Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 718

En el reino de Camelot

Texto Nacho Uría [Der 95 PhD His 04]  Fotografías © John F. Kennedy Presidential Library and Museum

El 22 de noviembre de 2013 se cumplió medio siglo del asesinato de John F. Kennedy en Dallas. Su muerte cerró una etapa clave del siglo XX y representó el fin del Camelot norteamericano, un reino imaginario como el del rey Arturo.


Los Kennedy son la familia real norteamericana. Tuvieron un patriarca fundador, Joseph –embajador en Londres durante la Segunda Guerra Mundial– y una reina madre, la férrea Rose Kennedy, católica sin fisuras. De ese ambicioso matrimonio nacieron nueve hijos, criados con disciplina militar. Un Kennedy no puede fracasar. Antes morir que fracasar.

La vida de este clan es una tragedia griega, quizá por eso levanta pasiones. En su historia familiar hay grandeza, sacrificio e incluso heroísmo. Por ejemplo, la actuación de John F. Kennedy durante la Segunda Guerra Mundial, que le valió el Corazón Púrpura, máxima distinción militar. Como en toda tragedia que se precie también aparecen la traición, el adulterio, el asesinato y otros dioses fatídicos que arrastran a cualquier ambición desmesurada. Como la de los Kennedy.

El heredero de esta saga se llamaba Joseph, primogénito y favorito del monarca. Joe Jr. era piloto naval, pero jamás reinó. Su vida terminó en un accidente aéreo mientras combatía contra los nazis en Inglaterra. Por tanto, nunca llegó a presidente de los Estados Unidos, verdadera obsesión de su padre. 

El siguiente en la línea sucesoria era John, al que todos llamaban Jack. Siempre a la sombra de su hermano, el joven Jack era un muchacho silencioso, algo enfermizo y tímido. “Jamás podrá liderar nada”, vaticinó su padre. Sin embargo, la Historia tenía otros planes, y la muerte de Joseph solo los aceleró.

La pasión política del clan procedía del abuelo materno, que había sido alcalde de Boston en dos ocasiones y congresista demócrata. Así que John Fitzgerald Kennedy comenzó su carrera política gracias a los contactos e influencia familiar, sabiamente aderezados con el dinero y la falta de escrúpulos de su padre. Quizá sería más exacto decir “se la comenzaron”, ya que John tenía otras aspiraciones: ser escritor y profesor universitario. “Eso es poco para un Kennedy” sentenció su madre. 

En 1947 fue candidato al Congreso de los Estados Unidos. Toda la campaña la costeó su padre, empeñado en proyectar en sus hijos todos sus fracasos políticos. En especial, después de mostrar su simpatía por el nazismo (“La mejor arma de Hitler es la eficacia”) y aconsejar al presidente Roosevelt que no participara en la Segunda Guerra Mundial porque “un poco de orden alemán” era lo que necesitaba la vieja Europa. 

JFK tenía un excelente currículo intelectual y militar. Graduado en Harvard y doctor en Relaciones internacionales, su vena periodística le llevó a Europa y Oriente Próximo. Visitó Varsovia, Moscú, Jerusalén y El Cairo, además de otras grandes capitales europeas como París o Berlín. 

Pese a sus esfuerzos, era entonces un orador mediocre, siempre con el temor de defraudar al auditorio, en el que solía estar algún pariente.

Sin embargo, su entorno consideró que estaba preparado para iniciar una carrera política. No fallaron en su predicción y John Kennedy consiguió la victoria. Si a los veintitrés años había alcanzado la fama con el libro ¿Por qué se durmió Inglaterra?, con treinta ya era congresista. Un gran triunfo apenas oscurecido por sus crecientes problemas físicos (malaria, enfermedad de Addison y problemas crónicos de espalda), que se ocultaron mientras fue posible. “La imagen de un Kennedy debe ser sana y atlética. No hay lugar para la debilidad” solía decirles su madre cuando eran adolescentes.

Días de vino y rosas.

La década de 1950 fue sin duda la más feliz de JFK. En 1953 se casó con Jacqueline Lee Bouvier, doce años más joven. Jackie procedía de una familia franco-irlandesa, y su padre era asesor financiero en Wall Street. Culta y elegante, era graduada del selecto Vassar College y de la Universidad de Georgetown, centro jesuita de Washington, D.C. Pero sobre todo cumplía con el requisito esencial: era católica. 

Con su matrimonio, Kennedy dejó de ser un soltero de oro, estado que había aprovechado al máximo y que su padre consideraba preocupante. Jack se defendía recordándole sus infidelidades, la más famosa con la actriz Gloria Swanson. “Por eso te lo digo, Jack. Sé de lo que hablo”.

En 1954 Kennedy consiguió un escaño en el Senado, excelente plataforma para optar a otras responsabilidades. Sin embargo, su delicada salud le impidió medrar a la velocidad exigida por el clan. En la convalecencia recuperó su vieja afición por la escritura y publicó Perfiles del valor, obra con la que consiguió el Pulitzer en 1957. Décadas más tarde su asesor Ted Sorensen confirmó un secreto a voces: él había sido el autor principal del libro.

La década dorada de John F. Kennedy culminó con el nacimiento de sus dos hijos –Caroline y John Jr.– y, por supuesto, con su candidatura en las Presidenciales de 1960, donde compitió con el vicepresidente republicano Richard Nixon

Los temas estrella fueron el retraso norteamericano en la carrera espacial, los derechos civiles, el avance del comunismo en el mundo o la influencia del catolicismo de Kennedy en su acción política (era el segundo católico que optaba a presidir los EE.UU.). 

La campaña estaba tremendamente igualada y terminaba con cuatro enfrentamientos televisados. El favorito era Nixon, que poco tiempo antes había superado en un debate en la ONU al líder soviético Nikita Jrushchov, mientras que JFK carecía de experiencia a ese nivel. El nuevo formato encandiló al público, y los programas tuvieron audiencias de setenta millones de espectadores. Para la historia quedó el aplomo de Kennedy en el primer cara a cara -celebrado en Chicago y el único que ganó-, mientras Nixon estaba tenso y sudoroso por una reciente intervención de rodilla.

En aquel momento parecía que era una batalla entre dos visiones del mundo distintas, pero los candidatos no se distinguían mucho entre sí y el electorado lo percibió. Kennedy venció por poco más de cien mil votos y se convirtió en el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Comenzaba la leyenda.

El hombre y el político.

Con la llegada de JFK a la Casa Blanca se produjo un cambio generacional en la política norteamericana, ya que era el primer presidente nacido en el siglo xx. Sin embargo, lo más revolucionario era que un católico presidiese una nación fundada por protestantes. El mundo cambiaba a gran velocidad, y nuevos líderes (Kennedy, Jrushchov, Juan XXIII o Fidel Castro) hablaban de esperanza, igualdad, coexistencia pacífica y desarrollo. Por eso un político de cuarenta y tres años despertaba simpatía y grandes esperanzas.

Como suele ocurrir en la vida, una cosa son los deseos y otra la realidad y John Kennedy tuvo graves problemas desde el comienzo de su mandato. En política interna debió bregar con la discriminación racial, la persecución contra la Mafia (que dirigió su hermano Robert, Fiscal General) y el inicio de la política de la Nueva Frontera, un programa que pretendía extender la educación y la sanidad a los más humildes. “Si una sociedad libre no puede ayudar a sus muchos pobres, tampoco podrá salvar a sus pocos ricos”. 

En política exterior se enfrentó también a formidables desafíos. Al empeoramiento del conflicto de Vietnam se unió la construcción del Muro de Berlín, así como el giro de la revolución cubana y su amenaza de extender el comunismo en Latinoamérica. Sin embargo, nada es comparable con la amenaza de una guerra nuclear, posibilidad real tras las pruebas atómicas de la URSS en 1961 con una bomba 3.800 veces más potente que la de Hiroshima o la crisis de los misiles de 1962 en Cuba. 

La simple enumeración de los acontecimientos ocurridos durante la presidencia de JFK demuestra la difícil etapa que le tocó vivir, no siempre manejada con habilidad. De ahí  los enemigos que se creó (Mafia, FBI, lobby militar, Cuba o la ultraderecha republicana). Incluso dentro de su partido, donde se le acusaba –con bastante razón– de liderar un clan más preocupado de su imagen que de sacar adelante el país. Sin término medio, o se les amaba o se les odiaba. 

A Jackie Kennedy le gustaba llamar Camelot a sus días en la Casa Blanca. La leyenda del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda fascinaba al presidente desde niño, así que pronto se convirtió en una metáfora de cómo querían ser recordados. Sin embargo, todo rey debe soportar la traición y Kennedy tenía a varios traidores en nómina. El más peligroso era Edgar Hoover, director de la CIA y guardián de los pecados de toda la clase política y cultural estadounidense. Hoover explotó las infidelidades de Kennedy para intentar influir en él con sus famosos informes secretos. De modo que Hoover fue un permanente dolor de cabeza para los Kennedy, angustiados por la posibilidad de que la vida personal de JFK saliera a la luz.

Quizá ahí resida el hechizo de Kennedy. Era fascinante porque estaba lleno de contradicciones. Era fascinante porque era enigmático. Era fascinante porque sus admirables virtudes públicas se transformaban muchas veces en vicios privados. Era en definitiva un presidente de carne y hueso, alejado de la majestuosa aureola militar de Eisenhower o de la gris apariencia de oficinista  de Harry Truman.

¿Dónde estabas tú cuando mataron a Kennedy?

En las presidenciales de 1960 Kennedy ganó en Texas por un reducido margen. De este modo los demócratas recuperaron un Estado en el que históricamente vencían, pero que se había decantado por el Partido Republicano en las presidenciales de 1952 y 1956.

En 1963 el gobernador texano era James Connally. Dos años antes, Kennedy lo había elegido número dos del Ministerio de Defensa a petición del vicepresidente Johnson, que era su mentor. Sin embargo, Connally abandonó ese cargo para presentarse a gobernador de Texas y frenar el ascenso republicano, objetivo que logró sin brillantez. Bastante cuestionado, Connally necesitaba reforzar su posición política y consiguió que el presidente viajara a Texas para apoyarle. El motivo oficial era una cena de recaudación de fondos y visitar el centro espacial de Houston.

El 22 de noviembre de 1963 amaneció soleado en Dallas. Kennedy llegó a media mañana procedente de Fort Worth acompañado por su esposa y el gobernador texano. Después de unos rápidos saludos protocolarios, el presidente, el goberandor y las esposas de ambos subieron a un coche descapotable. Hoy sorprende ver las pocas medidas de seguridad de la caravana presidencial (extrema cercanía de la gente, lentitud de la marcha o decenas de ventanas abiertas en los edificios). 

Los hechos posteriores son conocidos. Kennedy recibió dos impactos de bala. Uno le alcanzó la garganta y otro la cabeza. El segundo también hirió de gravedad a Connally en un pulmón. Según la versión oficial, esa bala provocó una decena de heridas tras rebotar varias veces en el interior del coche y describir una trayectoria imposible con giros de noventa grados. El famoso proyectil es el origen de la teoría de la conspiración, investigada años después por el fiscal Jim Garrison, papel interpretado por Kevin Costner en  la conocida película “JFK” de Oliver Stone

Los extraños sucesos posteriores sembraron más dudas. En especial, la identidad del autor de los disparos, Lee Harvey Oswald (que tenía formación militar, había vivido en la URSS y trabajado para la CIA), la desaparición de pruebas custodiadas por el FBI o la muerte accidental de varios testigos. 

La cuestión que despertó, y aún hoy lo hace, más sospechas es el asesinato de Oswald dos días después del atentado presidencial. Sobre todo al saberse hoy que su autor, el mafioso Jack Ruby, había trabajado para Nixon a principios de la década de 1950.

A cincuenta años del magnicidio, John Fitzgerald Kennedy aún es el presidente norteamericano más célebre del siglo xx. Un político que quiso cambiar el mundo y que evitó una guerra nuclear. Un hombre marcado por sus pasiones y su familia. El rey Arturo del Camelot americano.