Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Petróleo. El suero de la guerra

Texto Yago González [Com 08] Fotografía Javier Videla

La guerra de Libia ha añadido un nuevo capítulo a la larga relación de conflictos emparentados más o menos próximamente con el petróleo. El deseado “oro negro”, imprescindible para que Occidente encienda la luz del cuarto de baño todas las mañanas, ha configurado la geopolítica y las relaciones internacionales del pasado reciente. Y no siempre con métodos limpios.


Un remake es la reedición de una película o serie de televisión difundida anteriormente, con leves o significativas variaciones respecto a los protagonistas, la trama e incluso el desenlace de la versión original. Los remakes a veces se cuelan en la vida real, otorgando a los espectadores cierta sensación de déjà vu, de alegre reencuentro con el pasado o de desafortunada parodia. Posiblemente una mezcla de estas tres impresiones se agolparon en las mentes de los ciudadanos españoles el pasado 22 de marzo, cuando el Congreso de los Diputados debatía la participación de España en la operación militar internacional sobre Libia, bautizada con el rimbombante nombre de “Amanecer en la Odisea”. El presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, recordó aquel día que el país estaba dando un paso de relevancia histórica para “proteger a un pueblo, en este caso el pueblo libio, de la amenaza que representan sus actuales gobernantes”. Efectivamente, el antagonista de esta historia, el coronel Muamar el Gadafi, había anunciado semanas antes que pensaba liquidar “casa por casa” a los que osasen desafiar a quien desde 1969 había regido el país magrebí con puño de hierro.

El discurso del jefe del Ejecutivo cosechó algunas críticas inmediatas. Gaspar Llamazares, por ejemplo, le respondió que uno de los espurios objetivos de la intervención militar era “garantizar el futuro de la energía en el Mediterráneo”, dado el potencial petrolífero de Libia. Salía así al encuentro la versión original del remake: el apoyo de España en 2003 a Estados Unidos y al Reino Unido en la guerra de Irak, protagonizado entonces por José María Aznar y duramente criticado por la opinión pública al grito de “¡No a la guerra!” y “¡No más sangre por petróleo!”.

Es cierto que un cambio fundamental en el guión del remake fue el papel de la ONU, cuyo Consejo de Seguridad se opuso en 2003 a la intervención contra Saddam Hussein y que esta vez avalaba la ofensiva contra Gafadi. Pero, intencionadamente o no, el decorado de fondo de los múltiples conflictos militares del siglo xx casi siempre ha estado pintado de negro. De negro petróleo. Los continuos combates, conquistas y reconquistas de los últimos meses en torno al enclave petrolífero libio de Ras Lanuf, que ha pasado de manos rebeldes a gadafistas como si fuera un balón de oro, es un ejemplo a pequeña escala de las peleas que han librado las potencias mundiales por preservar sus pozos desde que en 1859 un conductor de locomotoras jubilado llamado Edwin Drake realizó la primera perforación petrolífera al norte de Pennsylvania. Si bien en las primeras décadas del siglo XX esta materia prima comenzó a lubricar una compleja red de intereses políticos y empresariales, el primer gran episodio que reveló el extraordinario valor del combustible llegó en 1973 con la célebre guerra del Yom Kippur.

Ataque sorpresa. El 6 de octubre de aquel año, Egipto y Siria atacaron a Israel por sorpresa cuando los judíos celebraban la fiesta del Yom Kippur (Día de la Expiación) y habían descuidado sus defensas. La ofensiva se enmarcaba en los conflictos que habían enfrentado al país hebreo con sus vecinos árabes desde 1948. Más allá de los despliegues militares y de las batallas que desencadenó, el enfrentamiento pasó a la Historia por la peculiar represalia que tomaron los países árabes contra Occidente (especialmente contra Estados Unidos) por apoyar a los israelíes: cortar el suministro de petróleo y, por tanto, encarecer el precio del barril (149 litros) de tres a doce dólares. Tras el conflicto, la importación de Estados Unidos del crudo oriental cayó un 98%, y dejó clara la monstruosa dependencia occidental de los jeques saudíes. Poco después, el presidente estadounidense, Richard Nixon, se vio obligado a ordenar que los vehículos de su país redujeran la velocidad a un máximo de 88 km/h para ahorrar energía. ¿Les suena de algo esta medida? Efectivamente, el 7 de marzo pasado se estrenaba en España el remake de la decisión de Nixon: los automóviles no podrán circular a más de 110 km/h para ahorrar en una gasolina que ya ha llegado a su récord histórico de precios gracias, en parte, a que el barril de petróleo de Brent (el que actúa de referencia en los mercados europeos) subió en tres meses de los 97 a los 120 dólares, una cifra que inspira bastante miedo entre los especuladores. ¿Por qué esta alza? Principalmente, las revueltas en Oriente Próximo y el norte de África (hay que recordar que Arabia Saudí es el primer productor mundial) y la creciente demanda energética de las potencias emergentes, sobre todo China e India. A España, que no tiene ni una pizca de petróleo y gas en su territorio, le sale muy cara esta escalada: el propio ministro de Industria, Miguel Sebastián, reconocía recientemente que “por cada diez dólares que sube el petróleo, España paga 6.000 millones de euros más” al comprar energía al exterior.

Las mencionadas consecuencias energéticas del Yom Kippur, que en teoría explican el funcionamiento del mercado de ese momento en adelante, son las oficiales, las que figuran en los libros de texto, las que (casi) nadie discute. Pero hay otra versión oficiosa…y más atemorizante. El periodista francés Eric Laurent, veterano reportero de Le Figaro y especializado en geopolítica, desvela una explicación muy distinta en su libro La cara oculta del petróleo (2006), pródigo en teorías que muchos calificarían de conspiranoicas. Según Laurent, la crisis energética de 1973 no fue sino una artimaña pactada en secreto entre las grandes petroleras y la Organización de Países Exportadores de Petrolero (OPEP), un cártel establecido en 1960 entre las potencias más ricas en oro negro: Arabia Saudí, Irán, Irak, Kuwait y Venezuela. Pese a las innumerables críticas que el grupo ha desatado desde su fundación por su omnímodo poder, sus decisiones están blindadas a la influencia externa, ya que la explotación de recursos naturales es una competencia de cada Estado y no puede sufrir la injerencia del Derecho Internacional Público. Grosso modo, sus miembros se dividen en dos grupos: los que adoptan la estrategia productiva de reducir sus suministros para que los precios aumenten (conducta de los llamados halcones) y los que optan por dejar que el grifo corra para exportar más cantidades (así funcionan las palomas).

Según Laurent, una semana después del ataque sobre Israel, el entonces ministro saudí de Petróleo, Sheick Yamani, declaraba satisfecho: “He estado esperando este momento desde hace tiempo”. En una entrevista posterior a los hechos, el secretario general de la OPAEP (parte de la OPEP integrada sólo por países árabes) declaró que el objetivo de la reducción del petróleo en un 5% era “solamente alertar a la opinión pública de las naciones occidentales sobre el problema de Israel”, y no una subida intencionada de los precios. Sin embargo, el 19 de octubre de 1973, justo cuando los señores del petróleo deliberaban sobre el embargo, el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, anunciaba una concesión de ayuda militar a Israel por valor de 2.200 millones de dólares. Además, el 8 de octubre, según Laurent, Nixon “había autorizado que aviones de las aerolíneas de Israel desprovistos de matrícula aterrizaran en Estados Unidos para abastecer al Estado hebreo de suministros militares”. Pero el cártel petrolero no reaccionó ante estos hechos y, tres meses después, sus miembros levantaron el bloqueo sin detallar los motivos. El entonces rey saudí, Faisal Ibn Abd Al-Aziz, había asegurado en septiembre, un mes antes del estallido del conflicto, que “una simple desaprobación por parte de Estados Unidos de la política y de las acciones israelíes sería de una importancia considerable y permitiría desactivar el arma del petróleo”. Pero la Casa Blanca no dijo una palabra. Laurent, que entonces ya contaba con numerosos y válidos contactos en el mercado de este combustible fósil, revela lo que sucedía en el subsuelo: “Varios operadores petroleros me han confiado que los saudíes nunca aplicaron el embargo al pie de la letra, pues utilizaron los servicios de operadores independientes y de especuladores para salvar los obstáculos y vender a los países teóricamente ‘boicoteados’ (…) En 1973, en ningún momento hubo verdadera escasez de petróleo”.

El papel de los especuladores. ¿Quién salía ganando entonces en esta intrincada partida? Hasta la creación de la OPEP en 1960, el flujo del crudo circulaba mayoritariamente en manos de las conocidas como Siete Hermanas, las siete principales petroleras del mundo, entre las que destacaban la Standard Oil of New Jersey (creada por el famoso magnate John D. Rockefeller y embrión de la actual Exxon Mobil) y la británica Anglo-Iranian Oil Company, que con el tiempo mutaría en BP. De hecho, la creación del cártel petrolero tuvo mucho que ver con el objetivo de contrarrestar el tentacular poder que ejercían estas compañías. Según La cara oculta del petróleo, durante los días más duros del embargo de 1973, esas petroleras “publican beneficios récord” y, a modo de ejemplo, “los de Exxon aumentan un 80% sobre los del año anterior”. La tesis de Eric Laurent, compartida por no pocos analistas, es que el objetivo último del chantaje energético era el siguiente: introducir en las mentes de los consumidores occidentales la idea de que su vida cotidiana, con sus coches y sus farolas y sus frigoríficos a pleno rendimiento, era sólo posible gracias a los designios de los dueños del oro negro. El precio del american way of life. Los especuladores y la cotización se encargarían de engrasar este mecanismo psicológico echándose de paso unos cuantos dólares al bolsillo. Todo ello supuestamente bendecido por gobiernos y autoridades energéticas.

‘A rich man’. Esos especuladores siempre han sido una figura esquiva rodeada de misterio. “Los mercados amenazan…”, “Los mercados atacan…”, “Los mercados contraatacan…”, repiten los titulares de prensa como una siniestra cantinela desde que comenzó la crisis financiera en 2008. Son como los indios huidizos que se escondían entre las rocas de los valles americanos dispuestos a asaltar la caballería en el momento más inesperado. Pero a algunos se les conoce por su rostro, su nombre y sus fechorías. Marc Rich es uno de ellos.

El 3 de enero de 2001, se produjo en Estados Unidos lo que los medios nacionales bautizaron como el Pardongate: el presidente Bill Clinton, la noche antes de dejar su cargo, concedía el perdón presidencial a Marc Rich, fugitivo hasta entonces, incluido en la lista de los diez hombres más buscados por la Justicia estadounidense, junto a celebridades como Osama Bin Laden. Rich estaba entonces imputado por más de 50 cargos, sobre todo por una evasión fiscal que ascendía a 48 millones de dólares. Pesaban también sobre él acusaciones de extorsión y comercio ilegal con Irán en 1979, en plena Revolución Ayatolá. Primeras figuras de la política mundial como el primer ministro de Israel, Ehud Barak, e incluso el rey de España, Juan Carlos I, llamaron a la Casa Blanca para suplicar por su amnistía. Según afirmó poco después uno de sus colaboradores en un reportaje de The Washington Post, Rich “ha orquestado su perdón presidencial con la misma determinación y el mismo cuidado que ha puesto para preparar otros contratos”.

El mercado ‘spot’. ¿Cuál era su historia? Nacido en 1943 en Amberes (Bélgica), de orígenes judíos y criado en Nueva York, Marc Rich ejerció de bróker desde los 19 años y poco a poco fue cobrando fama de hábil negociador con un prodigioso olfato para el dinero y, según las malas lenguas, un importante déficit de escrúpulos morales. Los episodios de 1973 le permitieron emplear todas sus mañas especulativas, entre las que destacaba su creación más preciada y célebre: el mercado spot. Consiste en la compraventa de materias primas de acuerdo al precio que en ese momento marquen los mercados de futuros de Londres y Nueva York, y no según el precio de entrega de la mercancía. Así, un cargamento de crudo que tarde 90 días en llegar a su puerto de destino puede venderse y revenderse hasta 50 veces. De esta forma, la cantidad de dinero que manejan los especuladores es infinitamente mayor que las existencias físicas de lo que se compra o vende. Por ejemplo: el crudo tipo Brent representa aproximadamente el 0,4% de la producción mundial, pero su precio spot determina el valor del 60% del petróleo comercializado en todo el planeta. 

Rich supo explotar este método aprovechando los sucesos políticos más tensos y delicados. En la madrugada del 4 de noviembre de 1979, hombres armados entraron en la embajada de Estados Unidos en Teherán, la capital iraní, y tomaron como rehenes a 63 miembros del cuerpo diplomático. Ocho días mas tarde, el presidente Jimmy Carter ordenó el corte de la importación de petróleo de Irán y congeló miles de millones de activos iraníes en cuentas estadounidenses. Mientras duró el secuestro, Marc Rich compró, entre julio y septiembre de 1980, cinco millones de barriles de petróleo iraní con un valor de aproximadamente 186 millones de dólares. Todo el esquema estaba dirigido por una de las múltiples compañías que Rich manejaba entonces en Suiza. Su éxito radicó en aprovecharse del miedo que suele inundar a los mercados cuando brotan tensiones geopolíticas. El proceso es sencillo: al temer quedarse sin recursos si se advienen tiempos turbulentos (una guerra de larga duración, por ejemplo), las compradores demandan mas energía, y los productores suben los precios en proporción. Es decir, la vieja ley económica de la oferta y la demanda. Además, casi todas las operaciones sucumben a un circulo vicioso psicológico: los especuladores tienen miedo a que el precio suba más, y por tanto se lanzan a comprar, cumpliendo sin quererlo sus peores sueños. Una profecía autocumplida en toda regla.

El episodio de Irán es sólo uno más del oscuro anecdotario de Marc Rich, un hombre convertido en leyenda dentro de los círculos financieros, donde continuamente se vincula su nombre con los peores dictadores africanos, orientales y europeos. Su historia está demasiado entreverada de rumores como para sentar cátedra sobre el comportamiento de los especuladores y elevar la anécdota a categoría, y puede que haya mucha literatura en todo eso. Un veterano trader asentado en Londres y dedicado al comercio de productos metalúrgicos asegura que “Rich ha hecho varias cosas malas, pero también otras muchas muy buenas, sobre todo para Israel. La mayoría de las acusaciones contra él nunca se probaron y, de hecho, gran parte de ellas fueron exageradas por los estadounidenses”. “No es tan perverso como algunos han hecho hacer creer y sigue siendo una persona muy importante para nuestro sector”, afirma.

Especuladores malvados o heroicos aparte, está probado que cuando el termómetro de las relaciones internacionales empieza calentarse, sube también la lista de la compra energética de los países occidentales. Al igual que lo sucedido entre Estados Unidos e Irán a finales de los años setenta, todo terremoto político que sacude Oriente Próximo viene acompañado de análisis y titulares que gotean petróleo. Las actuales revueltas democráticas en el mundo árabe así lo demuestran. Otro remake, vaya.

Cien mil soldados. Arabia Saudí es un país con una superficie de dos millones de kilómetros cuadrados y 4.000 kilómetros de costa. Más de la mitad de su terreno es un árido y sofocante desierto, pero con un gran tesoro en su interior: los pozos de petróleo, que representan casi el 25% de las reservas mundiales y aportan el 40% del PIB nacional. Por tanto, la monarquía saudí se esmera mucho en proteger su más valiosa propiedad: unos 5.000 agentes de seguridad y otros 100.000 miembros de la Guardia Nacional tienen el cometido expreso de mantener esos pozos lejos de manos peligrosas. Una misión reforzada desde que las rebeliones cívicas en Túnez y Egipto consiguieran derrocar a sus respectivos gobiernos dictatoriales.

Hasta los escalofriantes desafíos de Muamar el Gadafi a los libios que pretendían reeditar el éxito de sus vecinos tunecinos y egipcios, el mundo había contemplado la oleada democrática en el norte de África con una mezcla de admiración, esperanza y cierto miedo a lo desconocido. Un pulso entre una población pobre y hambrienta de libertad y unos regímenes atornillados a sus tronos de sangre. Pero no fue hasta el estallido de la guerra civil en Libia cuando los mercados occidentales empezaron a preocuparse por las consecuencias energéticas del conflicto. El país magrebí producía 1,6 millones de barriles al día, una cantidad no decisiva (apenas representa el 2% de la oferta mundial) pero que encontraba en los países europeos una buena cartera de clientes. Una de las primeras amenazas proferidas por Gadafi ante una eventual intervención militar (que finalmente se produjo) fue el corte del suministro de crudo. De esta forma, el oro negro entraba una vez más en escena como arma de presión política.

La pregunta que empezó a carcomer a los países productores y, sobre todo, a los consumidores era evidente: ¿y si estas revueltas se extienden a Arabia Saudí? Una situación de zozobra institucional y social en el país arábigo pondría en jaque la exportación diaria de diez millones de barriles, para perjuicio energético de prácticamente la mitad del planeta. Pero las autoridades del país han hecho todo lo posible por transmitir la idea de calma. “Arabia Saudí puede suministrar cuatro millones de barriles extra si los mercados lo requieren”, afirmó recientemente el embajador en España, Saud Bin Naif Abdulaziz Al-Saud, en una entrevista publicada el 5 de abril por el diario Expansión. No obstante, el diplomático admitía que “el efecto imitación” de los levantamientos entre la población saudí “era una posibilidad”. 

Las herramientas que hasta ahora ha empleado el país pérsico para sortear esta hipótesis han sido dos: la fuerza y el soborno. El 15 de marzo, el ejército saudí envió 3.000 soldados a la vecina isla-Estado de Bahréin para sofocar unas protestas populares que tomaban cada vez más fuerza, empujadas por el factor religioso: ciudadanos de confesión chií contra una monarquía suní. Arabia Saudí no podía permitirse un incendio democrático a la vuelta de la esquina, sobre todo cuando Irán es fundamentalmente chií y por tanto apadrina las manifestaciones bahreiníes para contrarrestar la injerencia occidental en los conflictos árabes. Bahréin es un pequeño gran punto de apoyo sobre el que el pulso geopolítico de los últimos meses puede decantarse hacia uno u otro lado.

Con todo, los jeques saudíes están más familiarizados con el otro método empleado para calmar cualquier descontento: el dinero. El 24 de febrero, el rey saudí Abdalá anunciaba una subida de sueldo del 15% a los funcionarios, el aumento del presupuesto de la Seguridad Social y ayudas a la vivienda. Menos de un mes después, el 18 de marzo, se aprobaba otro paquete de medidas para inflar aún más los salarios públicos, crear 60.000 puestos de trabajo en el Ministerio del Interior y restaurar mezquitas, entre otros planes. Sumando ambas partidas, las arcas nacionales desembolsaron 100.000 millones de dólares con tal de que Arabia Saudí no corriera la misma suerte que Egipto, Túnez y Libia.

La bombona de estados unidos. Con frecuencia se ha calificado a América Latina de “patio trasero” de Estados Unidos por los tradicionales intereses políticos de la superpotencia en el continente. De forma análoga, muchos analistas suscribirían que Oriente Próximo es la bombona particular del país, su fuente de energía, por lo que no escatimarían recursos económicos (y militares) para mantener ese vínculo. Al igual que en el caso de Marc Rich, en torno a este asunto cunden las teorías conspirativas, a veces más imbuidas de antiamericanismo que de sincera búsqueda de la verdad. Pero es ingenuo pensar que todo movimiento en un terreno tan valioso responde siempre a causas humanitarias y democráticas. 

El libro Las guerras del petróleo (2002), de Eduardo Giordano, mantiene una línea muy crítica, lindante con las tesis de Noam Chomsky, respecto al “neocolonialismo” económico de Estados Unidos. A su juicio, “el argumento tan socorrido de la escasez de petróleo resulta completamente inútil para explicar los grandes altibajos del precio de los hidrocarburos, si no se tienen en cuenta, simultánea y prioritariamente, los factores políticos que determinan tales variaciones”. Segun Giordano, la explosión de la burbuja puntocom a comienzos de la decada de los 2000 (causada por el desplome bursátil de infinidad de compañías creadas en pleno auge de Internet) y la competencia monetaria del recién creado euro lastraron el crecimiento económico de la superpotencia. Para hacer frente a estas estrecheces, el principal recurso de la Administración republicana pilotada por George W. Bush “sería, una vez más, un rápido encarecimiento del precio del petróleo en el mercado mundial a través de una nueva confrontación a gran escala en el Golfo Pérsico”, aprovechando el desafío islamista del 11-S. 

De esta forma, “las verdaderas causas del estancamiento de la economía occidental quedarían subsumidas en el marco de una nueva y tal vez desastrosa crisis del petróleo” provocada por la guerra contra el terrorismo (cuya primera e implacable fase se produciría en el Irak de Saddam Hussein). ¿El objetivo último de esta invasión militar? “Reactivar la economía estadounidense mediante la detracción de cuantiosos recursos estatales hacia la industria del armamento”, un sector que, junto con el farmacéutico y otros, habría contribuido generosamente a la campaña electoral republicana. Giordano afirma que la estrategia no era en absoluto nueva: el documento Plan de Defensa para los años fiscales 1994–1995, elaborado por el Departamento de Estado, el Pentágono y los principales asesores del entonces presidente Clinton, mantenía que uno de los principales intereses del país en futuras confrontaciones sería “el acceso a materias primas vitales, principalmente al petróleo del Golfo Pérsico”. Una doctrina, por cierto, adoptada por España en el Libro Blanco de las Fuerzas Armadas que presentó el Ministerio de Defensa en marzo de 2000. 

 

boicot al extranjero. La historia ¿se repite? en Libia, el mayor productor de crudo de África. A partir de las famosas filtraciones de Wikileaks, un reportaje de Pere Ruseñol en el diario Público del 3 de abril relataba la inquietud de la Embajada de Estados Unidos ante las crecientes trabas que el país magrebí ponía desde hacía años a las empresas petroleras con intereses en la region. “En Libia, el negocio es la política, y Gadafi controla ambos”, sostenía uno de los cables confidenciales. Otro apuntaba que, a partir de 2006, el régimen libio inició una ronda de contactos con las multinacionales para endurecer las condiciones de las licencias de extracción, como por ejemplo ampliar la cuota de beneficios para el Estado y el pago de un bonus millonario adicional, “pese a que faltaba mucho para que expiraran los contratos”, señala el reportaje. Pero “ante los altos precios del petróleo y las limitadas posibilidades para nuevas exploraciones y producción, las petroleras tragan y firman”, indica otro telegrama de los diplomáticos americanos.

Estos antecedentes apuntan a la tesis de la intervencion militar de la OTAN como primer acto de una conquista energética que allanase el camino a cualquier compañía interesada. “Occidente no puede ocultar los motivos por los que decidió entrar en esta guerra”, declaró el obispo de Trípoli, Giovanni Innocenzo Martinelli en una entrevista con el diario El Mundo publicada el 5 de abril. “Es evidente que está interviniendo no tanto para defender los derechos de la población civil sino, sobre todo, para apropiarse del petróleo libio. Sólo así se explica que hayan intervenido de forma simultánea e inmediata, sin intentar antes la vía diplomática”, acusa el prelado. “Y sólo así se explican las fuertes diferencias surgidas dentro de la coalición, especialmente entre Francia e Italia: ambos países quieren desempeñar un papel importante en Libia, acabar lo antes posible por Gadafi y hacerse con el control del petróleo”, sentencia.

Sean acertadas o no estas conjeturas, lo innegable es que España, si bien con una aportación militar discreta, está embarcada en una guerra que no sufre la virulenta oposición popular que concitó la foto del trío de las Azores en los preámbulos del conflicto de Irak. Pero la ciudadanía española sí ha notado sus efectos, aunque sólo sean los de levantar un poco el pie del acelerador en sus tránsitos diarios por las carreteras y rascarse algo más el bolsillo al enchufar la manguera al depósito de la gasolina. Es la factura palpable y desigual de la globalización: mientras en un lugar se desploman los edificios y resuena el eco de las bombas, unos miles de kilómetros más al norte se desploman las cuentas para llegar a fin de mes y resuena el eco del intervencionismo gubernamental. 

Mientras tanto, el beneficio de las compañías petroleras ha aumentado un 10% desde que un frutero tunecino se quemara a lo bonzo a mediados de diciembre, dando el primer paso de la llamada primavera árabe. ¿Cuál sera la siguiente escena de este remake? De momento, mientras el petróleo siga escribiendo el guión, sólo se puede contar con un prolongado fundido a negro.