Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

José María Albareda. La ciencia al servicio de Dios

Texto Pablo Pérez López Fotografía Archivo Universidad de Navarra

José María Albareda fue químico, farmacéutico y sacerdote, se formó en varios países europeos cuando España apenas miraba más allá de sus fronteras, promovió el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)al terminar la Guerra Civil y trabajó siempre con el convencimiento de que su servicio a Dios pasaba por promover la investigación científica. Hace cincuenta años fue nombrado rector de la Universidad de Navarra.


José maría albareda nació en 1902 en Caspe, donde su padre regentaba una farmacia. Manifestó una precoz inclinación literaria y también política, que encontraron un caldo de cultivo en el ambiente familiar, en el que no faltaban artistas y había interés por actuar en la vida ciudadana. Su padre, además de boticario, fue promotor de mejoras agrícolas y de la instalación de pequeñas industrias en el medio rural, dirigente del sindicato católico agrícola, y militante del incipiente movimiento demócrata cristiano.

Inclinado a la investigación científica, José María deseaba cursar los estudios de Química, pero se plegó al criterio pragmático de su padre y estudió Farmacia en Madrid. Licenciado en 1922, emprendió entonces los estudios de Química en Zaragoza, donde obtuvo una plaza de profesor ayudante en 1926. Allí preparó su primera tesis doctoral, que defendió en Madrid en 1927. Por entonces, la llamada Universidad Central era el único centro en el que se podía obtener el título de doctor. Esta circunstancia tiene relación con la primera publicación de José María Albareda: Biología política, de 1923. Era una defensa de la descentralización política y administrativa como forma de superar la resistencia al desarrollo que el joven autor detectaba. El modelo era, a su parecer, el impulso autónomo de los catalanes, ejemplo de regeneración cultural, económica y política. Movido por ese interés, Albareda se adhirió a movimientos aragonesistas y al Partido Social Popular, el primer partido demócrata-cristiano. Era también, coincidiendo con la tradición familiar, hombre de arraigadas creencias religiosas.

Investigador sin fronteras. Ya doctor, y licenciado en Químicas, se sintió atraído por la investigación. Las dificultades que encontró para conseguir un puesto que le permitiera dedicarse a ella le empujaron a presentarse a las oposiciones de catedrático de instituto, que ganó en 1928. Ese mismo año solicitó una pensión para realizar ampliación de estudios en el extranjero.

El organismo que por entonces facilitaba esas ayudas era la Junta para la Ampliación de Estudios (JAE), pionera en la promoción estatal de la investigación. Fundada en 1907, se centró en la creación y mantenimiento de algunos centros de investigación y en el desarrollo de un programa de becas de investigación para ampliar estudios en el extranjero. La Junta nació de la idea de que España necesitaba modernizarse, y de que eso era sinónimo de conseguir imitar la ciencia que se hacía en Europa, especialmente en Alemania. La JAE tenía, además, una particularidad ideológica: entendía que el atraso cultural español estaba motivado, al menos en buena parte, por el apego a ideas religiosas. Sus promotores tenían una intención laicista en competencia u oposición a la importante tarea educativa realizada por entidades religiosas en España.

La JAE recibió un importante apoyo del Estado, aunque muchos investigadores lo consideraron siempre menor que el que merecía. Uno de su sus becarios fue José María Albareda. Disfrutó de su primera pensión de estudios en Bon, Zurich —en su prestigioso Politécnico— y Könisberg entre 1928 y 1930. De esas estancias surgió su especialización en Química del suelo, tema doblemente querido para él por su interés por la investigación química y por los efectos prácticos que vislumbraba tras esos trabajos: se trataba de modernizar el campo español.

De regreso preparó una segunda tesis doctoral en 1931. Al año siguiente se volvió a marchar al extranjero para pasar dos años en laboratorios de investigación de Física y Química del suelo en el Reino Unido. En el verano de 1934 realizó un viaje por otros centros de investigación del centro de Europa: Berlín, Leipzig, Dresde, Praga y Budapest. Acumuló así un importante bagaje en torno al estudio físico-biológico de los suelos, y se cargó de deseos de imitar lo que había visto.

En 1935 consiguió un puesto docente en Madrid, donde los responsables de la investigación química se habían fijado en él para impulsar una línea de investigación en Química del suelo en la Universidad. En 1936 Albareda propuso a la JAE realizar otra estancia de investigación en centros de estudio de los Estados Unidos, en California, Arizona y Nuevo México, lugares con terrenos áridos como los españoles. En julio de 1936 conoció que se le había concedido la beca pero, esa misma semana, la quiebra política del país hizo imposible seguir adelante con sus planes: estalló el conflicto que desembocaría en una guerra que cambió su vida.

El levantamiento militar de julio de 1936 provocó el estallido de una revolución social y política de grandes dimensiones que disolvió, en la práctica, la República española y degeneró en la Guerra Civil. Albareda permaneció refugiado en Madrid, dedicado a la redacción de un libro sobre El suelo que había comenzado meses atrás. Allí conoció la noticia de que a su padre y a uno de sus hermanos los habían asesinado en su pueblo natal los exaltados izquierdistas que ejercían allí el poder. Cargado de dolor, comenzó a articular un proyecto de exilio: ganar Francia a través de los Pirineos. Lo hizo acompañando al fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá, al que había conocido poco antes en Madrid, convirtiéndose en uno de sus seguidores.

El primer contacto entre Albareda y Escrivá había tenido lugar en 1935, por consejo de un amigo del primero, Sebastián Cirac, sacerdote amigo de los dos. Cuando Albareda conoció la residencia de Ferraz intuyó que allí había “algo” —como escribió en un recuerdo autobiográfico— que era para él. En los meses siguientes conoció que ese “algo” era el Opus Dei, que Escrivá había fundado en Madrid en 1928. En plena guerra, en septiembre de 1937, el joven investigador confirmó su intuición de meses atrás y pidió su ingreso en el Opus Dei.

Sentimientos «revolucionarios». Cuando conoció el sistema de enseñanza superior y de investigación alemanes, manifestó su disgusto al compararlo con el español: “Hay momentos en que, pensando en nuestra enseñanza, me siento revolucionario; es triste pensar que gran parte de ella es una ficción”, y también: “Nadie obliga a investigar, a elaborar ciencia [en la universidad española]. El libro de [Santiago Ramón y] Cajal [se refiere a Reglas y consejos sobre investigación científica] magnífico. Lo pondría de texto obligatorio para todos los catedráticos, con la imposición para todos ellos de hacer durante las vacaciones ‘ejercicios intelectuales’ meditándolo”. 

Diez años más tarde, por la vía de la catástrofe, las circunstancias le permitieron hacer algo para cambiar la situación. Tras pasar a la zona en que no se sufría persecución religiosa, le asignaron un puesto en un instituto de Vitoria y entró en contacto con José Ibáñez Martín, que en agosto de 1939 se convirtió en ministro de Educación Nacional. En varias conversaciones con él, trataron su idea de lo que debía ser la investigación científica, y de esos encuentros surgieron los primeros proyectos de la institución que tomaría el relevo de la JAE, lo que terminaría por llamarse Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Confluían en la intención de Albareda tres importantes intereses. En primer término, su interés por la ciencia y la investigación. El segundo había surgido del trauma de la guerra y de su reflexión sobre los avatares políticos vividos en España. El tercero, más profundo, era la convicción de que el servicio que debía prestar a Dios pasaba justamente por promover la investigación científica. En ese empeño San Josemaría había actuado como catalizador, ya que una de sus líneas de trabajo era promover el crecimiento en sus hijos de una ilusión profesional de horizonte amplio que les llevara a emprender tareas de envergadura que construyeran un mundo más humano y más cristiano.

La república y la guerra habían extremaron las posturas políticas de Albareda, como las de casi todos su coetáneos. Desde 1931 era miembro de Acción Española, y la experiencia de lo que él consideraba fracasos republicanos le hizo dejar de creer que los organismos descentralizadores eran una solución y le convenció de que, si se quería evitar otro desastre como el vivido en la guerra, era urgente construir una ciencia más desarrollada y más acorde con lo que él entendía debía ser España: un país alejado de las veleidades políticas que habían terminado en catástrofe. La guerra debía servir de oportunidad para reaccionar contra el atraso y construir algo realmente nuevo, pero no ajeno a la tradición española, al contrario, enraizado en ella. Eso significaba, entre otras cosas, en consonancia con la religiosidad y la cultura tradicionales, que consideraba elementos de valor irreemplazable en la herencia cultural del país. En eso se enfrentaba a sus predecesores de la JAE, que aspiraban a lo contrario. Era la cicatriz más evidente de la guerra en el mundo de la organización científica, aunque no la única.

Así pues, había una intención de científico e investigador, y también otras política y prepolítica, religiosa. Esa mezcla, que puede parecer en detrimento de la calidad del esfuerzo científico es, sin embargo, común en quienes se ocupan de esta tarea. La promoción del conocimiento científico es un fin, pero también un medio para alcanzar el tipo de vida y de sociedad que se consideran ideales o deseables. Esa opción resulta fundamental para el tipo de ciencia que se hace y el modo de hacerla. La pretendida “neutralidad” del desarrollo no tiene nada de real, es pura abstracción.

En 1939 Albareda se convirtió en Secretario General del CSIC y al año siguiente obtuvo en la Universidad de Madrid la cátedra que la guerra había dejado en suspenso. 

El suelo y el cielo. Uno de los graves problemas que la guerra trajo consigo fue la acentuación de los criterios políticos en la selección del personal científico, hasta llegar al extremo del exilio y del asesinato. Tanto el bando republicano como el de Franco practicaron esta depuración de profesores e investigadores. La de los vencedores de la guerra, evidentemente, tuvo efectos más duraderos.

Albareda vivió de cerca esta realidad y consta que intercedió para conseguir la rehabilitación de algunos profesores y promovió para la ocupación de cargos en el nuevo CSIC a investigadores que otros consideraban políticamente sospechosos, como Luis Solé Sabarís, estigmatizado por algunos por su catalanismo.

La tarea de puesta en marcha del CSIC contó, pues, con la herencia de sus precedentes en el tiempo, y con el filtro ideológico que dominaba de resultas de la guerra. Su tarea no fue fácil, y menos en los comienzos: el país estaba destrozado, el mundo académico diezmado por las depuraciones y, ese mismo año 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial. No obstante, el tono era inicialmente de un voluntarismo exaltado: se quería hacer una «España nueva», como proclamaba la retórica política del momento, y la ciencia debía ocupar en ella un importante lugar.

El nuevo organismo trabajó en recoger la actividad que ya existía, tratar de organizarla y potenciarla. Uno de los cuidados de Albareda fue evitar que el Consejo concentrara su actividad en Madrid: «El CSIC no es madrileño», escribió. Lo consiguió sólo hasta cierto punto. Gran parte de su trabajo consistió en explicar a los investigadores qué les ofrecía el CSIC y cómo podían beneficiarse de él. En síntesis, descubría líneas de investigación y promocionaba a los grupos que las estaban desarrollando. Andando el tiempo, cuando el organismo fue cobrando cuerpo, también debió dedicar esfuerzos a desactivar enfrentamientos entre grupos rivales. El CSIC atendía a todas las ramas del saber para subrayar la importancia de su crecimiento armónico, desde las ciencias de la materia a las del espíritu, desde la técnica hasta la teología. Era la huella del espíritu de fusión de entusiasmo científico, religioso y político que inspiró el proyecto. En la práctica fue inevitable que las disciplinas científico-experimentales, especialmente las técnicas, acabaran teniendo presupuestos más altos. Su índole práctica las reclamaba con más premura que la Literatura, la Historia o la Teología.

En 1950, para celebrar el décimo aniversario del Consejo, acudieron cinco premios Nobel y representantes de centros de investigación que ponderaron el esfuerzo realizado y el avance de la ciencia española. El régimen de Franco apuntaba en su haber estos logros. Al margen de la inevitable disputa política, el hecho es que el CSIC estaba escribiendo una nueva página de la historia de la ciencia española.

Albareda permaneció en la Secretaría General del Consejo hasta su repentino fallecimiento en 1966. Para entonces el CSIC había crecido mucho, él había publicado cuatro libros —entre ellos Consideraciones sobre la investigación científica— y más de doscientos artículos en revistas especializadas. Fue nombrado doctor honoris causa por las Universidades de Lovaina y Toulousse, y recibió honores académicos dentro y fuera de España. En 1959 fue ordenado sacerdote y al año siguiente dejó su cátedra de Madrid para ocupar el rectorado de la Universidad de Navarra. En todas esas etapas, nunca dejó de cultivar su estudio de los suelos, y formó la primera generación de especialistas españoles en la materia. Su labor en la Universidad de Navarra fusionaba las dos mayores empresas de su vida: la labor apostólica del Opus Dei y la promoción de la ciencia. En ella trabajó de acuerdo con lo que le escribió san Josemaría en la que resultó ser su última carta para él: “[…] veo toda la ilusión que ponéis en esa Universidad de Navarra. Cada día os recuerdo con cariño y os encomiendo. Estoy seguro de que se hará, ahí y desde ahí, una estupenda tarea científica y sobrenatural”.