tener una responsabilidad al utilizar las palabras, y que si uno se equivoca tiene que pedir perdón y no puede ampararse en su libertad de «creador incomprendido». No creo en eso de «Yo soy políticamente incorrecto». Creo que, más bien, quien habla así es un estúpido y está demostrando que no tiene verdaderas razones profundas para defender sus opiniones y su incorrección. En ese sentido, discrepo de la derecha, que ha hecho de la incorrección política una especie de bandera. Ahora bien, en mi extremo centrismo, no caeré en el extremo opuesto, que pretende prohibir obras como Lolita por interpretarla como una apología de la pederastia. A eso me refiero con neopuritanismo: al patrullaje que ciertos colectivos —feministas, animalistas, multiculturalistas— hacen por los medios y las redes para purgarlas de opiniones que les ofenden. En nombre de la tolerancia instalan la intolerancia. Me parece que actitudes así atacan los cimientos de la cultura occidental desde Erasmo de Róterdam. No me verán ni en un sitio ni en el otro porque creo que la verdad no está en ninguno de ellos. 

Claro que hay que ser respetuosos en un momento en el que cada palabra puede alcanzar una expansión tremenda y llegar a cualquier sitio, pero también hay que evitar el otro extremo. De hecho, hoy día una gran parte del trabajo de personas que somos responsables de Opinión en medios es defender la libertad de opinión de nuestros escritores, de nuestras firmas, frente a los totalitarismos identitarios de cualquier minoría que quiera imponerse por razones de género, de raza, etcétera.

En conjunto, ¿usted es optimista o pesimista? ¿Cree que vamos a mejor o a peor?

Soy optimista. Pienso que de fondo se va imponiendo una línea de mejora humana y social. Esa línea general no está exenta de retrocesos catastróficos, como hemos visto en el siglo xx pero, precisamente porque eso ocurrió, ahora hay más voces comprometidas con el progreso verdadero para evitar ese abismo de los fanatismos, de los populismos. Pienso que hemos creado suficientes cortafuegos para impedir el retroceso. El hecho de que el ser humano haya alcanzado hace más de medio siglo la capacidad fáctica de destruir el planeta y no haya pulsado el botón ya es una señal para la esperanza. Si fuéramos tan irracionales, si estuviéramos poseídos por el fanatismo sin posibilidad de redención, este mundo habría desaparecido. En cambio, son los valores básicos del humanismo los que siguen guiando al periodismo. Si te apartas un poco del cuadro, verás que la luz está ganando.