Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Raíces, lecturas y relecturas de la Transición

Texto: Pablo Pérez López, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Navarra

La Transición española a la democracia se consideró unánimemente un gran triunfo hasta el siglo XXI. Sin embargo, en los últimos veinte años, determinados grupos de izquierda proponen una mirada revisionista. Un enfoque populista de la política ha llevado a subrayar mucho más la ruptura que el acuerdo, reduciendo a ruinas la conciliación lograda en los setenta. Además, cerca el principal fruto de ese periodo, la Constitución, en aspectos centrales como la monarquía o el sistema territorial. La posible simplificación o el puro olvido hacen pertinente una reflexión sobre los orígenes, las alternativas y las consecuencias de lo vivido en aquellos años en España.


 

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En su obra Transición. una política española (1937-2017), Santos Juliá se remonta a la Guerra Civil para aproximarse al hecho y al concepto de la transición a la democracia, y se extiende hasta 2017 para abarcar el movimiento de ruptura nacional-populista vivido en Cataluña en ese año, que describe como un intento de terminar con el sistema surgido en el 78. Su sólida aportación demuestra la conveniencia de ese arco cronológico amplio para comprender de qué hablamos.

A partir de la muerte del general Francisco Franco en 1975 España caminó hacia la libertad. Consiguió establecer una democracia donde esta había fracasado y abocado a una trágica guerra civil entre 1936 y 1939. El recuerdo de aquel desengaño estuvo muy presente en el proceso de democratización en los setenta.

 

EN BUSCA DE DEFINICIÓN

El régimen de Franco no fue un apéndice de los totalitarismos derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Se le ha identificado a veces con esos perdedores, como si los vencedores hubieran sido solo las democracias. Ese juicio exige olvidar que el totalitarismo comunista ganó la batalla e impidió la democratización de media Europa. Y, también, otra cuestión más relevante: que el conflicto español ocurrió antes que el mundial, que no lo replicó, ni tampoco lo anticipó, aunque fuera un precedente, según señala el historiador estadounidense Stanley Payne en La Guerra Civil española (Planeta, 2014). 

Al terminar la contienda mundial, los exiliados republicanos españoles promovieron una intervención en España para deponer a Franco. Las democracias se opusieron al reconocer que el enmarañado problema era esencialmente español y que la solución debía serlo también. La guerra había sido la consecuencia de numerosas rupturas sociales: entre derechas e izquierdas, revolucionarios y contrarrevolucionarios, intransigentes y moderados, totalitarios y demócratas, laicistas y católicos, separatistas y defensores de la unidad nacional, republicanos y monárquicos, etcétera. Semejantes divisiones habían atravesado el interior de los grandes grupos políticos y llevaron a que una creciente violencia acosara al Estado de derecho hasta derribarlo. El levantamiento militar y los grupos revolucionarios que se le enfrentaron consiguieron reducir el país a dos únicos bandos, pero no repararon las rupturas que los habitaban.

Franco interpretó su victoria como un triunfo personal que confirmaba la validez de sus ideas políticas, no muy sofisticadas: el peligro revolucionario comunista representaba el peor enemigo, y el liberalismo individualista y la democracia le resultaban sistemas desintegradores que debían rechazarse para construir una nación unida, fuerte y en paz. El remedio pasaba por reconocer la grandeza del pasado español y edificar sobre él la convivencia nacional. Las instituciones tradicionales garantizarían esa restauración.

Los hechos pusieron a prueba el planteamiento de Franco: dentro de su propio bando competían por el poder diversas tendencias, la más activa asimilada al entonces prometedor fascismo. Pero lo tradicional en España era la monarquía, y el pretendiente al trono deseaba regresar; la situación internacional resultaba muy complicada; los católicos, que habían buscado en el Ejército rebelde refugio frente a la persecución religiosa, no congeniaban con los fascistas y consideraban demasiado estatalista su proyecto político. De hecho, el Ejército apoyó más que ningún otro grupo al general, que apagó toda disidencia inaugurando lo que sería una constante durante su mandato: su persona como clave del régimen.

En el exterior, la oposición a Franco siguió muy dividida y no encontró una alternativa capaz de hacerle frente. Ambas partes habían entendido la Guerra Civil como el enfrentamiento entre dos modelos de España incompatibles. La victoria de Franco significó una dura represión para todos los que habían apoyado a la República. El franquismo intentó eliminar la oposición y someter y unificar las facciones que lo habían secundado. Lo hizo con extraordinaria contundencia, especialmente con los vencidos, pero también con los que le favorecieron y se atrevieron a disentir.

Las instituciones del régimen se fueron definiendo poco a poco: primero se apeló a la «constitución tradicional» del país como base del nuevo orden y luego se recurrió a definir España como un reino, pero sin permitir la vuelta del rey ni nombrar a Franco regente. Así se manifestaba que Franco estaba por encima de la monarquía: su sistema encarnaba la tradición del pueblo español, que él personificaba, se había hecho con el poder en un momento de hundimiento de la política y lo devolvería a un soberano cuando el peligro pasara. Esta idea, casi insoportable para los monárquicos, hija de la Guerra Civil, guio el ejercicio del poder franquista. En 1947, una ley de rango constitucional ratificada en referéndum avaló la Corona. Junto al trono vacío, en representación del pueblo se erigieron unas Cortes elegidas e parte por el propio Franco y, en parte, por las corporaciones públicas. Se creó así una «democracia orgánica» —distinta de la individualista liberal— que pretendía ser la síntesis de las libertades tradicionales.

 

 

CAMBIOS SUCESIVOS Y PLANTEAMIENTOS PARA «EL DÍA SIGUIENTE»

La resistencia del régimen y la incapacidad de sus adversarios para derrocarlo encontraron un aliado en la situación internacional. La Guerra Fría alteró el conservadurismo norteamericano y parte del europeo en anticomunismo, y facilitó un posible entendimiento con Franco. España comenzó su apertura al exterior e ingresó en la ONU en 1955. A finales de los cincuenta, la evidente necesidad de reforma económica empujó a Franco a dar un giro a su Gobierno: inició una transformación del tejido económico del país y auspició un gradual y limitado cambio político. Todo esto culminó con la aprobación de nuevas leyes fundamentales que modificaron ligeramente la arquitectura del sistema y, sobre todo, llevaron al nombramiento en 1969 de un sucesor de Franco a título de rey: el príncipe Juan Carlos de Borbón, hijo del pretendiente Juan de Borbón y legítimo heredero de la corona en la Casa Real presente en el trono hasta 1931.

La represión inicial se había suavizado, y las libertades aumentaron paulatinamente. Las reformas legales tendieron a recuperar el Estado de derecho con las limitaciones de un sistema sin libertad política. Las nuevas generaciones de cuadros profesionales y de gobernantes en España estaban formadas en ver la democracia como futuro del país, cuando se superara la etapa simbolizada por el general vencedor de la guerra. La sociedad en su conjunto apuntaba en la misma dirección: estaba políticamente muy desmovilizada y experimentaba cambios muy intensos en los modos de vida; la renta per cápita creció, y el nivel de estudios también. España se convirtió en la décima economía del mundo a finales de los sesenta. Por otra parte, si ya desde la guerra el catolicismo había sido una llamada a la reconciliación, durante el Concilio Vaticano II se esfumó la idea de que un régimen confesional fuera lo mejor para un país de mayoría católica. El pluralismo y la libertad religiosa fraguaban el nuevo paradigma.

Expulsar del poder al general se había demostrado ilusorio. La oposición comenzó a pensar en lo que ocurriría tras su muerte. El tránsito a la democracia empezó a valorarse entre exiliados y oposición interna. Grupos de universitarios, profesionales, altos funcionarios y responsables del régimen preparaban un cambio. Distintas propuestas convergieron en una solución: transformar desde dentro el sistema y llegar a una democracia. Para hacerlo debían darse varias circunstancias. La primera y fundamental, que el nuevo jefe del Estado, el rey, lo aceptara. Segunda, que la clase política franquista se retirara. Parecía difícil, pero posible. Había una minoría abierta a reformas entre los franquistas, decidida y joven, capaz de convencer a los más recalcitrantes sobre la conveniencia de hacerlo. Más complicado resultaría que el Ejército admitiera ese cambio. 

Era preciso, también, que la sociedad lo aprobara. Estaba bastante claro que la gente prefería un cambio pacífico, sin sobresaltos ni violencias, que alejara el peligro del enfrentamiento y de una nueva guerra. Por último, la oposición debía sumarse al proceso. Desde finales de los sesenta se iba dibujando algo así: en el dilema entre la vuelta de la República o de las libertades, muchos republicanos, incluidos algunos socialistas y comunistas, habían concedido que lo fundamental era recuperar la libertad y no el tipo de sistema. Si la monarquía garantizaba las libertades políticas, podría ser un camino efectivo de transición a la democracia. No obstante, algunos miembros de la oposición sostenían que la ruptura con el franquismo era imprescindible.

 

LA TRANSICIÓN: REFORMA MEDIANTE RUPTURA PACTADA

Franco falleció en noviembre de 1975, y el rey Juan Carlos I ocupó la jefatura del Estado. Inmediatamente impulsó un proceso de democratización que se estancó en una primera fase. Para acelerarlo, el joven rey recurrió a un nuevo presidente del Gobierno en julio de 1976: Adolfo Suárez, identificado con las intenciones del monarca, que se manejaba con gran habilidad entre la clase política franquista. Estos dos personajes se convirtieron en símbolos de la recuperación de la democracia, aunque su popularidad ha experimentado cambios con el curso de acontecimientos posteriores. Tras el intento de golpe de Estado el 23 de febrero de 1981, el rey aglutinó la adhesión simbólica al sistema democrático. El afecto general se desplazó del monarca a Suárez después de su muerte y la abdicación de Juan Carlos I en 2014.

El Gobierno de Suárez de 1976 presentó un proyecto de ley para la reforma política que posibilitó la creación de nuevas instituciones democráticas a partir de las normas refrendadas por Franco. La propuesta legislativa se expuso al partido único y las Cortes franquistas, que la aprobaron, y abrieron así la vía a su propia disolución. Se sometió a referéndum en diciembre de 1976: el 94% votó a favor, con una participación del 78%. El Gobierno había dado los primeros pasos hacia la democratización.

¿Qué podía frustrar la realización de aquella aspiración? Primero, una reacción involucionista, en especial si se apoyaba en los militares y empujaba a un golpe. Fracasó, aunque algunos lo intentaron. Segundo, una respuesta rupturista radical de la oposición que se negara a entrar en el juego propuesto. Solo los terroristas de ETA y de algunas otras formaciones de extrema izquierda y una pequeña facción de extrema derecha intentaron impedir de forma violenta que la Transición prosperara.

En cambio, el apego popular se manifestó abundante y sólido. Juan Carlos I y Adolfo Suárez consiguieron hacerse portavoces de ese deseo, negociar con los actores políticos y que todos, especialmente la oposición, lo aceptaran. El último escollo fue la legalización del Partido Comunista de España en la primavera de 1977. Con eso, todo quedaba listo para las primeras elecciones democráticas, en junio de ese mismo año. Las ganó la Unión de Centro Democrático (UCD), una coalición de partidos reformistas encabezada por Suárez en la que coexistían antiguos franquistas y opositores al régimen. En segundo lugar, quedó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), a continuación el Partido Comunista, la derecha ligada al franquismo y, finalmente, otras formaciones, algunas nacionalistas.

 

 

LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y SU APLICACIÓN

Las Cortes democráticas recibieron el encargo de elaborar una Constitución. La acometieron con el criterio de hacerla todos juntos, no unos frente a otros. Se quería que fuera una obra de consenso, y no de parte, como las constituciones anteriores. El reto se consiguió en un plazo relativamente breve pese a la fuerte embestida separatista del terrorismo de ETA y a las dificultades económicas, objeto de un pacto específico para evitar la quiebra nacional. La búsqueda de una convergencia política en lo fundamental avanzó de la mano de conceder una amplia amnistía, que llegó a ser símbolo de la reconciliación. En paralelo, se vivió una descentralización del poder territorial que anticipó la que más adelante consagró la Constitución: la llamada «España de las Autonomías». Las relaciones entre los partidos buscaron el consenso, palabra que se convirtió en descriptor y símbolo del periodo constituyente.

La carta magna fue posible por el acuerdo social observado en el referéndum y las elecciones: el pueblo había manifestado su apoyo a una propuesta de reconciliación política que reflejara la que ya se había vivido en los hogares y las calles. La Constitución la aprobaron las nuevas Cortes y —por primera vez en España— quedó ratificada en referéndum en diciembre de 1978 con el voto a favor del 92% y con una participación del 67%. El rey la sancionó y se transformó así en monarca constitucional. Prácticamente todos coincidían en que había sido un logro histórico. Se había impuesto la convivencia frente a la división.

Al año siguiente se celebraron nuevas elecciones generales, que volvió a ganar UCD, y también locales, para constituir los primeros ayuntamientos democráticos. En las municipales, aunque UCD obtuvo el mayor número total de votos, no consiguió las alcaldías de varias ciudades importantes, entre ellas Madrid. Era el síntoma de un movimiento de la opinión que se manifestaría rotunda en la siguiente convocatoria a las urnas: UCD entró en una grave crisis interna en 1980 y el PSOE ganó por mayoría absoluta los comicios de 1982. La llegada de la izquierda al poder, con la nueva Constitución consensuada, refrendó la validez del sistema. De ahí que muchos consideren ese momento el final de la Transición a la democracia en España.

Antes de que los socialistas alcanzaran el Gobierno se habían producido otros hechos de gran trascendencia política. El primero, la consolidación de un mecanismo de reparto del poder territorial que creaba gobiernos autónomos en todas las regiones españolas. Era una demanda largamente planteada. Las elecciones celebradas en las nuevas autonomías —en primer lugar, en Cataluña y el País Vasco— manifestaron la crisis del centro político y la pujanza de algunos nacionalismos. En segundo lugar, se contaba con que la democracia y la descentralización trajeran el final del terrorismo separatista de ETA, pero no fue así. Al contrario, la banda cometió más asesinatos que nunca durante los primeros años de libertad, demostrando que su violencia iba también en contra la España democrática.

Parcialmente como consecuencia de la ofensiva terrorista y de las dudas sobre si la descentralización podría degenerar en desintegración, se produjo un intento de golpe de Estado involucionista, promovido por militares, en febrero de 1981. Lo abortaron las fuerzas políticas y la falta de adhesión de la mayor parte del Ejército, con el rey y las instituciones como protagonistas. El proceso judicial que siguió al golpe sirvió para reafirmar la primacía del poder civil sobre el militar y para prevenir nuevas intentonas golpistas.

 

EL LEGADO

La Transición española a la democracia sorprendió por su efectividad, su relativa celeridad y su carácter pacífico. En muchos casos se vio y estudió como modelo para la sustitución de un régimen dictatorial por uno democrático. En buena medida fue eso, pero hay que advertir que el franquismo en los setenta era más un régimen autoritario con rasgos propios de un Estado de derecho que una dictadura personal. El sociólogo y profesor español de Ciencia Política en la Universidad de Yale J. J. Linz lo definió como un autoritarismo de pluralismo limitado. 

A pesar de que Franco se reservaba el manejo último de las palancas del poder y no hubiera libertades políticas, el respeto a la ley era un hecho en numerosos ámbitos. Conviene tener presente también que muchas de las fuerzas que habían apoyado al general estaban deseosas de un cambio de signo democrático y lo manifestaban así públicamente de forma más o menos expresa. Era el caso de un gran porcentaje de las clases instruidas, de la jerarquía católica, de los grupos derechistas moderados, de un sector del Ejército, de las organizaciones sindicales, de la mayoría de los empresarios, etcétera. A ellos se sumaba una oposición que comprendió las ventajas de una negociación pragmática que evitara la ruptura a cambio de unas libertades políticas completas y garantizadas. El rey actuó como piloto de esa transformación y permitió una metamorfosis en la que la Corona mudaba por completo su papel: de poder personal escasamente limitado a poder constitucional arbitral más simbólico que efectivo.

Con el paso del tiempo y la práctica política se manifestaron las carencias que también acarreó el proceso. La más significativa ha resultado la difícil integración de los poderes territoriales autónomos en un proyecto unitario. Fue una apuesta arriesgada en busca de compaginar diversidad y unidad, pero no funcionó como se esperaba. Los gobiernos autonómicos se convirtieron en algunos casos en competidores del poder central, y eso ha puesto en riesgo al propio Estado y la democracia española, al mismo tiempo que dejaba descontentos a los que reivindican una personalidad política propia. Esta cuestión estuvo ligada al terrorismo y la respuesta del Estado a su desafío, ya que el terror más tenaz y sangriento ondeaba la bandera separatista

Pareció que la democracia había ganado tras una larga lucha la batalla policial y judicial cuando ETA dejó de matar en 2010, pero no ocurrió lo mismo con la de la legitimidad política. Esto se debió en parte a que durante la Transición varios grupos políticos concedieron legitimidad a ETA como luchadora contra el franquismo, un apoyo difícil de retirar cuando siguió ensangrentando a la democracia. Para muchos fue una lección amarga que algunos pagaron con la vida. El poder militar, en cambio, pese a presentarse como el gran problema inicial, se ajustó bien al funcionamiento de la democracia. Finalmente, la cuestión de las víctimas de la represión franquista y de la memoria comenzó a plantear un desafío en las postrimerías de los años noventa por su recuperación como argumento político de actualidad. De ese planteamiento nació una tendencia a denunciar la Transición como un proceso de engaño y camuflaje, algo que contradice las evidencias históricas disponibles.

El consenso sobre las virtudes de la Transición se perdió con la victoria por mayoría absoluta del Partido Popular en el año 2000 y con la crisis económica de 2008. A partir de entonces ha habido campañas iliberales —nacionalistas, de extrema derecha, comunistas, populistas— contra el régimen democrático nacido en 1978. No está de más recordar cuáles fueron sus orígenes y cuáles sus alternativas para comprender qué sigue en juego hoy.