Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El reto de la universidad en el siglo XXI

José María Bastero de Eleizalde Catedrático emérito y antiguo rector de la Universidad de Navarra.

La misión de una universidad va más allá de preparar expertos para un mundo laboral globalizado y exigente. Es responsable de la formación integral de sus alumnos en un contexto más amplio, dentro de un clima de búsqueda de la verdad en el que la libertad, la amistad y el diálogo son el centro de la tarea universitaria.


Una de las características más definitorias de estos momentos históricos es la globalización. Una correcta concepción de este hecho —un mundo en que la solidaridad, basada en la igual dignidad de todas las personas, conduzca a un equitativo reparto de las riquezas y a disfrutar de unos niveles parecidos de cultura y bienestar— podría ser la utopía referente para cualquier acción política. En líneas generales, se puede sostener que, hasta este momento, la globalización se ha concretado, sobre todo, en el uso generalizado de las tecnologías de la comunicación y de la información, en la migración de la producción a los países de mano de obra más barata y en la implantación mundial de un comercio cada vez más fluido, regido por las reglas de una economía neoliberal.

Las consecuencias de este proceso no están siendo del todo halagüeñas: en el terreno económico se observa que apenas se ha cerrado la brecha de riqueza y bienestar entre los países desarrollados y los países pobres. En el panorama político se sufre la acción violenta del fundamentalismo islámico radical. Y en el ámbito cultural, la asunción del multiculturalismo ha conducido a establecer como norma de convivencia un relativismo que postula que todas las opciones personales valen lo mismo, con la contrapartida de que cuando todo vale lo mismo... nada vale nada. La cultura actual no se sabe dónde nos puede conducir, por más que esté impulsada por la brisa del confort y de un inusitado progreso tecnológico. Y, en palabras de Séneca, «ningún viento es bueno para el barco que no sabe dónde va» (1).

Ante este panorama, la universidad no puede permanecer pasiva, pues en ella se espera que se forjen los líderes del futuro y se geste una nueva cultura. Pero ¿qué rasgos han de configurar estas instituciones en el siglo xxi? ¿La institución original puede asumir esos rasgos o hay que ir a otro tipo de centro académico?

La universidad genuina

Para poder responder a estas cuestiones, conviene considerar con detenimiento cuáles son las notas distintivas de la universidad genuina: aquella que, enraizada en una tradición centenaria y perfeccionada por los logros de su tarea a lo largo de los siglos, considera que su misión irrenunciable e identitaria, aunque no única, es la búsqueda de la verdad sin restricción alguna, y que esta búsqueda es el fundamento de las libertades académicas, del fuero universitario. Las universidades tienen sus antecedentes remotos en las escuelas catedralicias, que en los siglos xi y xii evolucionaron hasta convertirse en los studia generalia y luego, un siglo más tarde, en las universitates magistrorum et scholarium.

En el Código de las Siete Partidas (2) el Rey Sabio definía así universidad:  «Adyuntamiento de maestros et de escolares que es fecho en algunt lugar con ánimo et entendimiento de aprender los saberes». Llama la atención la concordancia entre esta definición del siglo xiii y la que formuló John Henry Newman seis siglos más tarde al afirmar que universidad es la corporación de maestros y de estudiantes donde «los distintos saberes se completan, corrigen y equilibran mutuamente […]. Y esta consideración […] debe tenerse en cuenta no solo en lo que se refiere a la consecución de la verdad, que es el objetivo de toda ciencia, sino también respecto al influjo que las ciencias ejercen sobre aquellos cuya educación consiste precisamente en estudiarlas» (3). En ambas definiciones se habla de una realidad unitaria, en la que estudiantes y profesores buscan la verdad sin ninguna limitación e intentan adecuar sus vidas a la verdad alcanzada.

A lo largo de los siglos se fueron acrisolando diferentes modelos de la institución universitaria. Es usual distinguir entre el modelo inglés, que pone un especial acento en la convivencia académica para lograr la educación general y liberal de los estudiantes; el modelo alemán, que da prioridad a la dimensión investigadora; y el modelo francés, que, condicionado por el centralismo, restringe la autonomía de la institución y supedita su cometido, en parte, a las necesidades del Estado.

Los teóricos se refieren a la revolución del mayo francés de 1968 como el detonante de la fractura definitiva del paradigma de universidad. Ese acontecimiento quebró el ambiente de convivencia respetuosa de las aulas entre alumnos y profesores. Las frases «La imaginación al poder», «¡Eliminad a los burócratas!», «Seamos realistas: pidamos lo imposible» hicieron fortuna y promovieron un estilo universitario donde docentes carentes de autoridad debían conversar con los estudiantes en un plano de igualdad sobre temas asambleariamente propuestos, excluyendo cualquier tipo de evaluación de conocimientos, dado que estaba «Prohibido prohibir».

Los equivocados frutos de esas proclamas hicieron que muchas de ellas fueran retirándose con el tiempo, pero la búsqueda de la verdad, como objetivo central del quehacer universitario, siguió puesta en
entredicho por gran parte del mundo académico. A este respecto es llamativo reparar en que en el texto de la Charta Magna Universitatum, redactada en Bolonia en 1988 con motivo del  noveno centenario de la erección de su studium generale, no aparezca ni una sola vez la palabra verdad.

En la actualidad, el tipo de universidad predominante centra su objetivo en la formación de expertos. En España el llamado «proceso de Bolonia», con el que nos hemos integrado en el Espacio Europeo de Enseñanza Superior, ha estado encaminado a la empleabilidad de los graduados. En esta orientación subyace, en mi opinión, un riesgo: hacer de la eficacia el fin último del quehacer universitario, porque, considerada así, la eficacia puede conducir al peligro de avalar que el fin justifica los medios.

Como manifestó el papa Juan Pablo II en un discurso académico, la universidad genuina asume que «su vocación es el servicio a la verdad: descubrirla y transmitirla. [...] El hombre no crea la verdad; esta se desvela ante él cuando la busca con perseverancia» (4). 

Este servicio a la verdad ha requerido que la universidad se ocupara también de la tarea de ordenar, jerarquizar y armonizar las verdades alcanzadas en las distintas áreas del saber, pues no en vano el término universitas procede de las palabras latinas in unum vertere. Ya en la primera mitad del siglo pasado declaraba Ortega y Gasset: «Urge, pues, una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo» (5).

Para la persecución de este propósito era lógico que todas las áreas científicas gozaran de una legítima autonomía, ya que cada una de ellas estudia un aspecto distinto de la realidad, o bien al referirse al mismo aspecto lo hacen desde una perspectiva o con una finalidad diferentes. El diálogo interdisciplinar ha sido el medio para establecer esa armonía. Y en ese diálogo el eje de articulación no puede ser otro que la persona humana. Este hecho otorga una especial relevancia al estudio y a la investigación de las Humanidades, que dan razón de los aspectos más esencialmente humanos. Por eso en la universidad auténtica las Humanidades han constituido la tierra fértil en la que se enraízan los otros saberes.

 

Formación universitaria: la búsqueda de la verdad y la libertad

Los años universitarios constituyen un periodo crucial en las vidas de quienes, por su educación más intensa, van a desempeñar un papel muy importante en la configuración futura de la sociedad. Los estudiantes se encuentran con la responsabilidad de decidir por sí mismos en temas que les afectan personalmente y que pueden determinar su porvenir profesional. Estas decisiones estarán condicionadas por los valores que adquieran y vivan durante sus años universitarios. Basado en una no corta experiencia profesional, pongo en entredicho, por insuficiente, esa formación de expertos si no queda enmarcada en un contexto más amplio que incluya otras certezas, necesarias también en el ámbito laboral. La universidad ha de proporcionar a los estudiantes una formación integral: no limitarse a la instrucción científica, sino además propiciar las condiciones necesarias para que esos valores forjen personalidades cabalmente humanas.

La universidad genuina ofrece garantías para alcanzar esa meta ya que, al propugnar como objetivo el servicio a la verdad, su estilo se sustenta sobre tres pilares fundamentales para una vida humana lograda: la búsqueda de la verdad, la libertad, y el diálogo y la amistad.

Si la tarea de integración de las verdades tiene como eje director a la persona humana, parece lógico, por pura coherencia intelectual, que el universitario deba inquirir respuesta a la pregunta «¿Cuál es mi verdad, aquella que da sentido pleno a mi vida?».

Toda persona humana está dotada de una singularidad exclusiva que comporta un modo único de ser y configura su propia verdad y esta verdad lleva emparejada una misión única e intransferible que explica, en último término, el para qué radical de su existencia. De aquí que la búsqueda de esa verdad deba ser el telón de fondo ineludible de la vida universitaria

¿Cómo se conoce esta verdad? No es posible dar una fórmula general; pero se puede afirmar que siempre y en cualquier caso, para responder seriamente a esta pregunta, es necesaria una actitud de sinceridad intelectual. Porque lograr ese objetivo requiere encararse uno consigo mismo en el silencio interrogante de la propia conciencia y con apertura total, aun sabiendo que esa verdad no se alcanza plenamente de una vez para siempre, sino que se va desvelando todos los días a lo largo de la vida.

El cumplimiento de la misión aneja a nuestra verdad está condicionado externamente por el entorno cultural, que aporta factores para convertirlo en más hacedero o dificultoso; pero nunca hay motivos suficientes para claudicar en el esfuerzo por ser coherentes. Mi felicidad estriba en poder estar en paz conmigo mismo, porque mi vida se desarrolla en conformidad con mi verdad. Agustín de Hipona afirma que «felicidad es la alegría en la verdad» (6).

Al hablar de libertad no me refiero solo a la libertad de cátedra, a la que implícitamente he aludido al tratar sobre la autonomía de los saberes, sino al sentido más amplio: esa característica distintiva de la persona por la que es, se siente y se sabe protagonista irreemplazable de su propia vida.

Ahora bien, la libertad precisa de la verdad. Más aún: no es libertad auténtica la que no está enraizada en la verdad. La irrealidad, los sueños, las fabulaciones y la mentira solo pueden fundamentar las falsas libertades del loco.

La libertad exige que cada uno acepte con responsabilidad el protagonismo que le corresponde en su vida. De los profesores, que tengan competencia profesional y que su comportamiento responda al intento de perseguir una vida irreprochable. De los alumnos demanda que asuman el liderazgo de su formación: que no se limiten pasivamente a que les enseñen, sino que exijan que se les ayude a aprender. Solo así podrán luego desplegar con autonomía y creatividad una labor profesional responsable.

Por otra parte, la defensa de la libertad de los demás, para poder reclamar legítimamente la propia, entraña la creación de un espacio de libertad amplio y transparente para toda la comunidad universitaria, aunque la conquista de la propia libertad es un proceso de aprendizaje que dura toda la vida.

 

El diálogo y la amistad

Como en la actualidad la transmisión de noticias es viral e instantánea, resulta  necesario que la universidad, sin dejar de tener en cuenta esta circunstancia, no caiga en un frenesí compulsivo por presentar a la comunidad científica internacional sus logros investigadores, olvidando contrastarlos previamente en un diálogo interdepartamental para enriquecerlos y dar más calidad a todo el quehacer universitario. Hace ya más de treinta años Clark Kerr, presidente de la Universidad de California, en una memorable intervención, alertaba de las consecuencias de ese peligro al afirmar que, de extenderse, ya no debería hablarse de universidad sino de multiversidad, esto es, de una agrupación de departamentos aislados que rivalizan entre sí por aparecer en cabeza de los rankings anuales de excelencia investigadora.

El diálogo abierto y respetuoso forma la atmósfera de la vida académica: diálogo intradepartamental, interdisciplinar y también entre profesores y estudiantes. Cuando en esas conversaciones se mantiene un talante sereno, constructivo y desapasionado, se puede dar un proceso de fecundación cruzada por el que la luz que proyectan otros puntos de vista amplía los logros de una investigación; y siempre surge la posibilidad de establecer entre los interlocutores relaciones cordiales, «donde todos tienen lecciones que aprender e ideales que compartir, más allá de las diferencias culturales o religiosas» (7).

Consecuencia directa del diálogo es el cultivo de la amistad, originada por el conocimiento mutuo en el que afloran unos ideales dignos, sinceramente ofrecidos y compartidos. La amistad inicia un proceso por el que uno va participando de las ilusiones y los temores, de los éxitos y los fracasos del otro y se llega así a una intimidad respetuosa en la que no resulta mutuamente indiferente nada de cuanto a ambos acontece. De esta actitud surge una convivencia afable, en la que cada cual, sin salirse de su sitio, sabe orlar su actividad con pequeños servicios frecuentes y también procura pasar por alto los inevitables roces que se presentan en el acontecer ordinario.

En la amistad, la valoración del otro no se mide por lo que tiene, ni por lo que es: el afecto se le profesa por ser quien es. Hay, pues, en su base, comprensión, aceptación, y también deseo de recorrer con el amigo, codo con codo, un camino de mejora, de búsqueda de la verdad.

No cabe la menor duda de que sentirse valorado y querido por uno mismo es el mayor tesoro que puede tener la persona humana, como afirmaba el fundador de la Universidad de Navarra al establecer que «lo que se necesita para conseguir la felicidad no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» (8). Estas palabras de Josemaría Escrivá de Balaguer no contradicen las de Agustín de Hipona, sino que presentan un enfoque complementario: en última instancia, no hay amor verdadero si no hay amor a la verdad, ya que verum y bonum son dos realidades indisociables.

 

Retos y propuestas para la misión de la universidad

¿Cuáles son los retos que ha de afrontar la institución universitaria para adecuarse a las exigencias de estos comienzos del siglo xxi y qué propuesta sobre su cometido se podría aportar?

En primer lugar, pienso que la contribución más distintiva que la universidad presta a la sociedad está constituida por las mujeres y los hombres que, al finalizar sus estudios, salen al mundo del trabajo. De ellos depende la  construcción de un nuevo modo de convivencia en el que se propugne de manera  irrenunciable defender la dignidad trascendente de toda persona humana. Esa defensa entraña fomentar una solidaridad universal entre personas y países que erradique el hambre y la pobreza, proporcione servicios sociales dignos y elimine las barreras para acceder a la ciencia y a la cultura.

La tarea de esos nuevos universitarios no va a ser fácil. Tendrán que remar contracorriente y, para evitar ser arrastrados por el torbellino del relativismo, deberán tener, además de magnífica preparación profesional, unas sólidas convicciones, que habrán de fraguarse, como arraigados hábitos operativos, en los años de su permanencia en el campus.

Concuerdo con la profesora Ana Marta González, directora científica del Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra, en que la causa de la crisis en que está inmersa la universidad, y que en gran medida ha generado la subversión de valores de que padecemos en la actualidad, es que la institución universitaria ha dejado de ser un paradigma vital y se ha convertido en un paradigma de conocimiento útil, en el que el quehacer universitario se limita a transmitir conocimientos novedosos, enseñar técnicas avanzadas, adiestrar en el acceso a las bases de datos y en el manejo de dispositivos y programas informáticos, etcétera, pero prescinde de fomentar hábitos morales no utilitarios. Así, no resulta aventurado afirmar que los años en que los estudiantes permanecen en las aulas hacen de ellos personas que saben más, pero no se puede asegurar que los hagan mejores personas. Este cambio de paradigma ha ocasionado también una mutación del rol del profesor universitario, que ha dejado de ser un maestro que imitar para convertirse, en el mejor de los casos, en un investigador a quien admirar.

Por tanto, el gran reto que ha de afrontar la institución universitaria consiste en recuperar el espíritu genuino de la universidad, adaptándolo con creatividad a las circunstancias actuales, sin obviar la excelencia en el cultivo de los saberes útiles y de algunas destrezas profesionales específicas.

A este respecto es alentador que la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior 2009 titulada La nueva dinámica de la educación superior y la investigación para el cambio social y el desarrollo, promovida por la UNESCO, declarase: «La educación superior debe no solo proporcionar competencias sólidas para el mundo de hoy y de mañana, sino contribuir además a la formación de ciudadanos dotados de principios éticos, comprometidos con la construcción de la paz, la defensa de los derechos humanos y los valores de la democracia».

 

(1) Séneca, Carta a Lucilio, XXXVI.

(2) Alfonso X el Sabio, Código de las Siete Partidas,  Partida II, Ley I.

(3) John Henry Newman, Discurso sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, EUNSA, 1996, trad. José Morales, págs. 123-124.

(4) Juan Pablo II, «Discurso en la Universidad de Cracovia», 1997.

(5) José Ortega y Gasset, La misión de la universidad, Obras completas, Madrid, 1947, vol. IV, pág. 347.

(6) Agustín de Hipona, Confesiones, X, 33.

(7) Javier Echevarría, Entrevista en Nuestro Tiempo, enero-febrero 2000.

(8) San Josemaría Escrivá, Surco, 795.