Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Ken Bain: «No estamos animando a la gente a superarse»

Texto: Álvaro Pérez Arieta [Com 03] y Manuel Martín Algarra [Com 86 PhD 91]   Ilustración: sr. García

Ken Bain conserva un entusiasmo poco común para su edad. Disfruta dialogando en Twitter sobre cualquier tema y está aprendiendo mandarín para entenderse mejor con varios de sus siete nietos, uno de ellos nacido en China. Bain, profesor de Historia de los Estados Unidos, es especialmente reconocido como autor del best seller Lo que hacen los mejores profesores universitarios y preside el Best Teachers Institute. Ha enseñado en varias universidades norteamericanas, en las que ha fundado centros para la mejora de la docencia. A lo largo de los años ha difundido la idea de que un aprendizaje auténtico se consigue afrontando problemas bellos e intrigantes.


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No pudo estar presente en Pamplona para impartir la conferencia que tenía comprometida con el Instituto Core Curriculum de la Universidad, pero Ken Bain se las ingenió para dar la charla en vídeo directo. Hijo de un profesor de Matemáticas de instituto, reconoce que los números le fascinaban, «y todavía lo siguen haciendo; pero, por desgracia, no tuve buenos maestros en el colegio», por lo que ha acabado dedicando su vida académica a su pasión: la historia. A sus 77 años está pensando en escribir un nuevo libro, titulado Supercourses, sobre los nuevos planes de estudios basados en el análisis de la motivación y el conocimiento humanos.

 

¿En qué momento y cómo se despierta su interés por la docencia?

Es algo que nace de la experiencia de haber tenido algunos profesores extraordinarios. Particularmente dos de ellos, Ralph Lynn [enseñaba Historia en la Universidad de Baylor hasta 1974], que influyó mucho en mí; y Paul Baker. Baker, que impartía  Arte Dramático en Texas, creó un curso de integración de habilidades que cambió mi vida y mi manera de mirar, y me hizo ser muy consciente de la importancia del aprendizaje profundo y de que la educación promueva la creatividad. Paul Baker construyó su enseñanza sobre una premisa clara: que cada cual es único y que cada uno de nosotros debemos comenzar nuestro aprendizaje mirando en nuestro interior, quiénes somos y de dónde venimos. Su otro gran presupuesto era que, si todos somos únicos, podemos aprender el uno del otro y también del resto de la humanidad.

 

¿Por qué eligió el curso de Arte Dramático de la Universidad de Baylor (Texas) para mejorar sus habilidades?

En un primer momento lo escogí porque un amigo me había hablado de él, pero cuando me apunté no tenía la menor  idea de sobre qué trataba. Dos meses después del inicio de estas clases comencé a darme cuenta de que era una de las experiencias más sorprendentes que iba a vivir, algo que podría marcarme profundamente, como así fue. De modo que decidí dejarlo y empezar de nuevo. Ahí descubrí que soy un slowlearner [alguien que aprende despacio], porque me llevó mi tiempo ser plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo. 

 

Su libro Lo que hacen los mejores profesores universitarios tiene una cierta carga de mayéutica socrática: invita a hacerse preguntas y mirar en el interior.

Lo que creo es que, para que la individualidad de cada uno dé fruto, necesitamos compartir y afrontar colectivamente los problemas. Los estudiantes deben trabajar en equipo para resolver las cuestiones que se plantean: así aprenden unos de otros. Conócete a ti mismo, sí, pero la riqueza del proceso creativo está en reconocer las buenas opiniones de otros,  integrarlas con las propias y desarrollar nuevas maneras de pensar con ellas. De este modo, las ideas de cada uno crecen en un suelo nutrido por diferentes perspectivas.

 

¿Cómo se puede generar un entorno adecuado para propiciar un aprendizaje profundo?

Lo contaré con un ejemplo. Hace unos veinte años, G. Wayne Clough, rector del Instituto de Tecnología de Georgia en Atlanta, Georgia Tech, tenía mucha imaginación y muchas ganas de innovar. Su planteamiento fue el siguiente: «Sabemos mucho sobre Ingeniería Biomédica, y parte de nuestro trabajo es continuar estudiando e investigando sobre esta materia. Pero también tenemos otra tarea: enseñar a otros Ingeniería Biomédica. El problema es que no hemos profundizado sobre la forma de aprender y la motivación humanas, así que no estamos preparados para esta segunda misión. Lo que debemos hacer es encontrar a alguien que sepa de este asunto e incorporarlo a nuestro claustro para que nos ayude a diseñar nuestras titulaciones». Lo hicieron, y la persona que se incorporó les aportó un gran valor. Como consecuencia, los programas formativos de Georgia Tech, apoyándose en la idea del problem-based learning [aprendizaje basado en problemas], lograron situarse a un gran nivel. Con esta metodología, los estudiantes aprenden esforzándose por resolver dificultades concretas, y al final aprecian el conocimiento que adquieren durante este proceso.

 

Ilustración: SR. GARCÍA

 

¿Y ese enfoque se traslada también a iniciativas tangibles?

Otra cosa que hizo Georgia Tech en aquellos años fue repensar sus instalaciones: el edificio académico tradicional, creado sobre la base del aula tradicional. Entre otras innovaciones, fueron de los primeros en poner en marcha algo que ya es casi común: salas de trabajo en grupo para ocho personas, con una mesa en el centro rodeada de paredes sobre las que se puede escribir y dibujar, que facilitan intercambio de ideas. Algo así como unas instalaciones al servicio de la pedagogía que querían reforzar en sus estudiantes. Esto es un ejemplo, pero se podrían desarrollar otras ideas, como premiar a los profesores por favorecer un modelo educativo basado en el aprendizaje profundo y por generar este tipo de entorno entre sus alumnos.

 

¿Parece entonces que buena parte de la innovación docente depende de las circunstancias que rodean el proceso de aprendizaje?

Cuando construyes un entorno de aprendizaje, es muy importante que sus usuarios comprendan por qué ha sido diseñado de esa manera. Cuando llegué de profesor a la Northwestern University, me encontré con que alguien había creado un aula muy grande, con capacidad para unas trescientas personas, llena de mesas, en las que los estudiantes se sentaban en grupos de cuatro o cinco miembros. Allí los alumnos podían crear y trabajar de manera colaborativa, afrontar los problemas de manera conjunta y compartir sus ideas. Pero, desgraciadamente, quien  planificó ese espacio para los estudiantes no lo explicó bien entre los profesores para que lo valoraran. 

Al cabo de un tiempo me llegó la noticia de que un poderoso decano se había hecho con el control de esa aula, y se deshizo de todas las mesas para que fuera capaz de acoger hasta seiscientas personas. De una tacada destrozó la idea estructural que posibilitaba el trabajo colaborativo  porque nunca la comprendió. Pero hay más. En la Northwestern había otra aula particularmente interesante, porque tenía sillas con ruedas que podían moverse y configurar el espacio de múltiples maneras; algo muy normal hoy, pero para nada común en aquellos tiempos. De nuevo un lugar orientado a la interacción múltiple. En este caso, fue el equipo de limpieza el que acabó con la idea porque  el aula era un caos de sillas todas las mañanas y resultaba complicado realizar su trabajo. El aula estaba en la biblioteca de la universidad, así que convencieron al rector para que clavaran las sillas al suelo.

 

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«Deberíamos ayudar a los estudiantes a entender tanto el poder como la capacidad diabólica de los ordenadores y los teléfonos inteligentes»

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Quizás debemos reforzar en las instituciones educativas el mensaje de que el objetivo de formar a los estudiantes no es algo exclusivo de los profesores, sino de todas las personas que trabajan en la institución.

En un centro educativo todo el mundo debería tener clara esa idea porque, si no, se destruirá por completo su misión, y con ella el buen aprendizaje de sus alumnos. Creo que debemos comenzar a considerar la posibilidad de deshacernos de lo que llamo «la tiranía del suspenso». Es importante generar rutinas en las que los estudiantes tengan varias oportunidades de intentarlo, fallar, escuchar proactivamente la crítica y volverlo a intentar. Esa es, de hecho, la forma de trabajo que también un académico espera para su propio aprendizaje. Al investigar, queremos tener la posibilidad de compartir nuestras hipótesis con nuestros colegas, recibir su crítica o su opinión, volver a trabajar esa idea y, probablemente, repetir el camino. Pero ¿por qué no les permitimos eso a los estudiantes? Que prueben, fallen, reciban sugerencias y prueben otra vez. El proceso actual penaliza a la gente por intentarlo y equivocarse.     

Al cursar una asignatura recibes una nota que forma parte de tu expediente para el resto de tu vida. ¿Por qué actuamos así? La reacción habitual suele ser «Pero es que no podemos aprobar a un estudiante si no saca adelante ese trabajo». Y no estoy sugiriendo que lo hagamos, pero ¿por qué les suspendemos? ¿Por qué no decimos simplemente «No has aprendido suficiente para esta asignatura»? Solo conozco una universidad de los Estados Unidos que se haya deshecho de los suspensos: Brown University, en Rhode Island, uno de los centros de la Ivy League, que prescindió de ellos hace treinta o cuarenta años. Eso no significa que cualquiera que se matricule pase de curso. Sencillamente, si empiezas y no aprendes lo suficiente, no se te reconoce ni se te extiende el certificado. Desde luego, no vamos a enroscarte el suspenso alrededor del cuello y a condenarte para siempre. La realidad es que quien lo intenta y falla recibe un mayor castigo que el que no lo intenta. No estamos animando a la gente a aprender y a superarse.

 

La sociedad actual vive cada vez más deprisa y manejamos agendas más apretadas. ¿Es compatible este planteamiento con el tipo de aprendizaje lento que necesitan los estudios universitarios?

Cuando mis estudiantes me piden alargar los plazos de entrega siempre les digo: «Si esto os lleva más tiempo, se lo estáis quitando a otra parte de vuestra vida. Pero si esa es vuestra decisión, adelante; estáis al mando de vuestra existencia y vuestro aprendizaje, solo tenéis que decidir si queréis estudiar esta asignatura en un semestre, en un año o en cinco». No podemos dilatar el tiempo, pero sí podemos decidir cómo emplearlo. En mi libro Lo que hacen los mejores profesores universitarios cuento la historia de uno de ellos, uno que vino a hablar conmigo al final de una clase sobre historia de la Guerra Fría. Quería realizar un trabajo, pero necesitaba más tiempo del estipulado de antemano en la asignatura. Se lo tomó y presentó un documento extraordinario sobre los sucesos de 1989 en El Salvador. Es más: después escribió sobre ese asunto una obra de teatro que se representó en el campus durante más de dos semanas con el aforo lleno. El alumno profundizó de verdad en aquellos sucesos y adquirió un grandísimo conocimiento duradero en la materia. Pero si yo no le hubiera alargado el plazo para ahondar en la cuestión, nunca habría llegado a ese nivel.

 

Ilustración: SR. GARCÍA

 

La tecnología es una gran aliada, también en el terreno del conocimiento, pero su capacidad de distracción puede ser una gran barrera para el aprendizaje. ¿Cómo podemos aprovechar todo su potencial?

Hace treinta o cuarenta años creíamos que si todo el mundo podía tener acceso a los ordenadores, el aprendizaje sería increíble. Y que, si los hacíamos pequeños, podríamos llevarlos encima y casi cualquiera podría tener uno. Pues bien, esa es la situación hoy en día, porque los teléfonos inteligentes son ordenadores. Y lo cierto es que esos diablos portátiles pueden ser muy constructivos, pero también tienen una gran capacidad para hacernos daño. Hay un muy buen análisis escrito por un neurocientífico y por un psicólogo norteamericanos, Adam Gazzaley y Larry D. Rosen, que se titula La mente distraída. En él analizan este problema desde la perspectiva de los hábitos vitales de los animales salvajes. Las ardillas pueden estar cogiendo nueces del árbol hasta que lo dejan esquilmado. A no ser que haya otro árbol al lado, en cuyo caso saltarán a él. 

Algunas teorías afirman que eso mismo nos ocurre a nosotros con los teléfonos inteligentes. También somos animales, nos gustan las nueces y, sobre todo, nos gusta la información. Estamos siempre buscando nuevas respuestas, así que brincamos con pasmosa facilidad de un árbol a otro. Y la tentación de hacerlo es tan grande que podemos entrar en patrones de comportamiento ilógicos, como estar ya persiguiendo la siguiente página web cuando aún no hemos comenzado a consultar la actual. Y al estar cambiando constantemente de fuente de información y de manera tan rápida, se pierde la capacidad de aprendizaje en el proceso. Eso es lo que podemos llamar surface learning [aprendizaje superficial]. En la biblioteca de Stanford, por poner un caso, descubrieron que los estudiantes navegaban por internet consultando una media de unas seis o siete páginas por minuto. En esas circunstancias, no hay manera de alcanzar un aprendizaje profundo.

 

¿Deberíamos entonces convertir los campus universitarios en espacios de desconexión?

No, no lo creo. Lo que pienso es que deberíamos ayudar a los estudiantes a entender tanto el poder como la capacidad diabólica de los ordenadores y los smartphones. Pueden ser una herramienta muy útil, pero hemos de usarlos de manera muy sagaz. Mis nietos comienzan a utilizar ordenadores cuando llegan al tercer o cuarto curso de Primaria [entre los ocho y diez años]. En el colegio les prohíben navegar libremente por internet; solo pueden entrar en páginas concretas. Y si sacan el móvil en clase, se lo confiscan. No estoy seguro de que sea el mejor método, pero es verdad que tenemos que  tomar medidas para que nuestros estudiantes lo comprendan. En primer lugar, debemos crear esos entornos de aprendizaje con preguntas y problemas que respondan a un cierto nivel de desarrollo correspondiente a cada nivel de madurez. 

 

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«Los estudiantes deben trabajar en equipo para resolver las cuestiones que se plantean: así aprenden unos de otros»

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Para ayudar a que los estudiantes universitarios adquieran espíritu contemplativo y puedan hacerse las preguntas adecuadas, la Universidad de Navarra puso en marcha hace tres años un museo de arte en el campus. 

Una de las mejores experiencias que tuve en aquel curso con Paul Baker consistió en unos ejercicios con pintura, escultura y otras obras de arte que considerábamos muy imaginativas o innovadoras. Debíamos estudiarlas y comentarlas desde sus principios de composición para comprender los planteamientos de sus autores: por qué habían inventado esas piezas, en qué contexto se encontraban o cuál era su reto artístico e intelectual. Fue una de mis vivencias más fructíferas, y ya han pasado unos sesenta años. Desde entonces, continúo reflexionando sobre arte porque es algo que me exige a mí mismo, a mi pensamiento y a mi proceso creativo.

 

Hemos puesto las materias STEM (Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas) en el pináculo del saber. Pero conducen más al pensamiento estratégico que al planteamiento de las grandes preguntas de las Humanidades. ¿Qué futuro nos espera como sociedad si esta tendencia continúa?

Recuerdo que mi mentor explicaba que para algunos el crecimiento está en memorizar. Para otros, en aprender cómo funcionan los aparatos, cómo ensamblar unas piezas con otras, conectar tuberías y desplegar fórmulas. Ese mundo, decía, nunca va a desarrollar un nuevo método que suponga un salto respecto a aquel al que pertenece. Pero a otros la educación les ayudará a alcanzar prestigio y una posición en la vida. Van a universidades para establecer relaciones con la finalidad de alcanzar un determinado estatus. 

Baker quería invitar a la gente a perseguir una vida creativa, descubrir quién eres y cómo puedes usar tus experiencias únicas para alcanzar algo mejor. Eso es el crecimiento creativo, lo que llamamos la dinámica del poder de la mente, que es algo esencial para el bienestar de la persona. Cuando hice el curso, tenía entre mis compañeros a científicos y sanitarios que también se beneficiaron enormemente de él, porque les ayudó a explorar su mente y su propio pensamiento, y a utilizarlo para ser más dinámicos en sus áreas profesionales. Creo que, si solo destacamos el enfoque de las materias STEM, nos estamos perdiendo algo importante.

 

¿Tiene sentido la interdisciplinariedad entre la actual pujanza por la especialización en el aprendizaje?

Existe una escuela de ingenieros relativamente joven en Massachussets, el Olin College, que ha desarrollado cursos interdisciplinares para que sus alumnos no solo aprendan Ingeniería Mecánica o Ciencia de los Materiales. Estudian también Historia y Arte, entre otras asignaturas, integradas en sus currículos, que les ayudan a desarrollar puntos de vista más creativos. Así que espero que el modelo del Olin College se convierta en un paradigma para el futuro, aunque, por desgracia, no creo que vaya a ser necesariamente así. Y de alguna manera ocurre lo mismo con las Humanidades, que pueden incorporar una base de conocimiento científico para beneficiarse de sus perspectivas. La interdisciplinariedad es buena para el aprendizaje.

 

Tres modos de aprender

 

Ken Bain distingue tres tipos de estudiantes: deep, surface y strategic learners. Los primeros son su objetivo. Los otros dos, un «problema educativo». Para entenderlos, Bain nos traslada a una investigación de 1976. En una facultad sueca se entregó un texto a un grupo de universitarios para que lo leyeran y resolvieran unas preguntas. Según Bain, hubo dos enfoques de la tarea: mientras un grupo intentó memorizar la mayor parte posible del texto, el otro trató de comprender su sentido, su significado e implicaciones. A los primeros, los investigadores los llamaron surface learners [personas que aprenden superficialmente]; a los segundos, deep learners [aquellos que aprenden en profundidad].

 

Para Bain, lo que distingue al deep learner es su motivación: «Está intentando responder preguntas sobre algo que le importa, relacionado con la curiosidad, la belleza, la necesidad de saber o el entretenimiento, y eso le lleva a aprender».

 

No obstante, para el profesor Bain existe una tercera tipología de alumnos: los strategic learners [que aprenden estratégicamente], una variante de surface learner que actúa aspirando tan solo a las calificaciones. Es un perfil de estudiante cuyo estímulo para inclinarse por un aprendizaje superficial es el miedo al fracaso. Se centra más en las notas —un incentivo extrínseco— que en el saber. «Y, además, les damos reconocimientos en ceremonias públicas. Pero solo consiguen una puntuación», advierte.

 

La conclusión de Bain es que estamos abocados a elegir el enfoque de aprendizaje superficial o estratégico. Es un condicionamiento social y cultural que se da especialmente en los colegios. «Los exámenes no requieren aprender en profundidad», apunta este experto, que asegura que los estudiantes «no tienen la posibilidad, como los profesores, de intentarlo, fallar, recibir sugerencias y volver a intentarlo».