Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

La importancia de las palabras

Texto: Jaime Nubiola. Catedrático de Filosofía. Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra.

«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Este aforismo del filósofo Ludwig Wittgenstein guarda una gran verdad. Con nuestras formas de expresión no solo decimos cosas, sino que nos relacionamos con el mundo y con los demás. Con el lenguaje hacemos cosas: alabamos, insultamos, rezamos, apostamos, herimos. Nuestro lenguaje nos relaciona con el mundo; por eso hemos de huir de una ambigua neolengua orwelliana y aspirar a decir la verdad. Nuestras palabras están vivas no porque las palabras signifiquen mágicamente algo por ellas mismas, sino porque con ellas vivimos. Son una cuestión moral. Por eso es decisivo cuidar no solo qué decimos, sino cómo lo decimos.


Hace más de sesenta años John L. Austin, el concienzudo filósofo de Oxford que había dirigido el servicio de inteligencia aliado en el desembarco de Normandía, impartió un curso en Harvard que llegaría a ser muy famoso. Llevaba por título «Cómo hacer cosas con palabras» [«How to Do Things with Words»]. A lo largo de sus doce lecciones, Austin llamaba la atención sobre el fenómeno común —pero pocas veces advertido hasta entonces— de que a menudo, al decir algo no estamos solamente afirmando algo, sino que además hacemos algo: prometemos, alabamos, insultamos, rezamos, apostamos, expresamos nuestra condolencia, pedimos perdón, etcétera. Hablar no es meramente decir cosas sino que, al hablar, estamos relacionándonos con los demás, estamos comunicándonos con quienes nos escuchan, estamos ensanchando nuestra vida.

Las palabras, nuestras expresiones, no son aerolitos, esto es, piedras caídas del cielo, sino que son —en expresión de Wittgenstein— parte de una «forma de vida»: nuestras palabras y nuestras acciones están entretejidas. Damos órdenes, relatamos un suceso, contamos un chiste, cantamos a coro, traducimos de una lengua a otra, calculamos, discutimos y millares de actividades distintas más que hacemos con palabras. Las palabras y las acciones en las que se insertan constituyen un «juego de lenguaje» en el que se dotan mutuamente de sentido.

En mis clases de Filosofía del Lenguaje en la Universidad suelo repetir que las palabras no están asociadas mágicamente con las cosas, sino que significan lo que significan porque las usamos como las usamos. Para ilustrar esta afirmación, a veces me acerco a la puerta del aula y digo con voz firme: «¡Ábrete, Sésamo!» —la fórmula mágica mediante la que se abría la cueva del tesoro en la historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones—; y al menos por ahora nunca se ha abierto la puerta al son de mis palabras. También suelo recordar en clase cómo, en mis años en el Colegio Mayor Belagua, pude comprobar que, al regresar de las vacaciones de Navidad, los amigos se recibían con un gran abrazo y con alguna expresión malsonante, tanto más fuerte y grosera cuanto más amigos eran. Las palabras solas apenas significan, o casi pueden significar cualquier cosa: son nuestras acciones las que las dotan de sentido y de referencia.

En las páginas que siguen quiero denunciar la torpe simpleza de quienes creen —políticos, publicistas y tantos otros— que meramente cambiando las palabras transforman la realidad y, al mismo tiempo, querría invitar a todos a cuidar las formas de expresión, persuadido de que si afinamos en nuestra manera de hablar, si aprendemos a expresarnos con claridad amable y con respeto a los demás, podemos transformar la sociedad, comenzando por nosotros mismos. Por el contrario, muchos pensamos que los agrios debates parlamentarios españoles en estos meses han incrementado la agresividad social en nuestro país. Y, en contraste, una frase del escritor uruguayo Eduardo Galeano que me enseñaron unas jóvenes de estética gótica en una cafetería pamplonesa: «Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo».
 

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Las palabras solas apenas significan, o casi pueden significar cualquier cosa: son nuestras acciones las que las dotan de sentido y de referencia.

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LA VERDAD EN EL LENGUAJE POLÍTICO

la verdad en el lenguaje político. Durante  la pandemia del covid-19 hemos visto a diario en nuestro país cómo los gobernantes distorsionaban la información disponible para no alarmar innecesariamente a la población. Incluso los datos de fallecimientos han sido sistemáticamente tergiversados para intentar disminuir la gravedad de la crisis o quizá la responsabilidad política de quienes la han gestionado: la clave estaba en dirimir si los fallecimientos habían sido por covid o con covid. Conviene recordar aquella expresión atribuida al senador californiano Hiram W. Johnson en 1918 de que «en la guerra la primera baja es la verdad»: en la guerra contra el coronavirus la mentira o el escamoteo de la realidad ha sido simplemente un mal menor.

En la antigua Unión Soviética la publicación oficial del Partido Comunista se llamaba Pravda, esto es, Verdad, y sus lectores habían aprendido durante las largas décadas de la dictadura comunista a leer entre líneas: sabían que lo que ahí aparecía era una verdad oficial, aquello que los gobernantes deseaban difundir, pero que muy probablemente la cruda realidad era casi siempre la opuesta a lo que allí se decía.

Estas burdas manipulaciones son formas vulgares del totalitarismo magníficamente denunciado por George Orwell en su novela 1984. En aquella sociedad en la que todo y todos estaban bajo el control del Gran Hermano —parodia de Stalin— se había desarrollado una neolengua cuya finalidad era «limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente. Al final —explica Syme al protagonista Winston—, acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento». Los crímenes mentales son aquellos pensamientos opuestos a los del Gran Hermano. Syme y otros estaban trabajando en la undécima edición del diccionario de neolengua simplificándola radicalmente para anular la libertad del pensamiento. «En efecto —añade Syme como explicación—, ¿cómo puede haber crimental [crimen mental] si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? [...] Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer un crimen con el pensamiento. Solo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta».

El ideal de una lengua sin fallos ha atravesado la cultura occidental desde hace mucho tiempo. En este sentido, merece la pena la lectura del libro de Umberto Eco La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea (1994), que contiene abundantísima información al respecto, desde la indagación del lenguaje matemático de la naturaleza hasta la creación del esperanto, pasando por la identificación de cuál era la lengua del paraíso de Adán y Eva. En contraste con aquellas investigaciones decimonónicas, hoy día sabemos que el lenguaje está bien como está: no hay que reformarlo o perfeccionarlo, sino que basta de ordinario con que sus usuarios queramos decir la verdad y aprendamos a expresarla.

Ese es el problema de buena parte de la jerga política, o de la publicidad, por no hablar de muchas leyes y normas expresamente ambiguas o de la letra pequeña de los contratos bancarios o de seguros. Están escritos para edulcorar la realidad o quizá para que cada uno entienda lo que quiera.

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El lenguaje está bien como está: no hay que reformarlo o perfeccionarlo, sino que basta de ordinario con que sus usuarios queramos decir la verdad y aprendamos a expresarla.

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Quienes nos dedicamos a la filosofía estamos —o deberíamos estar— enamorados de la verdad, comprometidos en la búsqueda de las verdades realmente decisivas. Al empeñarnos en decir la verdad intentamos articular en nuestro vivir el pensamiento y el mundo. Por eso la norma primera para mí es la de decir siempre la verdad, sabiendo que este principio no equivale a decir toda la verdad o todas las verdades en todo momento —lo que sería agotador—, ni tampoco equivale a tener que decírsela constantemente a todo el mundo —lo que resultaría insoportable—, pero sí que se identifica con una honda aspiración a que la veracidad y la transparencia presidan siempre todas nuestras relaciones y la organización misma de la sociedad. Una manera más clara y pragmática de este principio se encuentra quizás en su formulación negativa: nunca podemos mentir, nunca debemos hacer promesas que sepamos que no vamos a cumplir o sembrar intencionadamente interpretaciones erróneas.

Los seres humanos anhelamos siempre la verdad y por esa misma razón escuchamos a nuestros gobernantes, leemos periódicos o vemos las noticias en la televisión. Václav Havel decía que lo malo no es mentir, sino vivir en la mentira, tal como pasaba en las sociedades comunistas. Pero me parece que, en una sociedad democrática como la nuestra, lo malo es mentir, porque en la mentira no se puede vivir. «La mentira no es medio para la verdad», ha escrito el académico Gabriel Zanotti. La subordinación de la verdad a los intereses políticos produce un daño social de efectos incalculables, porque el imperio de la mentira corrompe todo lo que toca. Lo sorprendente es que ahora se les llame fake news [noticias falsas], que recuerda aquello atribuido a Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, de que «una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad».

El reconocido periodista Jean-François Revel anotaba el 31 de diciembre de 2000 en Diario de fin de siglo una lúcida conclusión a este respecto: «Todavía tenemos demasiado arraigadas, pese a la victoria de la democracia, las deformaciones intelectuales del totalitarismo. La democracia no habrá ganado del todo mientras mentir siga pareciendo un comportamiento natural, tanto en el ámbito de la política como en el del pensamiento». Nos encontramos en una sociedad que se considera avanzada científica y socialmente, pero en la que la verdad apenas tiene valor. Se considera aceptable que un político mienta con descaro, solo porque —suele decirse como justificación— todos lo hacen.

 

EL LENGUAJE POLÍTICAMENTE CORRECTO

Desde finales de los años ochenta del siglo pasado se ha ido recibiendo en España, por influencia de la cultura norteamericana —en algunas cosas tan distinta de la nuestra y en otras tan parecida—, el lenguaje de la corrección política. Se trata de reformar el idioma para eliminar aquellas expresiones que entrañan formas de discriminación inaceptables culturalmente, sea por el origen étnico, el sexo o cualquier otro motivo injusto o desafortunado. Por poner un ejemplo, en mi infancia había en nuestro país numerosos tullidos a los que se les llamaba honrosamente «mutilados de guerra», mientras que quienes habían nacido con determinadas carencias eran llamados de ordinario «subnormales» o personas «retrasadas». Hoy ya no se usan esas expresiones, sino que se las identifica habitualmente como «personas con discapacidad» o mejor incluso como «personas con diversidad funcional». En este sentido, la Real Academia ha propuesto —entre otras cosas— la modificación del artículo 49 de la Constitución española en el que figura la expresión «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos».

Quizás el elemento que ha resultado más polémico han sido las formas, a veces desafortunadas, de visibilizar a las mujeres («*las miembras», *l@s niñ@s», o los usos fastidiosos por reiterativos como «las trabajadoras y los trabajadores», «las diputadas y los diputados», «los españoles y las españolas», etcétera) para intentar que no queden ocultas bajo el supuesto genérico masculino. En estos últimos años, los miembros de la Real Academia Española han trabajado para eliminar el sexismo anquilosado en numerosas definiciones del Diccionario.

En este sentido, la estrategia que defiendo no es la creación de una neolengua orwelliana neutra e indiferenciada, que por su inhumanidad estaría abocada al fracaso, sino más bien la paulatina eliminación de los elementos sexistas en el lenguaje conforme crece nuestra conciencia de aquella discriminación. La corrección del lenguaje para eliminar sus elementos sexistas no cambia de inmediato los estereotipos culturales sexistas, pero cabe esperar que, a medio plazo, ayudará decisivamente a transformarlos. En esta perspectiva pragmática, la forja de un lenguaje no sexista puede encontrar algunas de sus principales líneas de fuerza en pautas del siguiente tenor:

Por una parte, utilizando la indiferencia sexual de muchos campos semánticos o áreas de la actividad lingüística en los que resulta irrelevante la condición sexuada de las personas, y por consiguiente la tendencia a eliminar la asociación a un sexo de las actividades profesionales: por ejemplo, en lugar de «acudir al médico» podemos «acudir a la consulta médica», más todavía cuando la mayor parte de las veces es realmente una mujer quien nos atiende.
 

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La subordinación de la verdad a los intereses políticos produce un daño social de efectos incalculables, porque el imperio de la mentira corrompe todo lo que toca.

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También el trabajo en favor de la visibilidad de las mujeres, ocultadas tantas veces bajo el carácter académico genérico de términos como «el hombre», «los alumnos», «los filósofos», y tantos otros. Puede desarrollarse un lenguaje más respetuoso con la realidad mediante la oportuna identificación por sexos («varones y mujeres», «los alumnos y las alumnas») o mediante paráfrasis neutras con pronombres relativos sin género morfológico («quienes se dedican a la filosofía», etcétera). Para aquellos que todavía se resistan a adoptar expresiones de este tipo podría ser muy útil la lectura del reciente libro de
Álex Grijelmo Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo (Taurus, Madrid, 2019).

En tercer lugar, la superación de la óptica androcéntrica, que se refleja en los tratamientos de cortesía no simétricos, o en la suposición habitual de que quienes escuchan o leen son varones. En caso de duda, tal como se hace en inglés con los pronombres, defiendo la opción positiva en favor del uso genérico de los femeninos: «las personas», «las estrellas de cine», «las familias», o incluso para contrarrestar la ocultación tradicional de las mujeres: «las lectoras», «las oyentes», etcétera.

Y para finalizar, la eliminación del empleo de diminutivos que no se usarían para varones: «María es la más guapita de la clase», «Antonio y Juanita vendrán a cenar».

 

 

La búsqueda de un lenguaje no sexista mediante estas pautas u otras análogas parte de la identificación de los elementos discriminatorios que todavía existen en la lengua castellana con la pretensión de proporcionar alternativas que eviten la persistencia de la injusta discriminación por el sexo, pero sobre todo aspira a poder expresar mejor la igual dignidad de mujeres y varones.

La lengua que empleamos habitualmente lleva incorporada una cultura, una manera de pensar que corresponde a la sociedad en la que se usa esa lengua. Conforme se transforma la sociedad —piénsese en el cambio poblacional en España causado por la poderosa corriente migratoria de las últimas décadas o por la irrupción de la cultura norteamericana a través de películas, series y espectáculos—, van apareciendo nuevas cuestiones problemáticas en los usos lingüísticos. Las polémicas recientes sobre el sexismo en algunas canciones de rap ilustran muy bien acerca de esta cuestión. «El rap no es machista, lo son algunos artistas, es decir, hombres machistas que utilizan la música para ejercer el machismo, como lo ejercen en el resto de las cosas que hagan», afirmaba la rapera Patricia Fuentes Kane. Como me decía Manuel Casado, «se puede ser un escrupuloso distinguidor, exquisitamente inclusivo y correcto (políticamente), y ser un maltratador machista de tomo y lomo».

Algo semejante cabe decir de los términos empleados para referirse a las personas de diferente origen étnico, orientación sexual u otro aspecto. Baste pensar en cómo titubeamos al utilizar los adjetivos chino, gitano, indio, moro, negro o tantos otros, pues realmente no sabemos si son políticamente correctos, esto es, si se perciben como ofensivos por las personas así calificadas o por la comunidad en la que vivimos. Está claro que meramente cambiando las palabras no se modifica la realidad, no se elimina, por ejemplo, una conducta racista, pero también que responsabilizarse de nuestras formas de expresión es una manera de ser más sensibles ante la discriminación injusta y quizás así cuidaremos más a las personas a las que nos referimos con esas palabras. Ser más sinceros, comprensivos y respetuosos en el lenguaje que empleamos con las demás personas es algo que nos hace mejores, no simplemente la sustitución de unos términos por otros.

 

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Ser más sinceros, comprensivos y respetuosos en el lenguaje que empleamos con las demás personas es lo que nos hace mejores, no simplemente la sustitución de unos términos por otros.

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HACIA UN NUEVO LENGUAJE

El Catecismo de la Iglesia católica tiene una sección dedicada al «Lenguaje de la fe» que arranca con esta imponente declaración: «No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan» (n.º 170). No en las palabras, sino en las realidades que significan. Con esto lo que quiere decirse es que el cristianismo no es fundamentalista: «La fe cristiana no es una “religión del Libro”» (n.º 108). Más aún, cada generación de cristianos es invitada a renovar la tradición —el depósito de la fe— expresándola con las palabras y las imágenes más atractivas de su nuevo tiempo. Por eso me gusta repetir que todo lo que suene a rancio no es genuinamente cristiano.

 

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Por una parte, cada lengua es un producto cultural, que refleja en cierto modo la cultura de una sociedad pero, por otro lado, cada lengua es condición de esa misma cultura y contribuye a crearla.

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Una lengua es un organismo vivo como lo es la sociedad. Entre una y otra se da una relación de intercambio recíproco. Por una parte, cada lengua es un producto cultural, que refleja en cierto modo la cultura de una sociedad pero, por otro lado, cada lengua es condición de esa misma cultura y contribuye a crearla.

Sin embargo, hay personas —de ordinario personas cultas de cierta edad— que ven con malos ojos la impetuosa irrupción de términos del inglés en nuestra lengua: desde lunch y bullying hasta internet, blog, post y millares de palabras más. Las Academias, prudente y paulatinamente, van acogiendo esas palabras normalizando su ortografía, aunque nadie ha usado todavía güisqui en lugar de whisky. En todo este proceso la influencia de la América hispana es decisiva, pues en ella el imperialismo lingüístico norteamericano está todavía mucho más presente que en España.

 

 

En otro orden de cosas, hace unos meses leía la noticia de un equipo de psiquiatras de la Clínica Universidad de Navarra que pedía que se dejara de utilizar de manera ofensiva la denominación de las enfermedades mentales. Ponían como ejemplo la expresión «Tu novia es bipolar», cuando se quiere expresar que cambia frecuentemente de opinión; «Tu jefe está siempre deprimido», cuando destacamos que está de malhumor, o «Tu amiga está anoréxica», porque está muy delgada. Estos usos del lenguaje —venían a decir— influyen en quien padece la enfermedad y en su entorno familiar y sociolaboral, pues se identifica la enfermedad como un estigma, un desdoro o afrenta para quien la padece  o incluso para toda su familia.

En este sentido, llaman también la atención los numerosos tabúes en nuestra sociedad, que evita el uso de determinadas palabras porque imponen respeto o estigmatizan. A veces se les llama eufemismos, porque son los recursos que una lengua tiene para manifestar suave o decorosamente «ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante», dice la Academia. Así, en los obituarios suele decirse de quien ha muerto de cáncer que «ha fallecido después de una larga enfermedad», sin mencionar la causa, o de quien ha muerto de sida, que «ha fallecido por una infección». De modo parecido, cuando alguien se suicida se dice que «desapareció voluntariamente»; al despido se le llama «flexibilización de la plantilla», al aborto «interrupción voluntaria del embarazo» y a las cárceles «centros penitenciarios». Sin embargo, todos sabemos bien que por mucho que se maquillen las palabras, no cambia la cruda realidad que significan.
 

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En nuestra vida las palabras, las ideas y las cosas se encuentran siempre interrelacionadas confiriéndose recíprocamente sentido.

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Y no digamos nada de los lenguajes profesionales que sirven para acuñar una jerga técnica precisa, pero también a la vez para crear una cierta barrera lingüística. Cuando uno va a la revisión médica y le dice a la doctora que tiene dolor de cabeza, ella anota cuidadosamente en la historia clínica: «Refiere cefalea». Es curiosa esta tendencia a dignificar los términos pasando del latín al griego. En las últimas décadas hemos visto cómo los dentistas han pasado a ser odontólogos, los callistas podólogos, los oculistas oftalmólogos, los masajistas fisioterapeutas, etcétera. Probablemente con la helenización del nombre han subido los honorarios, pero no necesariamente sus conocimientos. Son  numerosas las profesiones que aspiran a una supuesta dignificación mediante el cambio de nombre: las sirvientas pasaron hace ya mucho tiempo a ser empleadas domésticas, los policías son ahora funcionarios, los peluqueros estilistas y tantos otros más. Se trata de lo que Delibes llamaba la «revolución de tarjeta de visita».

Por su parte, los profesionales de la televisión, desde las retransmisiones deportivas hasta la previsión del tiempo, son grandes creadores de nuevos usos lingüísticos. Ahora las temperaturas ya no descienden, sino que se desploman, la gota fría ha pasado a llamarse la dana por el acrónimo de «depresión aislada en niveles altos», los futbolistas saben o no leer un partido y millares de expresiones más.

Uno de los más conocidos aforismos de Ludwig Wittgenstein es aquel del Tractatus en el que afirma que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Encierra una gran verdad. Por eso, quienes nos dedicamos a la enseñanza tratamos de ampliar el mundo —el conocimiento— de nuestros estudiantes, sobre todo, ensanchando su lenguaje. Pero, además, es preciso entender que en nuestra vida las palabras, las ideas y las cosas se encuentran siempre interrelacionadas confiriéndose recíprocamente sentido. Como he dicho más arriba, las palabras no están asociadas mágicamente con las cosas, sino que significan lo que significan porque las usamos como las usamos. Por este motivo no aciertan quienes piensan ingenuamente que cambiando las palabras se cambia el mundo, pero sí podemos decir que cuidando nuestras palabras, nuestra forma de expresión, cambiamos nosotros mismos, nos hacemos —al menos un poco— mejores personas. Por eso las palabras son tan importantes.

 

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