Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Páramos donde se cobija el alma

Texto:  Ana Eva Fraile [Com 99]. Fotografía:  José Manuel Navia

A la verdad que retrata José Manuel Navia (Madrid, 1957) en su último proyecto no se llega por autopista. Son carreteras secundarias y caminos de montaña los que conducen a un mundo que se extingue: la España campesina. Su cámara —nuestros ojos— entra sin llamar en casas, tabernas, escuelas. Al otro lado de esa puerta, el polvo sepulta el espacio donde hace seis décadas borboteaba la vida. Deshabitadas solo en apariencia, sus fotografías rescatan la memoria de nuestros abuelos y traslucen el alma de una tierra sin la que, como reclama el autor, «jamás podremos saber quiénes somos ni de dónde venimos».


Parada del coche de línea en Olmedilla de Eliz. En este municipio de la comarca de La Alcarria, en Cuenca, solo había dieciséis personas censadas en 2019. El autobús presta servicio un único día a la semana y solo bajo demanda.

 

Esta es la historia de un niño que una tarde de invierno encontró un tesoro en una lata de dulce de membrillo. Cuando José Manuel destapó aquel cofre decorado con una escena nocturna de un paseo en góndola, descubrió las fotografías que su abuela Ana guardaba como si fueran joyas. El pequeño que se asomaba con fascinación a los retratos familiares tiene hoy 66 años. Y todavía conserva la antigua caja metálica que marcó su norte vital: «A mí me apetece ir donde han ido mis antepasados».

José Manuel Navia se inició detrás del objetivo jugando. La primera cámara que empuñó fue una alemana que su madre había comprado a plazos cuando él nació. Ella también le regaló un curso de fotografía por correspondencia. «Tendría doce años y me atraían sobre todo los archiperres de laboratorio para el revelado», cuenta. A punto de cumplir cinco décadas viviendo del oficio, recuerda cómo a los diecisiete dio sus primeros pasos profesionales para pagarse los estudios de Filosofía. «Pura», le gusta especificar. Hizo fotos para una editorial de libros de enseñanza hasta los treinta y luego no volvió a tener una nómina. Siempre pensó que se dedicaría al universo de la palabra hasta que cayó en sus manos el libro Sixty Years of Photographs del neoyorquino Paul Strand. Entonces apenas sabía quién era y le cautivó «esa mezcla de sencillez y profundidad que tienen las buenas obras».

Después de aquella primera monografía, su biblioteca creció sin pausa. Devoró la obra de Dorothea Lange, Lisette Model, Walker Evans, Cartier-Bresson, Eugene Smith, Diane Arbus y Robert Frank. De los grandes maestros, José Manuel Navia aprendió que la fotografía no solo era una técnica que había que dominar, sino un lenguaje, una actividad intelectual que gozaba de la misma consideración que la literatura o la filosofía. Este revelador hallazgo desequilibró su balanza: él también quería contar el mundo fotográficamente. Pero decidió hacerlo en color, algo pionero en España. «Para mí era un reto —explica—. Me di cuenta de que si me centraba en el blanco y negro iba a acabar imitando a los que admiraba. En cambio, con el color eso no podía pasar». Así, apoyado en esos referentes «como muletas que dan fuerza para buscar tu camino», se lanzó a encontrar su propia mirada. 

A principios de los años ochenta, mientras en su Madrid natal despuntaba la movida, Navia se alejó de la ciudad moderna en busca del latido primigenio. En tiempos de la Chica de ayer, el fotógrafo puso a foco el adverbio que completa el título de la canción. Abandonó las calles que le habían visto crecer y emprendió su particular viaje al centro de la tierra. Este recorrido le llevó a explorar veinticinco comarcas de la España campesina azotadas por la despoblación.

En la aldea leonesa de Balouta, encontró a Rosalía faenando en el campo. De joven había emigrado a Argentina porque no había dinero. La foto de su chica de ayer, tomada durante el verano de 1979, es la más antigua del corpus del proyecto «Alma Tierra», producido por Acción Cultural Española. Un libro y una exposición que, como detalla su autor, constituyen un doble homenaje. Por un lado, «a quienes ya no están, a su cultura y a su memoria, que es la memoria de la tierra». Y, por otro, «a las personas que, con energía, resignación o ilusión, resisten y pelean cada día por poblar ese mundo rural que se fue o que se está yendo».

 

EL VACÍO HABITADO

Hoy se emplea la expresión «España vaciada» para referirse a este fenómeno que ha permanecido invisible durante décadas. Según apunta Navia, la novela La lluvia amarilla de Julio Llamazares representó en 1988 «uno de los primeros aldabonazos sobre este problema cuando nadie hablaba de él». Amigos y cómplices en «Alma Tierra» —Llamazares firma el ensayo «Se vende», que, a modo de epílogo, cierra el libro coeditado por Ediciones Anómalas—, reivindican que esos territorios sufren el olvido, pero no están vacíos: atesoran un fecundo patrimonio de saberes esenciales de los que la sociedad actual puede cosechar grandes enseñanzas. «Hay mucho que aprender de nuestro pasado», advierte José Manuel Navia. Valores como la solidaridad, «esa necesidad de apoyarse unos a otros para sobrevivir». O la autarquía de familias y pueblos que, con mucho esfuerzo, lograban subsistir por medios propios. También la austeridad —«tan ligada a la libertad»— y el saber estar en soledad, «ese recogimiento».

 

Inés Vara, de Riofrío de Aliste, en Zamora, aún amasa, arropa y cuece el pan en casa. Navia la inmortalizó en 2019. Detrás de esta tarea humilde que habla de la capacidad de ser autónomos, de una independencia radical, Jean Giono veía en Les vraies richesses (1937) la renuncia a muchas cosas y la creación de otras nuevas. Un antiguo gesto tan pequeño como revolucionario, «capaz de destruir todos los gobiernos del mundo».

Para que el legado de los ancestros no se pierda, Navia conversa con los protagonistas de «un mundo que agoniza», como escribió Miguel Delibes en 1979. Su cámara, ahora micrófono, da voz a la resistencia rural. Algunos de sus testimonios se escuchan en los textos breves que acompañan a las imágenes. Antonia Ferrer no quiere dejar su casa en Luco de Bordón, Teruel, donde vive sola: «Aquí, en el pueblo, es donde mejor estoy. Aquí todo me habla». Tampoco se doblega el cura Toño Arroyo, con más de cuarenta años de entrega a las gentes de las Tierras Altas de Soria. Desde que trasladaron a su compañero Jesús, recorre en solitario los 57 pueblos y aldeas de esta comarca, casi la mitad deshabitados. Ambos compartían una frase que continúa resonando en el corazón del fotógrafo: «Nosotros somos el 113, porque llegamos a donde no llega ni el 112».

Sus palabras, épicas, se entretejen con las de pensadores que, según dice Navia, «han puesto suelo bajo mis pies». Citas de Luis Mateo Díez, Albert Camus o Julio Caro Baroja, entre otros, guían su trabajo ya desde el título, tomado de unos versos de los Cantos de Giacomo Leopardi: «Ojalá con vosotros yo yaciese / y mi sangre regara esta alma tierra». Este proyecto, su vigésimo fotolibro desde que en 2001 publicó su primera monografía, ahonda con profunda sencillez en la idea de la comunicación como reconocimiento: «Siempre he tratado de ver el mundo buscando reconocer más que descubrir, y sé que en ese mirar nos encontraremos también a nosotros mismos en un viaje de regreso al origen». Como el que a él le inspiraron las fotografías de la vieja lata de membrillo.  

 

Berbusa, pueblo deshabitado en el camino de Ainielle (2012). Este paisaje oscense inspiró a Julio Llamazares La lluvia amarilla, una historia de soledad que ha dejado de ser ficción en dos tercios del territorio de España.

 

Las ovejas de Eutimio atraviesan la aldea de Valduérteles (2011). Cada vez escasean más los grandes rebaños en las Tierras Altas de Soria. Y cada vez son menos los que practican la trashumancia; hoy la mayoría de los pastores permanecen durante todo el año en sus lugares de origen.

 

En algunas aldeas de la comarca de Campo de Montiel, en Ciudad Real, se cuenta con los dedos de una mano el número de personas censadas. «De Aragón a Extremadura, de Galicia a Andalucía, de la meseta del Duero a la de La Mancha, miles de pueblos se han despoblado. Que se vendan enteros no es lo peor; lo peor es que nadie los compra, porque a nadie le interesan ya». Esta casa del municipio de Almedina (2019) ilustra las palabras de Julio Llamazares en el epílogo del último libro de Navia. «Vendida el alma, el cuerpo poco sirve».

 

Durante el invierno, solo dos o tres habitantes recorren las calles de Luco de Bordón, en la provincia de Teruel. Uno de ellos es Antonia Ferrer, que vive sola desde que falleció su hermano. Ella se resiste a dejar atrás sus raíces en la comarca de El Maestrazgo, la tierra que la vio nacer a ella y a sus antepasados. «Aquí, en el pueblo, es donde mejor estoy. Aquí todo me habla», le dijo a Navia en febrero de 2019.

 

El paso del tiempo se manifiesta en puro polvo. La tierra se ha ido sedimentando sobre los objetos que quedaron atrás cuando las personas partieron de sus hogares. Un carro, un zapatito, un babi son las huellas del pasado. Para Navia, fotografiar esos lugares deshabitados, como esta casa de la comarca de El Maestrazgo, en Teruel (2019), es fotografiar los lugares de la memoria.

 

Angelines Villacampa luchó mientras pudo por mantener prendido el hogar de su casa familiar, Casa Malláu, la única en pie de la minúscula población de Susín, en la comarca oscense de Sobrepuerto. Angelines falleció pocos meses después de que Navia la fotografiara en 2012 al abrigo del fuego para paliar el frío del invierno del Pirineo aragonés.

 

Desde la calle Mayor de Villar del Río, la torre de la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Vado parece un apéndice de la casa de Juanita Martínez. En realidad, una callejuela las separa. Su marido falleció y lleva años escuchando sola las campanas que tocan a misa. Navia tomó esta fotografía en 2011 a su paso por la comarca de las Tierras Altas. La provincia de Soria es una de las que suma más pueblos abandonados. 

 

Belén Marqués nació, como Navia, en el barrio madrileño de Prosperidad. Sus padres emigraron de Piedrahíta, en Ávila, a la capital. Ella, tras una carrera empresarial en el sector de los seguros y una excedencia, decidió regresar a la tierra de sus antepasados. Desde 2015 es ganadera en Villafranca de la Sierra, localidad también situada en el valle del Corneja. Esta imagen data de 2019.

 

Hace quince años que Alberto Toro eligió su último destino docente: la aldea de Pitarque, en El Maestrazgo (Teruel). Formado en Boston y Harvard, cree en las escuelas unitarias, que no desarraigan a los niños de su entorno. Él y sus cuatro alumnos —Begoña, Eloy, Ismael y Achraf— recibieron a Navia en enero de 2019. Las escuelas son la verdadera esperanza de la España rural. En la actualidad, muchas se mantienen gracias a los hijos de familias inmigrantes que llegaron buscando una nueva vida.

 

El escritor Gyula Illyés advertía ya en 1936 que «los días del mundo antiguo estaban contados». En Estall, un pueblo perdido de la sierra del Montsec, en Huesca, la última casa se cerró en 1974. Entonces, Santiago Pena, su último vecino, se instaló en el edificio mejor conservado: la escuela. Vivió solo durante casi treinta años. Las fotografías de Navia, también la del aula abandonada de Estall que tomó en 2019, invitan a reflexionar sobre el pasado. Ahora que la cultura campesina da los últimos coletazos, «Alma Tierra» nos recuerda que «de lo que se muere se pueden adquirir grandes enseñanzas». Porque las ruinas de ese mundo ayudan a entender mejor nuestro tiempo.


Categorías: Sociedad